The Objective
Manuel Arias Maldonado

Bob Dylan en Hollywood

«La película de James Mangold hace exactamente lo contrario que Dylan en directo: en lugar de reinventar las convenciones del ‘biopic’, se recrea en ellas sin complejos»

Rancho Notorious
Bob Dylan en Hollywood

Timothée Chalamet en la piel del legendario cantautor Bob Dylan. | 20th Century Studios España

Dado que Bob Dylan lleva desde 1988 embarcado en un Never Ending Tour del que han salido por ahora más de 3.000 conciertos, pocos son los aficionados a la música que ignoran su particular manera de afrontar la interpretación de su incomparable repertorio: Dylan reinventa sus canciones, incluyendo las más conocidas, hasta el punto de que muchas de ellas son difíciles de identificar en un primer (o segundo) momento. Si alguien quiere pruebas de ese peculiar talento que se ponga Shadow Kingdom, reciente álbum de estudio en el que graba algunos de sus hits —canciones como Queen Jane Approximately o Forever Young— a la manera de uno de sus varios estilos tardíos.

Para quienes acuden a sus conciertos movidos por el recuerdo de esos viejos himnos, perdida ya hace tiempo la familiaridad con el artista y los formidables LPs que ha ido sacando en los últimos 30 años, la experiencia puede ser frustrante: ¡no se entiende nada! Hay incluso quien se siente estafado. Pero ahí está la gracia: pasados los 80 años y con 55 álbumes a su nombre, Dylan sigue fiel a sí mismo; la infidelidad es su divisa. De manera que no sabemos quién es y él mismo ha terminado por persuadirnos de que eso carece de la menor importancia.

A Complete Unknown, la película de James Mangold que llega ahora a los cines, hace exactamente lo contrario que Dylan en directo: en lugar de reinventar las convenciones del biopic hollywoodense, se recrea en ellas sin complejos. Por contraste con el desconocido al que alude el título, sacado de un verso de Like a Rolling Stone y aplicable sin dificultad al propio Robert Zimmerman, alias Bob Dylan, a la película no cuesta nada conocerla; el placer que procura, de hecho, deriva de su previsibilidad y sobre ella se asienta. Vaya por delante que no hay nada malo en ello; Mangold sabe lo que se hace y cabe imaginar la película mediocre que otro realizador podría haber entregado con este mismo material. Pero es conveniente distinguir bien entre dos planos distintos: de un lado, la satisfacción que experimenta el espectador; de otro, la manera en que se concibe el film, indisociable de la búsqueda del efecto sobre ese mismo espectador. Vayamos, sin embargo, por partes.

En lugar de contar la entera vida del cantante de Duluth, Mangold centra su película en el corto periodo de tiempo que va del desembarco del desconocido Dylan en el Nueva York de 1961 y la edición de 1965 del festival de música folk de Newport; lo hace siguiendo de manera poco escrupulosa Dylan Goes Electric!, libro de Elijah Wald sobre esa singular peripecia. Recordemos que habíamos conocido ya el anverso de esos años de la mano de Llewyn Davis, ficticio cantante inventado por los Hermanos Coen que se esfuerza en vano por destacar en el circuito folk de Greenwich Village justo antes de la llegada del mismísimo Dylan.

Mangold hace como Larraín en sus biopics sobre Pablo Neruda o Jackie Kennedy: el personaje es explorado a partir de un episodio concreto y relevante de su existencia. Se nos ahorra así el arco temporal prolongado del biopic tradicional, que iba de la infancia a la muerte; recordemos, por ceñirnos a dos músicos, al Cole Porter interpretado por Cary Grant o al James Stewart que interpreta a Glenn Miller.

