THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Dos semanas sin David Lynch

«Talento verdaderamente original cuyo cine está atravesado por el romanticismo y el humor, deja una obra relativamente corta pero llamada a perdurar»

Rancho Notorious
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Dos semanas sin David Lynch

El cineasta David Lynch mostrando el león de oro que obtuvo en el festival de Venecia en 2006. | Gian Mattia D'Alberto (Zuma Press)

La marcha funeraria del Hollywood posclásico ha empezado a sonar: David Lynch ha muerto de manera inesperada —aunque poco sorprendente para quienes sabíamos que vivía confinado en su casa debido a un enfisema pulmonar— y solo es el primero de una larga lista que engrosarán en los próximos años, ley de vida, creadores como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Woody Allen, Clint Eastwood, Brian de Palma o Steven Spielberg; ya nos dejaron entre otros Michael Cimino, Robert Altman, Arthur Penn, Bob Rafelson y William Friedkin. Súmense a ellos los actores que, desde Robert de Niro a Al Pacino, dieron rostro al nuevo cine americano y supieron mantenerse con fuerza en la industria pese a sus sucesivas transformaciones.

Sin embargo, ha habido algo especial en la muerte de Lynch; millones de aficionados del mundo entero han glosado su figura y comentado sus películas en los foros disponibles —con especial protagonismo de las redes sociales— imbuidos por un sentimiento genuino de tristeza. Y si no era genuino, estaba muy bien impostado. Pero es una tristeza creíble, ya que el personaje Lynch era muy querido; tal vez porque se lo consideraba idéntico a la persona Lynch: cuando nos daba alegremente los buenos días a través de Twitter en los últimos años, uno tenía la impresión de que quería dárnoslos de verdad. Cabe esperar que el fallecimiento de Scorsese genere una oleada de afecto similar; su cine tiene más incondicionales que el de su colega y él mismo se ha distinguido como un verdadero campeón de la restauración y divulgación del cine: clásico y moderno, norteamericano e internacional. Por añadidura, se nos ha hecho entrañable en las redes sociales gracias a los vídeos que graba su hija Francesca. Pero no nos adelantemos: larga vida al gran Marty.

Hay una razón adicional que —mitomanías al margen— explica el impacto formidable que ha tenido la muerte de Lynch, a saber: la singular naturaleza de sus películas y el hecho de que varias cohortes generacionales hayan tenido la ocasión de verlas en salas. A lo que hay que añadir, por supuesto, el éxito de Twin Peaks cuando la televisión era todavía un acontecimiento familiar. No sorprende así que Danny Leigh, crítico cinematográfico de Financial Times, haya dicho que optó por el cine como profesión cuando vio Terciopelo azul a los 15 años: se apasionó por el cine de Lynch antes que por el cine en su conjunto. Sabedor de que Lynch se mostraba reacio a explicar sus películas, por entender que una vez hechas están abiertas a la interpretación de los espectadores y no necesitan de la guía que pueda ofrecer su realizador, nunca quiso entrevistarlo.

No es una cuestión menor: las películas de Lynch encierran siempre un misterio y lo hacen de manera peculiar, pues no se trata de un misterio llamado a revelarse por completo. Resultan de ello películas enigmáticas que parecen dirigirse personalmente a cada uno de sus espectadores, lo que genera una sensación de intimidad que adensa la experiencia de quien se sienta a verlas. Pasa con ellas lo contrario que con el cine que propone estereotipos gastados y fórmulas mil veces vistas; cuando Lynch nos habla a través de sus imágenes y sonidos, sentimos que hay alguien al otro lado. Nos sentimos interpelados. Y de ahí la sensación de que se ha ido alguien que formaba parte de nuestra vida.

