THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Volveréis: gozosa repetición, misteriosa diferencia

«El genio de Jonás Trueba consiste en plantear una ‘screwball’ al revés: una comedia triste que avanza por medio de la repetición acumulativa»

Rancho Notorious
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Volveréis: gozosa repetición, misteriosa diferencia

Jonás Trueba (c) posa junto a los actores Itsaso Arana (i) y Vito Sanz (d). | Mariscal (EFE)

Ha llegado a nuestras pantallas la nueva película de Jonás Trueba, quien tras su éxito en Francia con La virgen de agosto ha empezado a colaborar con la productora de Sylvie Pialat —viuda del gran cineasta Maurice Pialat— y compitió con éxito en la Quincena de Realizadores del último Festival de Cannes; al igual que le sucede a Albert Serra, otro de nuestros pocos auteurs, su destino parece afrancesarse y eso dice algo del estado de nuestra industria.

Pero como el estado de nuestra industria se discute al menos desde que Juan Antonio Bardem lanzase su conocida filípica en las Conversaciones de Salamanca allá por 1955, nos limitaremos aquí a celebrar que Trueba haya encontrado la mejor manera posible de cofinanciar y promocionar sus películas más allá de nuestras fronteras; sería deseable que una obra de madurez como Volveréis le haga ganar prestigio en los mercados internacionales. Y lo sería por una sencilla razón: que incluso un cineasta tan artesanal y madrileño como Trueba, que rueda con una troupe de fieles colaboradores y maneja modestos presupuestos, tendrá más posibilidades de seguir haciendo cine si su obra obtiene reconocimiento industrial y crítico, además de popular. Máxime cuando Volveréis demuestra —por si hacía falta— que la pequeña escala no está reñida con la búsqueda de la excelencia artística.

Hay muchas maneras de ver Volveréis, que es para empezar un homenaje nada estéril al cine clásico de Hollywood. De hecho, el título puede interpretarse de manera alternativa como una referencia al futuro del medio cinematográfico: el cine volverá al pasado, porque al cineasta de hoy le compete mantener viva una tradición gloriosa y cambiante que no debemos contemplar con nostalgia sino con viva emoción, curiosidad intelectual y conciencia histórica.

En particular, Volveréis se alimenta del género de la screwball comedy que nace con Sucedió una noche y La comedia de la vida, ambas de 1934, y luego prospera durante los años 30 hasta declinar en la segunda mitad de los 40, cerrándose a lo grande con La novia era él en 1949. Sus maestros son conocidos: Capra, Cukor, Hawks, Leisen, La Cava, Lubitsch, Sturges, Stevens. Eso no quiere decir que la screwball haya desaparecido o dejado de ejercer influencia sobre el cine posterior: Bogdanovich hizo más de una y el propio Fernando Trueba —actor en Volveréis— probó suerte en Two much; también se miran en ese espejo las más recientes Toni Erdmann y Licorice Pizza.

Conviene subrayar no obstante que Volveréis no es una screwball comedy ni pretende serlo; se trata más bien de su deconstrucción reflexiva. Porque aquellas comedias portentosas se basaban en un ritmo vertiginoso y unos diálogos veloces, abundando en situaciones absurdas y juegos de identidad, así como en dobles sentidos que trataban de burlar a unos censores tan rígidos que no dejaban a los matrimonios dormir en una misma cama. Sus personajes solían ser individuos excéntricos que se ven envueltos en tramas que parecen cobrar vida propia sin que ellos puedan evitarlo, a menudo impulsados por un enamoramiento inconveniente que les desvía de un compromiso previo: así sucede con Cary Grant en La fiera de mi niña y con James Stewart en Historias de Filadelfia. Pero, como escribe Dolores Milberg en su estudio sobre el género, la screwball también hace estallar la burbuja de la pomposidad y se ríe de quienes componen una estructura social artificiosa, así como de instituciones tan sagradas por aquel entonces como el amor, el matrimonio o la familia.

El genio de Jonás Trueba en Volveréis consiste en plantear una screwball al revés: una comedia triste que avanza por medio de la repetición acumulativa y da la vuelta a una de las premisas argumentales más habituales de la comedia loca norteamericana. Porque si en ella abundaban las historias de recasamiento, como demostró el filósofo Stanley Cavell, en la que una pareja separada vive una aventura que los reúne de nuevo y de nuevo los casa, Volveréis nos cuenta «una boda al revés»: la peripecia de una pareja que lleva unida 14 años y decide separarse de mutuo acuerdo ante el deterioro de su relación, no sin antes tomar la palabra al padre de la novia y celebrar una fiesta destinada a festejar el nuevo comienzo que supone el final de su vida en común.

