Sobre la experiencia de la sala de cine en el momento de su declive
«Ir al cine en nuestros días rara vez es agradable. La recepción de las obras del séptimo arte resulta hoy seriamente ‘entorpecida’ por la conducta del público»

La sala principal del cine Doré en su reapertura. | Jesús Hellín (Europa Press)
Cuando hablamos de cine, rara vez nos detenemos a glosar las condiciones bajo las cuales vemos una película; solemos pasar directamente a asuntos que conciernen a las cualidades estéticas del film, a los significados que podemos extraer del mismo o, con tediosa frecuencia, a identificar los «valores» que quiere transmitir al espectador. Sin embargo, la recepción de una película depende también –a veces de manera decisiva– de las circunstancias materiales que acompañan eso que se da en llamar su «visionado». Porque no es lo mismo ver cine en casa que hacerlo en una sala; igual que contentarse con la pantalla del móvil o la tableta es bien distinto que echar mano del televisor –los hay pequeños y grandes– o hacerse con los servicios de un proyector doméstico. Y que nadie piense que la referencia genérica a las salas basta para zanjar el asunto: no solamente hay salas de muy distintas calidades, sino que la conducta de quienes nos acompañan en ella puede ser determinante para nuestra experiencia como espectadores.
No deja así de ser llamativo que en un volumen dedicado a estudiar el impacto del cine en los espectadores –fue publicado hace apenas dos años por la prestigiosa University of California Press bajo el título What Film is Good For: On the Values of Spectatorship– no haya ni un solo capítulo dedicado a discutir las condiciones ideales de recepción del arte fílmico. Solo uno de los autores reunidos por Julian Hanich y Martin Rossow en este jugoso volumen, sobre el que habrá que volver próximamente, se ocupa de un aspecto crucial de la experiencia tradicional del espectador cinematográfico: el hecho de que el lugar natural de una película, allí donde empieza su trayectoria pública, es la sala de cine.
Es la profesora francesa Martine Beugnet quien se ocupa de identificar las ventajas que proporciona la sala de cine frente a sus alternativas. Beugnet destaca que la pantalla grande proporciona una experiencia estética distintiva, ya que nuestra mirada no puede abarcar por entero lo que aparece en su interior (salvo que nos sentemos en la última fila de un cine con pantalla pequeña, se entiende); en un televisor o un teléfono móvil, en cambio, todo queda en todo momento dentro de nuestro campo visual. Igualmente, la oscuridad de la sala de cine permite la manifestación de un fenómeno esencial para la experiencia fílmica: la presencia del fuera de campo. Y es que los bordes de la pantalla lindan ahí con la negra oscuridad; no vemos el jarrón de flores ni la estantería llena de libros, cuya prosa doméstica se opone a la poesía de las imágenes cinematográficas. Resume Beugnet: «En la sala de cine, el tamaño de la pantalla, la inmovilidad del espectador y la oscuridad circundante producen una mayor afinidad con el limitado campo de visión natural del ser humano». Se trata, pues, de condiciones ideales; siempre y cuando lleguen a cumplirse.
Tal como ha señalado Vicente Monroy en Breve historia de la oscuridad, brillante librito sobre la relación de la oscuridad con el cine, las salas a las que acudimos en la actualidad están lejos de cumplir los requisitos necesarios para asegurar esa buona visione que –me asaltan por igual el recuerdo y la anticipación– suele desear al público el director del festival de cine clásico de Bolonia. Por desgracia, el interior de las salas comerciales es cada vez menos opaco: ya sea porque las paredes laterales son de color gris claro, porque las luces destinadas a garantizar la seguridad de los espectadores están mal colocadas o son demasiado brillantes, o por todo ello a la vez. Para colmo, son muchos los cines donde el final de la película hace saltar de inmediato la luz –a veces bien intensa– en el interior de la sala: para que nadie se tropiece y nadie presente una querella, la secuencia de créditos se ve separada del film y una de sus funciones –facilitar la transición anímica al mundo real que nos espera fuera– no puede ya cumplirse.