Todo esto hay que entenderlo rectamente. Mucho se ha discutido estas semanas acerca de la inteligibilidad del cine de nuestro hombre, cuya filmografía conoce distintos niveles de hermetismo: Lost Highway, Mulholland Drive e Inland Empire son seguramente sus narraciones más difíciles, por tener una trama —la famosa trama— que se discierne más dificultosamente. En otras ocasiones, como Eraserhead o Terciopelo azul, el problema para el espectador no consiste en determinar qué ha ocurrido sino, más bien, qué significa eso que ha ocurrido. Twin Peaks es un caso especial, ya que empieza planteando un clásico whodunit y enseguida se convierte en algo muy distinto; una obra en marcha cuyo nivel de experimentalidad no hace más que intensificarse según se suceden los episodios: muchos abandonaron a la altura de Fuego, camina conmigo o se desesperaron con la tercera temporada.

«Si Lynch nos interesa, es porque sabemos que sus películas son la invitación a participar de un misterio que puede ser descifrado»

Todavía recuerdo aquella columna de Maruja Torres, indignada en El País porque se cerraba la primera temporada de la serie y nadie le había dicho quién mató a Laura Palmer… Por último, nadie parece tener dificultades para comprender El hombre elefante o Una historia verdadera, presentadas habitualmente como ejemplificaciones de un Lynch «clásico» a salvo de rarezas; aunque ambas sean mucho más «lynchianas» de lo que parece. En cuanto a Dune, tampoco presenta excesivas complicaciones, salvo que uno se haga un lío con las facciones que se disputan el control del universo en la saga de Frank Herbert o se ponga nervioso cuando tiene delante a unos gusanos gigantes en medio de un planeta desértico.

Ahora bien: que el cine de Lynch explore el misterio, abunde en imágenes chocantes o se despliegue a través de narraciones que poseen un grado variable de opacidad no lo convierte automáticamente en un cine ininteligible ni justifica una recepción basada únicamente en el disfrute sensorial de las imágenes. Porque esas imágenes dicen algo, incluso si no sabemos de qué se trata o mantienen su ambivalencia incluso después de que las hayamos discutido. Algunos parecen solazarse en la idea de que Lynch no obliga a «comprender» sus películas, emancipándonos de la penosa servidumbre que consiste en dar sentido a aquello que parece no tenerlo. ¡Por fin libres! Pero si a uno le gustan las imágenes cautivadoras desvinculadas de cualquier narración y privadas de todo significado, ¿por qué no cultiva el videoarte? Si Lynch nos interesa, es precisamente porque sabemos que sus películas son la invitación a participar de un misterio que puede ser parcialmente descifrado; y que puede serlo de distintas, aunque no de infinitas, maneras. Al igual que sucede con su pintura, vocación primera del cineasta, hay algo ahí.

De modo que sus imágenes no son «solo una imagen», por decirlo con Godard, aunque ninguna imagen sea otra cosa que una imagen. En el caso de Lynch, como ha explicado con brillantez Madison Bloom en Pitchfork, el sonido es crucial: «Un gruñido nacido de las entrañas recorre los fotogramas de las películas de David Lynch», escribe; un «rugido infernal» que hace imposible el silencio y parece evocar el estruendo causado por las fábricas de aquella Filadelfia donde estudió arte; la misma que procedió a exorcizar en la chocante Eraserhead. Lynch no necesita mucho: cuando la cámara se desplaza y suena ese sordo rumor, sentimos que algo inquietante puede suceder; como si la realidad estuviera sometida a tensiones que en condiciones normales no logramos percibir. Juegan asimismo un papel determinante en sus películas la música de Angelo Badalamenti y las canciones de todas las épocas, aunque muchas de los años 50, ya sean en su versión original o en sus distintas reformulaciones y distorsiones; algunas de ellas, dicho sea de paso, se encuentran en los álbumes firmados por Lynch en colaboración con distintos músicos.