Sucede que la preparación de la fiesta transcurre sin apenas roces entre Álex (Vito Sanz) y Alejandra (Itsaso Arana), lo que pone en cuestión las razones por las cuales iban a separarse; a la manera de una declaración con valor performativo, ambos se pasan la película diciendo a amigos y familiares que van a romper, pero que están muy bien y no hay que preocuparse; tan bien están que van a dar una fiesta. Será el 22 de septiembre, último día del verano: en el otoño que nos devuelve a la realidad de las preocupaciones.

En ese proceso tiene lugar la repetición —la decisión y el anuncio se comunican a familiares, vecinos, amigos e incluso al fontanero— que va generando una diferencia, porque cada vez que dicen lo que dicen es distinta de la anterior y cada vez está menos claro que la separación sea una buena idea o así podemos advinarlo. Esa repetición es diferente a la que se convierte en objeto de reflexión cuando el padre de la novia —interpretado de manera impecable por Fernando Trueba— recomienda a su hija que lea al Kierkegaard de La repetición y ella termina por leer algunos pasajes junto a Álex en el tercio final del film, cuando ambos se han ido a la cama en el último momento de la mudanza y no está nada claro que vayan a consumar la ruptura; porque también las rupturas tienen que consumarse.

Hay que suponer que ambos comprenden el valor que tiene el «amor-repetición» del que habla el filósofo danés: uno que aprecia lo cotidiano como un espacio previsible donde se reproduce a diario la razón del vínculo entre los amantes y sabe ser paciente con los defectos del otro. Esa aceptación de lo conocido —que es también la renuncia a hacer realidad la fantasía con la que compensamos los sinsabores de la cotidianidad— asoma también en la lectura que Álex hace de 10, la mujer perfecta, comedia de Blake Edwards que a su juicio es una crítica de la masculinidad procaz y una defensa del matrimonio; sobre eso habla con una Alejandra que la interpreta como «película adolescente y pajillera» y con un amigo divorciado, interpretado con mucha gracia por Jon Viar, para quien una separación sin hijos no pasa de ser «una anécdota». El tema de la maternidad aún no realizada, del conflicto que plantea con la carrera profesional (de ella) o el deseo de independencia (de él), se pone también sobre la mesa sin tremendismo alguno.

Pero el padre también da a su hija dos libros de Cavell, quien ya había sido citado en La virgen de agosto: la noción del perfeccionismo que maneja este pensador emersoniano, defensor de la posibilidad de refinar la vida por medio de la atención a sus detalles, encaja como un guante en el imaginario de Jonás Trueba. Además del libro sobre la comedia de recasamiento, Trueba presta a Arana un librito de ensayos donde se defiende la tesis de que el cine puede hacernos mejores; y, como dice el primero, «¿qué puede hacer un padre con sus hijos sino darles bibliografía?».

El intercambio sigue a una escena inesperadamente grave: cuando Alejandra va a casa de su padre —un chalet con jardín que recuerda a las que pueblan las sobremesas veraniegas del cine francés— y le cuenta que va a separarse y a hacer una fiesta siguiendo su consejo, él se muestra turbado y contrariado. El librepensador más o menos frívolo deja paso al progenitor concernido por el bienestar de su hija, a quien aclara que esa idea suya pertenece al género de «cosas que se dicen, pero no se hacen»; intuimos que teme haber influido en una decisión que entiende negativa para Alejandra. Jonás Trueba filma luego varios primeros planos del padre pensativo; durante ese interludio tiene la idea de sugerirle unas lecturas que tal vez podrían hacerle cambiar de opinión.

El realizador está aquí rindiendo un sentido tributo a su padre y honrando asimismo a la comedia screwball, donde el padre de la protagonista juega siempre un papel fundamental: del Walter Connolly que lucha en vano contra el anarquismo de Claudete Colbert en Sucedió una noche al Eugene Pallette que intenta gestionar a su caótica familia en Al servicio de las damas, sin olvidarnos de la compleja relación que Tracy Lords (o sea Katherine Hepburn) mantiene con su padre adúltero (John Halliday) en Historias de Filadelfia.

«Ni siquiera está claro que lo que tengamos delante sea la representación imaginaria de unos acontecimientos recreados por Jonás Trueba en su película»

Al final de la secuencia que transcurre en la casa del padre de Alejandra, Trueba hace un fundido en negro y sobreimpresiona una leyenda que dice «aquí podrían ir los créditos», mientras se oye un breve diálogo en inglés con sonoridad de cine clásico: el aficionado reconocerá la voz de Katherine Hepburn y escuchará a Traci Lords reconciliarse con su padre, que ha vuelto a casa tras poner fin a su aventura con una corista y se muestra exultante después de reconciliarse con su hija. No es la única referencia a la joya cinematográfica firmada por George Cukor: el corte de pelo de Alejandra, su querencia por un pijama de seda y la ropa que ambos eligen para la fiesta —lentejuelas y chaqué— pueden entenderse como alusiones a Historias de Filadelfia.

