Horizontes perdidos: lo que el tiempo hace al cine
«Que hace 50 años se narrase ‘distinto’ no significa que se narrase peor; tanto entonces como ahora hay narraciones buenas y malas»

Fotograma de 'Los domingos', de Alauda Ruiz de Azúa.
Cuando vemos una película de estreno, nos enfrentamos a un producto de su tiempo; un tiempo que también el nuestro. Y cabe preguntarse qué papel juega la actualidad de una película en su recepción; al fin y al cabo, los espectadores comparten época —aunque quizá no lugar— con sus hacedores. Parece una cuestión banal; está lejos de serlo. Teniendo cada tiempo sus coordenadas ideológicas, culturales y aun sociológicas, ¿cuánto nos ayudan a explicar el éxito de algunos filmes, ya sean buenos o malos o simplemente regulares?
Por otro lado, los años pasan y el horizonte de cada época desaparece sin remedio: ¿cómo hemos de aproximarnos al cine que nos llega de un pasado que es por definición irrecuperable? Juzgarlo como anticuado puede ser injusto, aunque a veces nos parezca que ese es el único adjetivo que se merecen. Pero ¿qué es exactamente lo que se queda anticuado en una película que ha sido incapaz de superar eso que se llama «el test del tiempo»? ¿Se trata de la composición formal, del ritmo o de la temática? ¿Y no será que podemos educarnos de tal manera que disfrutemos el cine de ayer? Lo que no significa que todo él conserve la misma vigencia: hay cadáveres que nunca reviven.
Pensemos en el éxito reciente de Los domingos, la película de Alauda Ruiz de Azúa, que coincide con el aplauso cosechado —pues lo que vale para el cine vale asimismo para la literatura y la música— por el Lux de Rosalía. Se trata de productos bien distintos: Rosalía se inspira en Björk para proseguir sus interesantes experimentos sonoros, aunque al igual que su antecesor, el álbum carezca de la deseable cohesión global; por su parte, Ruiz de Azúa hace un cine realista sin florituras visuales que se apoya en un excelente guion y el buen trabajo de los actores.
Tanto Los domingos como Lux pueden disfrutarse sin necesidad de suplementos hermenéuticos: la película nos cuenta una buena historia y el álbum está lleno de estupendas canciones. Y si Rosalía ya traía la fama puesta, el éxito de Los domingos no podía darse por supuesto a pesar de haber sido galardonada en el Festival de San Sebastián; solo cuando los primeros espectadores la recomendaron con fervor empezó a producirse ese fenómeno de imitación que es tan propio del arte popular: hay que ir a ver lo que todo el mundo está viendo.
Sucede que la acogida que han tenido la película y el álbum se ha visto animada por el debate sobre el papel de la religión en la sociedad contemporánea y, más en particular, por la tesis de que nuestro país acaso esté experimentando un «giro católico» —así lo formuló el filósofo Diego Garrocho en las páginas de El País— que tendría su expresión en un retorno de la espiritualidad y en la mayor devoción de los jóvenes. No se trata de discutir aquí la plausibilidad sociológica de semejante hipótesis, sino de recordar para los fines de este artículo que este momento cultural terminará por pasar: quienes vean Los domingos o escuchen Lux dentro de diez, veinte o treinta años lo harán bajo condiciones de recepción muy distintas a las nuestras.
«La historia del cine es una sucesión de oleadas genéricas o temáticas en respuesta a incentivos comerciales y estímulos culturales»
Ha sucedido ya: mientras que Madonna hizo Like a prayer en 1989 envolviendo su mensaje feminista con imaginería católica justo cuando la llamada «revolución neoliberal» liderada por Reagan y Thatcher empezaba a perder fuelle, la profunda espiritualidad de los personajes interpretados por Ingrid Bergman en Stromboli y Europa 51 —ambas firmadas por Roberto Rossellini— remiten a la devastación física y moral causada por la II Guerra Mundial. Para quien hoy vea a Rossellini o escuche a Madonna, tales referentes están perdidos; uno tiene que informarse si quiere entender de dónde salen esas obras.
Tampoco se trata de la única tendencia ideológica discernible en el cine de los últimos años: son legión las películas de temática feminista, entre ellas ese éxito masivo que fue Barbie, en lógica correspondencia con el protagonismo que el movimiento en cuestión está teniendo en nuestras sociedades. Y desde luego no han faltado acentos ruralistas (pensemos en Alcarrás, de Carla Simón), desasosiegos poscoloniales (de la pentalogía de Alexander McQueen sobre la comunidad jamaicana de Gran Bretaña a la Zama de Lucrecia Martel o el Magallanes de Lav Díaz), ni películas sobre el ascenso de la ultraderecha (como la francesa Jugar con fuego); sin olvidarnos del cine distópico asociado a los temores climáticos (Sirat, Mad Max Fury Road, La larga marcha), nucleares (Una casa llena de dinamita) o guerracivilistas (Civil War), ni de las películas que se propusieron describir y denunciar la avaricia de las élites financieras durante los años previos a la Gran Recesión (de Margin Call a La gran apuesta).
Esto ha sucedido siempre: la historia del cine es una sucesión de oleadas genéricas o temáticas que se produce en respuesta a incentivos comerciales y estímulos culturales. La ola es aquí la metáfora adecuada, ya que el éxito inicial de un film de carácter novedoso provoca sus propias réplicas: el mercado se llena de productos similares y todos ellos quieren hacer taquilla. Andando el tiempo, el exceso imitativo causa una saturación que termina en la orilla de los rendimientos decrecientes; la novedad se hace vieja y nadie pone dinero en ella.
