THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Érase una vez en el valle

«’Licorice Pizza’ es la apuesta por una película donde la épica no está en las grandes epopeyas personales»

Rancho Notorious
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Érase una vez en el valle

Licorice Pizza. | Zuma Press

Puede decirse que Licorice Pizza es el final feliz de Chinatown, que es una película con el más infeliz de los finales. Recordemos que el detective al que daba vida Jack Nicholson en el noir de Polanski se mete en un buen lío cuando descubre la razón del asesinato de Hollis Mulwray, ingeniero de la empresa municipal de aguas de Los Ángeles. Lo que Jake Gittes termina por descubrir es el plan del poderoso Noah Cross —interpretado por John Huston— para apropiarse de las tierras del interior de la comarca, privándoles del agua necesaria para el cultivo y solucionando de paso el problema del suministro para una ciudad en rápido crecimiento. Aunque el guionista Robert Towne cambia los nombres y las fechas, está contando una historia verídica que tiene en el superintendente William Mulholland —el mismo de la sinuosa carretera de las colinas que da título a la película de Lynch— a su principal protagonista. Trabajando mano a mano con el alcalde Fred Eaton a principios del siglo XX, Mulholland localizó en el lejano Owens Valley, situado a unos 350 kilómetros de la ciudad, la fuente de agua serrana que podría solucionar el problema de la desértica Los Ángeles. Venciendo las resistencias de los agricultores del valle y los escándalos destapados por la prensa angelina, incluyendo la compra a precio de risa de miles de hectáreas en San Fernando Valley, el acueducto fue inaugurado en noviembre de 1913. La ceremonia se celebró en el valle de San Fernando, ahora una zona de gran valor agrícola y residencial a un paso de la ciudad. No es ahí donde acaba esta historia, que incluye la rotura de una presa y la muerte de 500 personas en 1928, pero el resultado de aquella oscura operación político-hidráulica está a la vista: la expansión imparable de la ciudad de Los Ángeles y el nacimiento de una próspera comunidad suburbial en San Fernando Valley. Que es donde el director Paul Thomas Anderson pasó su feliz infancia y donde transcurre la irresistible peripecia de los personajes de la última de sus películas.

Resulta sintomático del estado del cine en la cultura de masas que el estreno del film en España haya pasado más bien desapercibido. ¿Habría sido un pequeño acontecimiento hace veinte o treinta años? Es difícil saberlo, aunque lo habría merecido: entonces y ahora. De hecho, asistir a los estrenos de las películas de Anderson tiene algo especial, tal es su estatura como autor en el panorama cinematográfico contemporáneo. Director dotado de un talento especial para la composición visual y el adensamiento dramático de sus narraciones, Anderson ha demostrado además una notable versatilidad genérica y una afición llamativa por la period piece. Sus películas rara vez transcurren en el presente: no lo hacían las sobresalientes The Master y Phantom Thread y no lo hace, ahora, esta Licorice Pizza que nos traslada al verano de 1973 para contarnos una improbable historia de amor que transcurre en el patio trasero de Hollywood. Ahora que la historia vuelve a mostrar su peor cara con la invasión rusa de Ucrania, no es pequeño consuelo saber que uno puede perderse en los meandros de este film, en apariencia desorganizado y en todo caso inolvidable, capaz de transportarnos con indudable fuerza a un mundo distinto que no obstante empezaba a parecerse al nuestro.

La película cuenta la historia de Gary, un adolescente con pretensiones actorales y maneras de buscavidas que se desenvuelve con asombrosa seguridad en sus distintos empeños. Entre ellos se cuenta el cortejo de Alana, una chica judía de 25 años que se mantiene en la frontera de la vida adulta pese a que trate de aparentar lo contrario. Licorice Pizza se abre con un espléndido plano secuencia que sigue a estos dos personajes en el momento en que se conocen: estamos en el instituto donde estudia, donde Alana ha ido como empleada de la empresa que hace los retratos que inmortalizan a los estudiantes de cada clase en el anuario correspondiente. Desde el primer momento, se establece una pauta entre ambos: Gary persigue a Alana, que a su vez se deja perseguir mientras ambos discuten de manera ingeniosa y veloz, a la manera de las screwball comedies de los años 30. Al igual que sucedía entonces, la base dramática del film es la consumación de un romance a la vez imposible e inevitable: Alana es mucho mayor que Gary. Por eso hablan y por eso corren, avanzando hacia un destino común —que como es natural queda fuera de campo, o sea fuera de film— que en la mejor tradición de los años 30 no está prefigurada por los acontecimientos precedentes. Una de las grandes virtudes de Licorice Pizza —término que en la jerga de la época significa «disco de vinilo» por el parecido de este último con el color del regaliz y la forma redonda— es justamente su cualidad impredecible: no sabemos hacia dónde va la película ni en qué lugar se detendrá, como si los hechos que relata estuvieran produciéndose delante de nuestros ojos en lugar de salir de la cabeza de un guionista. Esto parece fácil, pero es lo más difícil del mundo.