Guardan un lugar privilegiado en nuestra memoria In Heaven, canción del propio Lynch que sale de una radio en Eraserhead y será luego objeto de una estupenda versión a cargo de los Pixies; la Blue Velvet de Bobby Vinton, tal como la interpreta Isabella Rossellini en la película del mismo título; la espléndida In Dreams de Roy Orbison, que Dean Stockwell simula cantar en ese mismo film que y sonará también cuando Frank Booth y sus secuaces golpean al joven Jeffrey en un descampado, mientras una de las extrañas mujeres que forman parte del cortejo mafioso de Lumbertown baila sobre el techo del coche… Sin olvidarnos del rugido de la guitarra de Powermad que llena la pantalla cuando Nicholas Cage mata a su asaltante al comienzo de Corazón salvaje; las formidables Im Deranged de David Bowie y Magic Moment de Lou Reed en Carretera perdida; la versión española de Crying, debida de nuevo a Roy Orbison, interpretada por Rebekah del Rio en el Club Silencio de Mulholland Drive; y, por supuesto, las canciones de Julee Cruise en Blue Velvet y Twin Peaks. ¡Casi nada! Y eso que hay, como sabe cualquier amante de su cine, muchas más.

«Lynch fractura la narración clásica»

Pero a lo que íbamos: que las películas de Lynch estén llenas de imágenes y símbolos cuyo significado no es inmediatamente accesible no nos permite deducir que él no quiera decir nada con ellas, ni que estemos dispensados de hacer el esfuerzo por averiguar de qué se trata. Desde luego, Lynch fractura la narración clásica. Pero ni siquiera en sus experimentos más radicales, como Inland Empire, podemos afirmar que no hay unos hechos o sucedidos cuya transmisión al espectador se ve complicada de distintas maneras; ya sea por la dislocación cronológica, el solapamiento de distintos puntos de vista, la inserción de líneas narrativas aparentemente desligadas o, en fin, el recurso a composiciones metafóricas que podemos atribuir al realizador o a la subjetividad de alguno de los personajes.

Las dos protagonistas de ‘Mulholland Drive’, Naomi Watts (d) y Laura Harring (i). | Vertigo Films

Podemos hacernos una idea de lo que sucede con estos últimos en Carretera perdida y Mulholland Drive, siempre y cuando estemos dispuestos a verlas al menos un par de veces y queramos pensar un rato sobre ellas; no son falsos acertijos de solución imposible. Tampoco quiere decirse que todo en ellas tenga un sentido preciso: en el proceso de descomposición psíquica que sufre el protagonista de Carretera perdida, saxofonista que ha matado a su mujer y sueña en la cárcel una historia alternativa antes de ser ejecutado en la silla eléctrica, aparece un hombrecillo grotesco cuya primera aparición resulta terrorífica: se dirige al músico en medio de una fiesta y le pide que llame a su casa, donde él mismo le contesta. Reaparecerá luego, primero como enemigo y luego como colaborador del homicida: ¿es su conciencia? ¿O algo distinto? Es igual: no tenemos que comprenderlo todo, pero eso es muy distinto que no comprender nada.

En ese sentido, al igual que hacían los surrealistas o Hitchcock, Lynch reviste a los objetos de un aura propia, lo que sirve a su propósito de explorar el anverso de la cotidianidad. Porque Lynch es un cineasta dedicado a desvelar lo oculto, o, si se quiere, a postular la tesis de que la realidad visible no agota la realidad existente. Y ese otro lado está en la sociedad —oculta en moteles o cabañas o bosques donde parece concentrarse toda la pérfida extrañeza del mundo— tanto como en el interior de un individuo capaz de las mayores atrocidades. Recordemos la pregunta que la adolescente Laura Dern dirige a Kyle Mclachlan en Terciopelo azul, cuando el personaje interpretado por este último se empeña en investigar el misterio que hay detrás de la oreja cortada que ha encontrado en el campo: «¿Qué eres, un detective o un pervertido?». ¡Buena pregunta! ¿Qué es Lynch? ¿Y qué somos nosotros?