«Mangold apuesta por resaltar el carisma de un artista lleno de carisma, centrándose en su ruptura con el ‘folk’»

En todos estos casos, no obstante, se produce una glamurización del biografiado; también en las películas de Larraín o en la Priscilla Presley de Sofia Coppola, empeñados ambos en iluminar las dobleces de sus personajes. El contraejemplo más claro es una película como Van Gogh, de Maurice Pialat, en la que el cineasta francés despoja al pintor de cualquier aura y nos lo muestra trabajando de sol a sol en la campiña francesa, en trato cotidiano con los paisanos, preocupado por sus finanzas; el tipo de película que se puede hacer en Francia o en los márgenes de la industria norteamericana: Hollywood, recordemos, nos dio la estupenda El loco del pelo rojo con Kirk Douglas bañándose en los colores refulgentes que tanto gustaban a Vincente Minnelli.

En el caso de A Complete Unknown, hecha con indudable afecto, se apuesta por la vía hollywoodense sin ambages; la ventaja del episodio elegido es que concierne a la génesis del artista y del personaje, aproximándose con ello al primer documental de Scorsese sobre Dylan (No Direction Home, cuya banda sonora está compilada en el volumen 7 de las Bootleg Series) y deteniéndose justo antes de que tome el testigo D. A. Pennebaker en su formidable trabajo, cámara en mano, en Don’t Look Back, documental sobre la gira inglesa del año 1965 de un Dylan eléctrico que se refugia tras unas gafas de sol del acoso de prensa y aficionados.

Mangold apuesta por resaltar el carisma de un artista lleno de carisma, centrándose en su ruptura con el folk, o sea en la transición entre dos avatares tempranos de un hombre que parece haberlos ido coleccionando. Recordemos que Todd Haynes intentó hacer justo lo contrario en I’m Not There, poniendo en escena a un Dylan poliédrico y transformista con el que viajamos por distintas escenarios dentro de una narración que rehúye la linealidad.

Resumiendo: A Complete Unknown relata el proceso mediante el cual Dylan se convierte en ídolo de la comunidad folk y procede luego a traicionarla cogiendo la guitarra eléctrica para grabar Highway 61 Revisited, álbum que aparece en agosto de 1965… solo cinco meses después de la publicación de Bringing it All Back Home, donde de hecho Dylan ya se ha electrificado. Baste decir que este último álbum se abre con Subterranean Homesick Blues y Maggie’s Farm, una de las canciones que toca en Newport para indignación de un público escarnecido y tristeza de ese Pete Seeger que habría pedido a Dylan salvar el festival: para ello solo tiene que tocar un set acústico y hacer la revolución en otra parte. Persuadido de que los tiempos están cambiando, Zimmerman elige su propio camino. Print the legend!

«La controversia entre el núcleo dirigente de Newport y ese Dylan que escuchaba a los Kinks se relata de manera caricaturesca»

Para colmo de distorsiones, la película sitúa en Newport el famoso intercambio entre el espectador que llama Judas a Dylan y la poco memorable respuesta —«No te creo»— de este último; sabemos que eso pasó en Manchester durante el tour posterior y allí estaba Pennebaker para registrarlo. Lo cierto es que todo lo que rodea la controversia entre el núcleo dirigente de Newport y ese Dylan que escuchaba con entusiasmo a los Kinks y conocía de sobra el poderoso rock norteamericano de los 50 se relata en la película de manera caricaturesca, pasando por alto el hecho de que alguna banda eléctrica había tocado ya en el festival.

Por ahí anda Johnny Cash, a quien la película da con razón un lugar especial en la mitología del joven Dylan (sus maravillosas grabaciones a dos están disponibles en el volumen 17 de las Bootleg Series, Travellin’ Thru, que cubre el periodo que va entre 1967 y 1969); asunto distinto es la manera en que se lo representa en pantalla: convengamos que a Mangold le salió mejor en Walk the Line, su biopic del cantante de Arkansas.

De camino a su particular apoteosis, la película va preparando el terreno de manera poco disimulada: Dylan visita al desmejorado Woody Guthrie en el hospital, donde conoce a un Seeger inmaculado que vive en el campo junto a sus hijos y una esposa que hace punto antes de dormir («¡Mira, como yo!», exclamó una joven espectadora en la sesión a la que asistí); cuando Seeger lleva a Dylan en el coche, en cuya radio suena Little Richard, el primero insiste en catalogarlo como artista folk, pero el segundo se resiste. No en vano, dirá en varias ocasiones durante el metraje que él no cree en etiquetas y que vaya manía tienen todos con las malditas clasificaciones… ¡Mensajitos del guionista!