Detrás del joven rico en argucias interpretado estupendamente por Cooper Hoffman —hijo del malogrado Philip Seymour, a quien tanto añoramos— se encuentra la figura real de Gary Goetzman, actor infantil y emprendedor adolescente que acabó por trabajar como productor musical y televisivo. También los episodios de que se compone Licorice Pizza están sacados de su vida o, mejor dicho, de los relatos sobre su vida; algunos verídicos y otros embellecidos o inventados. El veinteañero Anderson conoció a Goetzman a través de Jonathan Demme, quien lo había conocido en el backstage de The Ed Sullivan Show junto al resto del reparto del clásico familiar Yours, Mine and Ours, recreado en Licorice Pizza con Lucille Ball incluida. Todos son creíbles, por extravagantes que parezcan, en el marco del film: la exitosa comercialización de camas de agua, la memorable visita a la casa del peluquero-productor Jon Peters y el posterior descenso del camión de reparto marcha atrás y colina abajo, el salto en motocicleta de una decadente estrella de cine en un campo de golf ante un público enfervorecido. Pero Anderson ha señalado que esta última secuencia —enriquecida con la participación cómplice de Sean Penn y Tom Waits— está inspirada en los relatos de los extras del cine mudo tal como aparecen en la serie documental Hollywood, de Kevin Brownlow. Si no son historias reales, todas ellas tienen el aroma de lo vernacular, con la singularidad —presente también en Tarantino y su Érase una vez en Hollywood— de que Anderson no pasó su infancia en Móstoles sino a tiro de piedra de Hollywood. Y aunque Hollywood no aparece directamente en el film, son muchas las escenas donde está presente, atrayendo a los protagonistas con su promesa de éxito mundano: Gary fracasa miserablemente en su audición, Alana capta el interés de una estrella declinante en la suya y, en fin, la actriz Harriert Sansom Harris nos deleita con una desternillante interpretación como la agente que interroga a Alana sobre sus talentos e incluye entre ellos su disposición a desnudarse ante la cámara.

Alana es interpretada por Alana Haim, miembro de la estimable banda de pop homónima junto con sus hermanas, que hacen de sí mismas en el film en compañía de sus padres. Pese a sentirse atraída por Gary, acaso como un reflejo de la intensa convicción que él expresa, Alana siente que debería estar llevando otro tipo de vida; su amistad con un adolescente, por encantador que sea, no deja de parecerle un desvío en el camino hacia la madurez. Por eso lleva a casa a cenar a un novio prometedor que su padre, ex militar israelí, despacha sin contemplaciones cuando aquel se declara incapaz de bendecir la mesa en el Sabbath por razones ideológicas; la tensión subsiguiente con sus hermanas es revelatoria de las rencillas familiares y de los conflictos interiores que la atormentan. De ahí que decida dar un paso adelante —o por lo menos a un lado— después de superar el trance que supone la huida en un camión sin gasolina en compañía de Gary y su modesto entourage; al amanecer, cuando todo ha terminado, Alana contempla las siluetas juguetonas de sus amigos recortadas contra el amanecer —es un plano que recuerda poderosamente a Spielberg— y siente que no puede seguir en su compañía. Ensayará un desvío: la pareja potencial se pone en riesgo.

Recurriendo a un viejo compañero de instituto, Alana entra a formar parte del equipo de campaña de un joven de aspecto kennediano que se postula para alcalde de San Fernando y por el que siente la lógica admiración del principiante. En una película llena de cameos que funcionan sin distraer al espectador —el padre de Leonardo DiCaprio, la hija de Steven Spielberg, un hilarante Bradley Cooper, los mencionados Penn y Waits, la actriz y a la sazón esposa del director Maya Rudolph—, el papel del candidato es interpretado por el realizador Benny Safdie con las dosis justas de idealismo y secreto. Introduce aquí Anderson, por cierto, una referencia a Taxi Driver: la figura de un inquietante merodeador que ronda la sede de campaña y tiene la función de recordarnos que los años 70 están saturados de paranoia. Hay incluso razones para pensar que uno de los subtextos del film es el giro que se produce en las democracias occidentales, en particular en la norteamericana, con motivo de la crisis del petróleo que estalla en septiembre de 1973 y que los protagonistas viven con la distancia que corresponde a su edad: como una circunstancia más para la diversión que, no obstante, arruina su boyante negocio de venta por correspondencia de camas de agua.