Por este camino, acaso sea posible ofrecer una definición tentativa de «lynchiano» como manifestación de lo sublime grotesco en la vida cotidiana; una manifestación que se produce a través de canales variopintos y que adopta formas diversas, caracterizadas todas ellas sin embargo por su extraña familiaridad. «El mundo es salvaje por dentro y raro por fuera», dice Lula en Corazón salvaje. Pero solo es raro cuando lo raro se manifiesta; o bien cuando miramos lo ordinario con otros ojos: una araña, una vela, una caja. Terciopelo azul lo deja bien claro: quien busca una piedra en la maleza, puede topar con los restos de una oreja humana; el saludo del bombero que hace su ronda en las idílicas calles del barrio suburbial contrasta con las perversiones que se esconden en el interior de la comunidad. Y el pájaro al que contemplan arrobados en el hogareño desenlace, símbolo de una naturaleza armónica, sujeta en su pico al insecto que está a punto de comerse.

«La dimensión cósmica de su cine es coherente con su visión del universo como una pugna eterna entre el Bien y el Mal»

Digamos sin embargo que la comunidad rural no es, ni mucho menos, el único escenario de las películas de Lynch; aunque Terciopelo azul y Twin Peaks se desarrollen en ellas. Su cine transcurre asimismo en la Filadelfia industrial, en el Londres victoriano, en los desiertos del sudoeste americano, naturalmente en Los Ángeles y, no se olvide, en el espacio exterior. Tomemos la infravalorada Dune, que antes de las batallitas que estropean su tercio final está llena de hallazgos visuales y recursos inventivos; para facilitar al espectador la comprensión de lo que sucede en los 140 minutos que comprimen a duras penas las 400 páginas de la novela de ciencia-ficción más vendida jamás, Lynch inserta en off lo que se dicen a sí mismos algunos personajes, a la manera de los bocadillos de texto de los tebeos. ¡Y funciona!

Pero el espacio exterior, representado por lo general mediante un cielo estrellado, aparece en el cine de Lynch de manera recurrente: al comienzo de Eraserhead, al final de El hombre elefante, en el transcurso de Una historia verdadera y, desde luego, en Twin Peaks 3, donde reparecen motivos visuales que ya estaban presentes en Dune: la extraña criatura babosa de gran tonelaje que parlamenta con el Emperador hace su viaje espacial en una especie de tetera, que recuerda a la cápsula donde está confinado el Agente Cooper en medio de ninguna parte en esos episodios finales. El cameo de David Bowie en Twin Peaks, por lo tanto, no es ninguna ocurrencia: algo hermana la obra de estos dos visionarios.

Esta dimensión cósmica del cine de Lynch es coherente con su visión del universo como sede de una pugna eterna entre el Bien y el Mal; Lynch, en definitiva, es un gnóstico. La joven Sandy sueña en Terciopelo azul con un mundo donde el amor, encarnado por los petirrojos, está ausente; hasta que un día los pájaros acuden en masa y la tristeza desaparece. El Comandante Briggs de Twin Peaks teme, enfrentado a las fuerzas del mal que han poseído al Agente Cooper, que el amor termine por no ser suficiente. ¿Y no encarna el bien Paul Atreides en Dune, mesías al que aguardan los oprimidos del planeta Arrakis? El bien y el mal se enfrentan también en el interior de nosotros: Dorothy Vallens añora a su hijo secuestrado, pero disfruta cuando la golpean en la cama; el joven Jeffrey la abofetea mientras hacen el amor y eso lo aproxima al diabólico Frank Booth, villano de primera categoría al que interpreta con desbordante energía Dennis Hopper.

En el justamente célebre episodio 8 de Twin Peaks 3, se propone que el mal tal como lo experimentamos los contemporáneos tiene su origen en los ensayos nucleares de los años 50. Se acepte o no esa explicación, Twin Peaks es un largo enfrentamiento entre el Bien y el Mal; un lucha a brazo partido que no gana nadie, porque nadie puede ganar. Para el gnóstico, o maniqueo, esa lucha es eterna y adopta una infinidad de formas: de ahí el espeluznante final de la serie, que nos condena a la repetición circular del asesinato y descarta cualquier redención.