Ocurre asimismo que en muchos multicines no hay personal para cerrar las puertas de las salas una vez ha comenzado la proyección en ellas; por ahí se cuela un chorro de luz suplementario. Y como eso pasa en todas las salas, atravesamos los pasillos alfombrados del complejo entre rugidos atronadores. Si lo que se está proyectando es la publicidad que antecede al film, interminable segmento que nos vemos obligados a soportar tras pagar una pequeña fortuna por la entrada, el volumen es ya insoportable; el mánager del cine te explica tranquilamente que los anuncios «van así» y nada se puede hacer al respecto. ¿Y por qué habría de hacerse? Al fin y al cabo, nadie protesta.
«El silencio expectante de la multitud garantiza la concentración individual en la película»
Beugnet podría haber añadido otras singularidades ventajosas de la sala de cine. Una de ellas es la superior calidad de la proyección: la imagen está mejor definida, el sonido es más preciso, la resolución es mayor. ¡Siempre que se proyecte bien! En la sala de cine, por añadidura, el espectador se mantiene inmóvil y en silencio, concentrado en la película; nadie nos llama ni podemos andar consultando el teléfono móvil como hacemos en casa. El silencio expectante de la multitud garantiza la concentración individual en la película; cuando vemos una comedia o una película de terror, sin embargo, las reacciones de los demás potencian las nuestras: nada más contagioso que reírse en compañía. Es en la sala llena donde experimentamos la cualidad popular del cine como medio de masas; sin que eso reste encanto a esas raras ocasiones –sobremesas de verano, películas minoritarias– en las que nos acomodamos en perfecta soledad en la sala vacía: pases privados para excéntricos sin complejos.
Pero no nos engañemos: ir al cine en nuestros días rara vez es tan agradable. Al contrario; la recepción de las obras del séptimo arte resulta hoy seriamente entorpecida por la conducta del público. O, mejor dicho, de una parte del público. No es casualidad que muchas conversaciones sobre cine en las redes sociales incluyan a alguien que dice haber dejado de ir a las salas comerciales porque «no soporta a la gente». Es comprensible: la falta de educación de los espectadores –o su falta de autoconciencia, que es lo mismo– puede arruinar la sesión a cualquiera. Y no tiene por qué tratarse de una sala abarrotada; también en una donde solo haya un puñado de espectadores puede colarse un agente perturbador capaz de amargarnos la tarde.
Como sabe cualquiera que frecuente las salas, sobre todo las españolas, las molestias potenciales son de muy distinto tipo. Tenemos, en primer lugar, la incapacidad del público para guardar silencio: hay quienes se pasan la película charlando, haciendo comentarios sobre la trama o los personajes, por lo general indiferentes a las quejas que se les dirigen. ¡El cine como extensión del cuarto de estar! A estos parlanchines no se les ocurre pensar que sus agudos comentarios solo les interesan a ellos; se comportan como si estuvieran solos. O como si les hubieran jugado una mala pasada: en la proyección de una de las obras maestras de Mizoguchi en la Japan Society neoyorquina hube de compadecerme de un señor –pese a que era español– que había acudido a instancias de dos amigas y se aburría mortalmente. Alguno dirá que no es para tanto: en los cines solía gritarse y fumarse; nadie tira ya tomates; conformémonos con eso. Pero la norma es que hoy vemos las películas en silencio, para mejor disfrute de cada cual; si todos nos pusiéramos a hablar durante las proyecciones, nadie podría concentrarse en lo que sucede en la pantalla.
Es posible asimismo que alguien reciba una llamada al móvil que ha olvidado silenciar; no es imposible que haya quienes cojan esa llamada. ¡Es importante! Pero no son los únicos inconvenientes que ha creado la profusión de teléfonos móviles: quien lo consulta durante la proyección molesta con la luz de su pantalla a quienes tiene cerca. ¿Y qué me dicen de quienes entran tarde a la sesión y ponen el móvil en modo linterna, dirigiendo su luz hacia el resto de espectadores en lugar de hacia el respetuoso suelo? A menudo irrumpen charlando, cuando no riéndose por el incidente que ha provocado su retraso; la vida es una fiesta y quien no sepa verlo que se quede en casa.