Fracasada su incursión en la política por la duplicidad del candidato —homosexual que atormenta a su novio— y gastado asimismo el brillo del viejo Hollywood con el divertidísimo episodio del salto en moto del decadente trasunto de William Holden al que interpreta Sean Penn, Alana comprende que no puede huir de la atracción que Gary siente por ella: también ella la siente. Anderson nos regala una preciosa secuencia que mezcla el presente con el pasado: a medida que Gary corre en busca de Alana y Alana corre en busca de Gary, el montaje alterno nos devuelve las distintas carreras que a lo largo de la película cada uno ha hecho en pos del otro; la película rememora su propia —breve— historia. Tal como mandan los cánones, Licorice Pizza termina cuando empieza la relación amorosa: ya hemos visto lo más interesante y el destino de la pareja no nos concierne. Como dicen los anglosajones, eso es otra historia.

Y eso es así, especialmente, en una película que nos presenta una visión subjetivizada de la realidad —como Anderson hacía ya en Pozos de ambición, Punch-Drunk Love, The Master o Phantom Thread— que en esta ocasión incorpora además fuertes dosis de idealización autoconsciente. Es natural: tampoco las cosas que pasaban en las comedias de Hawks sucedían tal cual en el mundo real, aunque hubiera personas en el mundo real empeñadas en imitarlas tras salir del cine. No estamos en el campo del realismo; tampoco en la fantasía felliniana. Se trata de un lugar intermedio donde el punto de vista de los protagonistas es asumido por el narrador y contiene un cierto elemento de ensoñación retrospectiva: el dueño del restaurante japonés no sabe japonés aunque se casa con mujeres japonesas, Gary y sus amigos son recibidos por el maître del elegante Tail O’ The cock con la mayor naturalidad y toda la escena de la feria comercial teen está rodeada por un halo de falso misterio que —insistentes percusiones mediante— tiene por momentos, esta vez sí, algo de felliniano.

Nada de esto funcionaría —o funcionaría mal— sin la puesta en escena del dotado Anderson, que ha vuelto a rodar en celuloide con cámaras Panavision con objeto de aprovechar su superioridad a la hora de evocar un tiempo pasado que sin embargo nos es aún cercano. En particular, la elección de las lentes vino determinada por el propósito de imitar el tipo de imagen que asociamos al cine de los años 70. A eso hay que añadir la reconocible impronta visual del director, que si bien sigue moviendo la cámara con habilidad ha perdido —con los años— la necesidad de exhibirse gratuitamente; la película se mueve velozmente sin apresurarse y se toma su tiempo para darse prisa. La música del genial Jonny Greenwood se ve acompañada por un extraordinario catálogo de canciones del momento, introducidas siempre en el momento más oportuno: si escuchamos Life on Mars es por el extrañamiento repentino que causa la imagen de los coches que se acumulan en la entrada de las gasolineras o se detienen en plena calzada tras estallar la crisis del petróleo. Tenemos muchos primeros planos de los intensos protagonistas y un diseño de producción impecable; el ritmo no decae en ningún momento y el guión está lleno de hallazgos cómicos en una época en la que resulta cada vez más raro encontrarse con comedias convincentes.

Por lo demás, Licorice Pizza es la apuesta por una película donde la épica no está en las grandes epopeyas protagonizadas por individuos bigger than life, pero tampoco se aleja demasiado de los grandes temas de Anderson: se habla también aquí de la sociedad estadounidense y del sueño americano de la mano de un personaje tan obsesivo y megalomaníaco como casi todos sus protagonistas, si bien Gary es más entrañable que disfuncional y no quiere hacerse rico ni promulgar un nuevo credo. A su manera, es un representante de la ideología americana: un joven empresario lleno de inventiva que prueba suerte a la sombra de Hollywood y vende absurdas camas de agua a quien quiera comprarlas. Ya se ha dicho que la crisis del petróleo cumple un papel simbólico en la narración, marcando el momento que separa las ilusiones de la posguerra fría en los países desarrollados de los temores decrecentistas de hoy. Es injusto, claro: aquel mundo era peor para casi todos. Pero hay algo en la energía juvenil que mueve a los personajes que se diría perdido en la avejentada sociedad occidental contemporánea, que se refugia en el presente en lugar de proyectarse jubilosamente hacia el futuro. Así que la película puede leerse, incluso, como una elegía: porque una vez fuimos jóvenes. Claro que podemos volver a serlo: solo hay que ver Licorice Pizza y dejarse arrastrar por su ritmo desenfrenado. Porque la vida no es un plano secuencia, pero podemos jugar a creerlo durante un rato.

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