El recelo de Dylan hacia las limitaciones del folk nos proporciona, eso sí, la mejor frase de la película: tras pasar la noche con Joan Baez y declararse ella orgullosa autora de canciones propias, Dylan las compara con «an oil painting at the dentist office». Madison Bloom se malicia en la web de Pitchfork si, dado el contraste entre esa ingeniosa maldad y el resto del guion, no será una de las pocas líneas que el propio Dylan introdujo en este último cuando Mangold lo puso en sus manos.

«También la electrificación fue una etapa más, a la que Dylan volvería de distinta manera en ocasiones posteriores»

Hay más subrayados innecesarios: vemos al productor John Hammond decir en los estudios Columbia que la electrificación de Dylan va a molestar a mucha gente, tenemos que aceptar la caracterización de su mánager —Albert Grossman— como un petimetre ocupado apenas en sacar tajada, escuchamos a Seeger gritar a Dylan que cuidado con la motocicleta que tanto le gusta conducir… sabiendo como sabemos que en 1966 tuvo con ella un accidente que casi le cuesta la vida.

Y eso sí que hubiera cambiado la historia de la música popular; imaginen que nos hubiéramos perdido todos los álbumes que Dylan grabaría después. Entre ellos, por cierto, ese John Wesley Harding que supone su vuelta al folk en 1967, justo antes de explorar el country con Nashville Skyline; mientras tanto, había grabado con The Band las canciones de lo que luego serían The Basement Tapes, jubilosa exploración del cancionero tradicinal norteamericano y de la mitología del Oeste, publicadas oficialmente en 1975. En suma: también la electrificación fue una etapa más, a la que Dylan volvería de distinta manera en ocasiones posteriores.

A ese respecto, la película otorga al presunto escándalo de Newport un significado que no tiene; si bien aquello pudo ser una sacudida dentro del mundo folk, la música pop había iniciado ya un nuevo camino que contaba con sus ilustres precedentes: del rockabilly al rock de los 50. En la película se menciona de pasada a los Beatles, que ya eran un fenómeno de masas en los Estados Unidos; los Rolling Stones habían debutado en 1964, igual que Them con Van Morrison al mando.

Y si en la película se oye a los Kinks, también vemos a Baez tocar en directo una versión de House of the Rising Sun, tema popularizado por The Animals en el mismo 1964. Es el año del I Walk the Line de Johnny Cash; en activo estaban ya los Kingsmen, pronto lo estarían los Sonics. Quiere decirse con ello que el destino de la guitarra eléctrica no dependía de Bob Dylan, aunque sí puede decirse que Bob Dylan cogió las riendas de su destino al hacerse con ella.

«Dylan deja claro que no solo le angustiaba la fama, sino también el papel de profeta generacional que se le había asignado»

Y no solo estaba en juego su desino musical: en sus estupendas Crónicas, publicadas en 2004, Dylan deja claro que no solo le angustiaba la fama, sino también el papel de profeta generacional que se le había asignado y que procedió a rehazar para decepción de tantos. Digamos que Zimmerman saltó del bote generacional antes que el resto; de hecho, Mangold no parece tomarse demasiado en serio su compromiso político, que atribuye a la influencia de su pareja Suzie Rotolo. Esta aparece en la película con un nombre distinto, a fin de evitar problemas legales: por si alguien tuviera la idea de denunciar la superficialidad del retrato que de ella se hace.

Recordemos que la verdadera Rotolo se quedó embarazada del cantante y tuvo un aborto en 1963, hecho que podría haber dado la puntilla a su relación amorosa; poco más tarde, Dylan escribiría Ballad in Plain D, que no es la más respetuosa de las canciones y de la que andando el tiempo llegaría a arrepentirse. Nada de eso está en la película, donde la ruptura se atribuye —no sin razón— a la dificultad que comporta amar a alguien que se ha hecho famoso y vive para su música; aunque el romance con Joan Baez no ayudase demasiado.