«En no pocos cines se permite que los espectadores entren a la sala con esas bolsas de plástico que crujen sin descanso»
Más habituales son los ruidos asociados al consumo de alimentos de distinta clase. Supongo que es necesario distinguir: el consumo de palomitas, golosinas y aun nachos con guacamole es parte de la oferta del multicines a su público joven y nada puede hacerse al respecto, salvo elegir una sesión en horario impopular que nos evite ese problema. En no pocos cines de versión original –como ha llegado a denominárselos– se permite no obstante que los espectadores entren a la sala pertrechados con esas bolsas de plástico que crujen sin descanso. En este mismo blog he relatado que hube de soportar ese ruido ineludible durante la proyección de La zona de interés en el cine de mi ciudad: crepitaban al tiempo la bolsa de Matutano y el campo de exterminio. Algunos establecimientos son ambiguos: aunque no venden nada, tampoco vigilan. Si te toca o no la sinfonía del picoteo, solo es cuestión de suerte.
Por lo general, las molestias son soportadas con resignación; quien desea protestar se encuentra en minoría y no siempre quiere llamar la atención a los demás. Nada garantiza que el otro vaya a tomarse bien el apercibimiento: tanto puede ignorarlo como rebelarse contra quien se queja. Solo en el Cine Doré me he encontrado con un personal de sala –Ricardo Dudda lo ha mencionado en uno de sus apuntes culturales en este mismo periódico– dispuesto a castigar de manera implacable los desmanes del público; lo común es que funcionen como un espacio sin gobierno. En ellos, como siempre, gana el free-rider: quien saca ventaja del comedimiento de la mayoría. Ya se ha dicho que el aficionado habrá de aceptar con deportividad el incordio que sufre en las grandes salas comerciales, donde él mismo es el intruso. Pero cuando nos arruinan la sesión en una sala especializada –no es raro– la sensación es bien distinta, se pone en entredicho la cohesión de esa comunidad imaginada que vincula a todos los amantes del cine.
Puede así comprobarse que las teorías de la recepción filmica tienen como presupuesto un espectador ideal que no encaja del todo con el espectador real que se sienta a nuestro lado. El primero es discreto, sabe que no está solo, se mantiene atento a la película; el segundo produce ruido, se comporta como si no existiera nadie más, propende a las distracciones. Es verdad: el cine es un arte de masas condenado a sufrir las molestias inherentes a las aglomeraciones humanas; las fricciones son invitables y el infierno son los autres. Pero no todos los públicos se comportan de la misma forma: algunos son más refinados que otros. O lo que es igual, hay espectadores conscientes de estar compartiendo con los demás un espacio de recepción donde rige –donde debe regir– el principio del respeto mutuo. Proceso de ilustración: se trata de que aumente el número de quienes se conducen educadamente –lo que no es óbice para la carcajada, el llanto o el chillido– y disminuya el de quienes ignoran que –como repetían en Seinfeld– vivimos en sociedad.
Dicho esto, uno bien puede concluir que las molestias que padece cuando va al cine en nuestros días no merecen la pena: mejor quedarse en casa a resguardo de los filisteos. Téngase en cuenta además que no todos vivimos al lado de una sala idónea; para el cinéfilo de provincias, la oferta cinematográfica puede ser desoladora y es pecado habitual de los cines de arte y ensayo de las grandes capitales –el caso madrileño es paradigmático– tener pantallas demasiado pequeñas. Dejar de ir al cine representa para muchos, en consecuencia, una tentación. Pero hay que pensarlo dos veces, porque el precio que se paga es demasiado alto: lo que la sala da, no lo da la casa. Por lo demás, hay una cosa clara: si nadie va al cine, seguirán cerrando salas. Y si un día no quedasen salas, ¿seguiría habiendo cine?