«Lynch crea su propio género, si bien a veces canibaliza formas del noir o el melodrama»

En ese sentido, me cuesta ver a David Lynch como a un «cineasta de la tierra», tal como se lo ha llamado en alusión a su indudable «americanidad»; aunque Una historia verdadera y a ratos Twin Peaks explora los valores idealizados de la república, a los que Lynch otorga credibilidad suficiente, su cine se ocupa de manera predominante de eso que hemos llamado más arriba «sublime grotesco». Y si bien eso no lo convierte por sí solo en un cineasta para «modernos», como se ha dicho también, los clasicistas se inclinarán a rechazarlo: prefieren un cine legible y de caligrafía bien trazada.

Lynch es, sencillamente, un cineasta moderno que se ha hecho clásico; uno que se nutre de la tradición clásica que tan bien conoce. No es un clasicista, porque su talento es demasiado original; su cine es lo contrario que ese cine cuya norma está prefijada y solo puede ser respetada o ligeramente reformulada. Lynch crea su propio género, si bien a veces canibaliza formas del noir o el melodrama; cuando elige el molde clásico, como en El hombre elefante o Una historia verdadera, introduce en él rasgos de estilo —a veces humorísticos— que lo convierten en otra cosa.

Es importante hacer notar que Lynch conocía y amaba el cine clásico, hasta el punto de que quiso trabajar con actores pertenecientes a la tradición de los grandes estudios: Richard Beymer y Russ Tamblyn son actores de la MGM que aparecen en West Side Story y uno se encuentra en Twin Peaks. Pero hay más: Dean Stockwell fue un niño-actor en ese mismo estudio; Dennis Hopper trabajó con George Stevens y Nicholas Ray; Marvin Kaplan, el tío que viola a Laura Dern en Corazón salvaje, debutó con George Cukor. Y si Richard Farnsworth, protagonista de Una historia verdadera, hizo de soldado en Lo que el viento se llevó, el galán Chad Everett tenía una larga carrera detrás como actor en cine y televisión cuando comparte la salaz escena del casting con Naomi Watts en Mulholland Drive. En esa misma película, la vecina con aspecto de vidente es Ann Miller, actriz de la RKO y la MGM que llegó a aparecer en películas de los Hermanos Marx y Frank Capra antes de especializarse en el género musical. Lynch, en definitiva, sabía qué terreno pisaba.

Y, como es sabido, varias de sus películas se ocupan del lado oscuro de Hollywood: ya sea de manera indirecta, como en ese negrísimo neo-noir que es Carretera perdida, o directa, caso de Mulholland Drive y su reprise filmado en digital, Inland Empire. En la primera de esas películas, la huella de Hitchcock y Vértigo es imborrable: la esposa muerta reaparece como femme fatale en la segunda parte del film con otro nombre y teñida de rubia platino, como la Madeleine de la que se disfraza Judy en la película del director inglés; recordemos que en Twin Peaks, en cuyos televisores se sigue un serial televisivo que remite a los años de juventud de Lynch, aparece de golpe una chica que es idéntica a Laura Palmer y resulta ser su prima… ¡de nombre, Madeleine!

«Lynch propone una visita guiada a la fábrica de pesadillas que constituye el inevitable reverso de Hollywood»

Por otro lado, como ha destacado Elsa Fernández-Santos, Lynch siempre ha tenido fijación por la figura de Marilyn Monroe como arquetipo de la estrella que termina destruida por la maquinaria de la industria; de eso se ocupan Mulholland Drive e Inland Empire, que llega a mostrar con imágenes de aire documental la decadencia contemporánea de Sunset Boulevard y su Paseo de las Estrellas. Reconociendo la fuerza que ejerce la cara visible de Hollywood como fábrica de sueños, Lynch tiene interés por echar un vistazo debajo de la alfombra; propone una visita guiada a la fábrica de pesadillas que constituye su inevitable reverso.

Talento verdaderamente original cuyo cine está atravesado por el romanticismo y el humor, David Lynch deja una obra fílmica relativamente corta —diez largometrajes y una serie televisiva— pero llamada a perdurar: caminará con nosotros. Y nosotros, fascinados por sus misterios, con ella.

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