Dicho esto, la película hace bien algunas cosas y así ha de reconocerse. Está bien filmada, aunque rehúya cualquier apuesta formal; las interpretaciones son convincentes, pese a que Chalamet está mejor cantando (los actores fueron grabados al natural) que interpretando al Dylan cotidiano; contiene muchas buenas canciones y una estupenda recreación de los escenarios originales. En lo que al propio Dylan se refiere, hay que aplaudir que se lo retrate como a una persona obsesionada con la música; si algo puede decirse de este midwesterner es que ha sido siempre muy trabajador.

Y Mangold expone con brillantez el impacto que produjo la aparición de un genio carismático cuyas composiciones sacudieron el mundillo musical y buena parte de la juventud norteamericana: nada podía detener a una fuerza de la naturaleza de complexión débil y carácter huidizo. La Joan Baez de Monica Barbaro lo expresa bien: cuando lo ve tocar Masters of War, se echa en sus brazos. Remata la faena la posterior secuencia en la que Dylan aparece en una televisión local tocando junto a un viejo bluesman, testimonio de la promiscuidad de sus fuentes de inspiración y de su capacidad para absorberlas.

«Dylan ha bendecido el film elogiando la interpretación de Chalamet»

Tiene gracia que, cuando Al Kooper se presenta en el estudio donde van a grabar Highway 61 Revisited, Dylan le dice que solo podría ganarse el puesto de guitarrista si fuera mejor que Blind Willie McTell, a quien nuestro hombre dedicó una canción legendaria que puede encontrarse —nadie entiende que se quedara fuera del álbum correspondiente— en el primer volumen de las mencionadas Bootleg Series. Ni corto ni perezoso, Al Kooper se cuela en el estudio y, sentándose en el órgano que estaba libre, clava a la primera la toma de Like a Rolling Stone: el Dylan de Chalamet sonríe y hay que suponer que el otro Dylan habrá hecho lo mismo al ver la secuencia.

Ahora bien: ¿por qué, pese a sus defectos e inexactitudes, funciona la película? ¿Por qué uno se deja arrastrar por ella mientras la ve, a sabiendas de sus licencias dramáticas y de la inverosimilitud de sus diálogos? Entiendo que la respuesta a estas preguntas será distinta según cuál sea el grado de familiaridad que cada espectador tenga con la obra y la vida de Dylan. Para los más jóvenes, lo que se cuenta es la historia de un rebelde cuyas canciones quizá escuchen por primera vez; muchos veteranos conocerán como poco lo esencial de su historia, que al fin y al cabo se enmarca en la década idiosincrática por excelencia: de la contracultura al asesinato de Kennedy, pasando por la muerte de Marylin y la lucha por los derechos civiles. Y los entendidos, entre ellos más de un mitómano, se sabrán al dedillo cada paso de la peripecia del joven Dylan.

A todos ellos se les ofrece una romantización de los hechos y de los personajes que juega en el terreno del mito. Dado que Dylan mismo ha usado siempre su imagen pública en defensa propia, se trata de un enfoque legítimo: si alguien quiere hacer una película sobre otro Dylan, no tiene más que buscar financiación. En uno de sus raros tuits, Dylan ha bendecido el film y recomendado el libro, elogiando la interpretación de Chalamet: «Va a ser del todo creíble haciendo de mí». Y añade: «O de una versión más joven de mí. O de otro yo».

Pero es indudable que se trata de la versión de Dylan que tiene más probabilidad de funcionar ante un público de masas. Se conoce menos al Dylan de mitad de los 70 (Scorsese dedicó un segundo documental a la gira de 1975, la producción de Netflix Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story); el Dylan que se convierte al cristianismo interesará a poca gente; y su resurrección artística a partir de mediados de los 90 no parece dar para una película dramática. Desde luego, su larga relación con Shirley Noznisky —alias Sara Dylan— tiene un gran potencial, ya que su largo matrimonio da cuatro hijos y la ruptura desemboca en la publicación del glorioso Blood on the Tracks; sin embargo, nadie parece dispuesto a hacer esa película.