Sucede que ni siquiera está claro que lo que tengamos delante sea la representación imaginaria de unos acontecimientos recreados por Jonás Trueba en su película; las fronteras entre cine y vida quedan desdibujadas cuando constatamos que Alejandra está rodando un film protagonizado por Álex: uno que narra los mismos acontecimientos que Volveréis. Es algo que averiguamos cuando por primera vez en la narración Álex y Alejandra dejan de compartir el mismo espacio: los hemos visto en la casa, donde Trueba recurre a la split screen para subrayar la distancia que media entre uno y otro, así como visitando un piso; cuando se separan, Álex da un paseo… que vemos reproducido en la pantalla de la sala de montaje. ¿Dónde está la vida real? ¿Y dónde está el cine? Trueba no necesitaba hacer esto para que Volveréis fuera una película excelente; podríamos discutir si este aspecto metacinematográfico añade algo sustantivo al film.

Por otro lado, la maniobra está ejecutada con discreción y sutileza, de tal manera que no se funciona como un artificio indeseable sino que aporta una capa de significado que acaso remita al desdoblamiento entre vida, cine y teatro que encontramos en Rivette o Bergman. Este último aparece invocado aquí de una manera divertida: el actor al que interpreta Francesco Carril regala a Alejandra un «tarot bergmaniano» que sirve para interpretar el pasado y el presente y adivinar el futuro. No es necesario añadir que Secretos de un matrimonio —película y serie televisiva de Ingmar Bergman— late por debajo de Volveréis, que no obstante rehúye la solemnidad que el sueco daba a su exploración de la amargura conyugal.

Pero esa confianza en el azar es asimismo un guiño a El rayo verde, película que tiene bastante más en común con Volveréis de lo que pudiera parecer: hay en ella repetición y búsqueda, un verano y un final que solo es feliz en apariencia. El estilo de Trueba es, desde luego, cercano al de Rohmer; abundan aquí los planos amplios, en los que varios personajes hablan entre sí sin apenas cortes: es excelente el plano sostenido en el que Alejandra comunica a su padre la separación en el jardín de la casa familiar. Y, por cierto, el uso de la música en Volveréis —no hablo de las canciones pop, sino de esa melodía que combina las cuerdas y la flauta— recuerda a la fábula estival del director francés.

«Mi única reserva —bastante menor— concierne a la parte final de la película, que se desordena de manera deliberada»

Por lo demás, la película ofrece ingeniosamente su propio comentario: cuando Alejandra muestra a sus amigos un primer montaje del film, algunos de ellos hacen comentarios interesantes acerca del ritmo, la duración o su naturaleza —película circular o lineal, dice el también cineasta Sigfrid Monleón en ese encuentro— que bien pueden parecerse a las reservas potenciales del crítico; el corolario de la secuencia es que Trueba, Arana y Sanz (los tres son guionistas) saben lo que se hacen. Y no descartemos que todo sea un sueño: la misteriosa secuencia inicial muestra a la pareja que habla sobre la separación en plena noche, vuelve a dormirse y se despierta a causa de una tormenta veraniega… por la mañana, la luz ha cambiado, el color de las cosas es otro y no sabemos qué terreno pisamos. He ahí la paradoja feliz de un cine que parece realista y apegado a la vida, que ni siquiera admite que vida y cine puedan separarse, pero que a la vez nos coloca en un plano distinto al de la realidad e ironiza —si me lo permiten— sobre su propia ontología.

Mi única reserva —bastante menor— concierne a la parte final de la película, que se desordena de manera deliberada y sin embargo tal vez habría ganado con una mayor concisión: después de la magnífica secuencia en la que Alejandra rueda una self-tape de Álex (Vito Sanz está impecable aquí) en la que este interpreta a un personaje al borde de la ruptura, queda claro que ambos se han hecho conscientes de la gravedad del paso que van a dar; el posterior encuentro sexual de los protagonistas, que sugiere un reencuentro de última hora, bien podría haber quedado sugerido antes que mostrado. En todo caso, la película desemboca en esa lúdica culminación que es la fiesta prometida, aunque ya no sepamos si celebra la ruptura o la continuidad de la pareja. En cualquier caso, el encuentro festeja una vida que lo tiene todo dentro. Incluido, claro, el cine: siempre igual, siempre diferente. ¡Volveremos!

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