«El aficionado disfruta con los distintos episodios de la vida del joven Dylan porque ya los conoce»

Tampoco le haríamos ascos a una que se ocupase de la participación de Dylan en Pat Garrett & Billy the Kid, el western de Sam Peckinpah donde él mismo actúa y para el que grabó una formidable banda sonora. Seamos realistas, sin embargo: como ya pasó con el film de Todd Haynes, nada de eso llena salas. Lo que las llena es ver al Bob Dylan de Timotheé Chalamet salir de la nada para arrasar con todo guitarra en mano.

Resulta así decisivo, como sucede con tantos otros biopics y con la mayoría de las películas «basadas en hechos reales», que la mayoría de los espectadores ya sabe a grandes rasgos lo que sucedió: si vemos a Kennedy saludar a la multitud que lo aplaude en Dallas, anticipamos el momento de los disparos que acabarán con su vida. En el caso de una película tan jubilosa como A Complete Unknown, el aficionado disfruta con los distintos episodios de la vida del joven Dylan porque ya los conoce; cuando ve la película experimenta a cada paso la emoción del reconocimiento. Esa sensación nos acompaña cuando vemos a Dylan visitar a Woody Guthrie y Pete Seeger, cuando aparecen Suzie Rotolo y Joan Baez, cuando Albert Grossman dice que Dylan es su cliente antes incluso de que se lo hayan presentado, cuando Dylan recibe una carta de su ídolo Johnny Cash.

Y no digamos cuando suenan los acordes de sus memorables canciones, que hemos escuchado miles de veces y nos complace encontrar ahí, en la pantalla, mientras vemos la película en compañía de espectadores de todas las edades: nos invade la felicidad del reconocimiento cuando Chalamet canta Masters of War, cuando compra el raro instrumento infantil que usará en Highway 61 Revisited, cuando se pone a escribir It’s Alright Ma (I’m Only Bleeding) en plena noche. Nos basta con escuchar unos acordes: por ahí resopla la ballena blanca. ¿Quién puede resistirse a eso? Mangold lo sabe. Y nos hace felices durante un buen rato.

Incluye la película, para terminar, un guiño para los amantes del cine clásico. Durante un paseo por Manhattan antes de hacerse amantes, Dylan convence a Sylvie para entrar al cine y ver La extraña pasajera; ya la ha visto y le parece espléndida. Firmada por Irving Rappner en 1942, la película es un vehículo para la gran Bette Davis que ha ido ganando estatus como film de culto en las últimas décadas; lo ha hecho gracias a la audacia con la que —siempre dentro de los cánones del cine clásico— explora el problema de la identidad y plantea la posibilidad de la transformación redentora de la subjetividad. Davis interpreta a una joven perteneciente a la aristocracia de la Costa Este que, limitada por una educación castrante, sabe reinventarse como socialite sofisticada capaz de decidir sobre su propio destino. El filósofo Stanley Cavell sitúa la película en el centro del subgénero del «melodrama de la mujer desconocida», que al final de la película resulta aquí ser la mujer capaz de sostenerse por sí misma lejos de la influencia de su familia y su entorno social.

Dylan discute con Sylvie el significado del film mientras almuerzan comida oriental: ella se empeña en la idea de que Davis encuentra su «verdadero yo», mientras Dylan se muestra escéptico de que haya tal cosa como una identidad «verdadera». Se diría, sin embargo, que las resonancias de Now, Voyager (el más elocuente título original del film) en A Complete Unknown van por otro lado: al final de su peripecia neoyorquina, extraídas las amargas lecciones de una fama que hace inviable su anonimato, Zimmerman ha decidido seguir siendo un completo desconocido; solo así podrá disfrutar de su soledad. Durante los próximos sesenta años, pues, se esconderá a ojos vista. Y sigue en sus trece.

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