Algo queda; es frecuente que permanezca un modelo que admite posteriores variaciones o evoluciona dentro un marco genérico más o menos consolidado: el noir de la segunda posguerra deja paso al neo-noir de los años 70, igual que el western conserva su vigencia pese a que hoy se hacen menos que antaño. Pero ahí tenemos la comedia screwball de los años 30, el cine de piratas y safaris de los 40 y 50, el neorrealismo italiano, el cine de zombis que inaugura George A. Romero con La noche de los muertos vivientes a finales de los 60, el cine de catástrofes y el thriller conspirativo de la década siguiente o las comedias teen de los 80; los ejemplos son incontables y sirven para constatar que el cine se mantiene en estrecho contacto con su tiempo —cómo podría no estarlo— y que quienes viven en él manejan claves interpretativas a las que posteriormente no tendremos fácil acceso.
«Quienes llenan las salas desean pasar un buen rato; lo que supone vivir las emociones que les suscitan los personajes»
Se trata de películas que se hacen porque sus creadores tienen interés en explorar asuntos que forman parte de la conversación pública: acontecimientos históricos, demandas políticas, temores colectivos. Pero también se hacen porque la vigencia de los temas que en ellas se abordan constituye una promesa de rentabilidad; solo en una industria fuertemente subvencionada puede un cineasta —no digamos un productor— desentenderse del éxito de sus obras. Es verdad que todavía el año pasado nos encontramos con películas infantiles y de superhéroes copando la lista de las más taquilleras, tendencia que solo rompieron en 2023 la mencionada Barbie y esa Oppenheimer con la que formó rutilante pareja de estreno veraniego. Pero ni el cine de superhéroes ni el cine dirigido a los niños —a veces tan extraordinario como el producido por el primer Pixar— encierran secreto alguno; el segundo nunca pasará de moda y el primero testimonia la decadencia del blockbuster hollywoodense. Tenemos que fijarnos en el cine de tamaño mediano que da tono a una época y, a su vez, la refleja.
Y no es un secreto que la mayor parte de los espectadores carece de inquietudes formales: el cine que consumen es sobre todo cine contemporáneo y no se pone en relación con el pasado del medio; tales preocupaciones son propias del crítico o del cinéfilo. Quienes llenan las salas —aunque sean salas pequeñas—desean pasar un buen rato; lo que supone vivir las emociones que les suscitan unos personajes cuya peripecia puede divertirlos, asustarlos o incluso hacerlos pensar. No es raro que cultiven asimismo los placeres del reconocimiento: el cine que habla de la sociedad de su tiempo, reproduciendo sus conflictos y representando tipos humanos dominantes, es un cine ante el que no sentimos extrañeza. En otras ocasiones, por supuesto, sucede lo contrario; queremos evadirnos y olvidar durante un rato lo que dejamos fuera de la sala.
Sobre todo esto se manifestó con lucidez Pauline Kael, la legendaria crítica cinematográfica del New Yorker. Kael desconfiaba de los críticos que solo dicen interesarse por aquello que tiene una calidad acreditada: «Es una posición inhumana y no les creo». A su modo de ver, una película no tiene por qué ser extraordinaria; podemos disfrutarla incluso si es tonta o vacía y a cambio nos ofrece una buena actuación, una secuencia memorable o un pequeño gesto subversivo.
En su conocido ensayo Trash, Art, and the Movies, publicado en 1969, lo deja claro: «Hoy se habla tanto del arte cinematográfico que corremos el riesgo de olvidar que la mayor parte de las películas que disfrutamos no son obras de arte». No es que Kael dude de que el cine puede ser un arte; el problema es que a menudo no lo es, ni quiere serlo. Pero tampoco se trata de un problema: aunque la batalla entre arte y comercio es vieja, conviene recordar que el cine que produce la industria tiene por objeto llenar las salas. Todo arte es entretenimiento, dice Kael, pero no todo entretenimiento es arte; si te aburres con una película a la que llaman «arte», añade, quizá el problema resida en la película y no en ti.
«La frontera entre entretenimiento y arte no está fijada en lo que se refiere al cine dirigido al gran público»
Richard Brody, también crítico en el New Yorker y autor de una biografía de referencia de Jean-Luc Godard, ha protestado: el progreso que experimenta el medio en los sesenta y setenta se debe mayormente a los logros alcanzados por el cine de autor. Algunos de sus representantes, como Martin Scorsese o Peter Bogdanovich, señalaron y celebraron aquello que hay de artístico en la obra de directores como Howard Hawks, John Ford o Alfred Hitchcock. En otras palabras: la frontera entre entretenimiento y arte no está fijada en lo que se refiere al cine dirigido al gran público; en lugar de formular principios generales, discutamos casos particulares.
Asunto distinto es que la «intelectualización» del análisis fílmico, tal como se practica en el mundo académico, nos haga olvidar —dice Kael— por qué el público iba a ver películas como Encadenados o Marruecos, juguetonas e inventivas y un poco absurdas, carentes de la solemnidad que el crítico a veces les endosa. Pero una cosa es constatar que el cine hollywoodense ha sido una evasión de masas y otra negar la personalidad de los auteurs que trabajaban en su interior o confundir el «cine de Hollywood» con el cine tout court. ¿O es que no pueden gustarnos a la vez Anthony Mann y Chantal Akerman?
Concedido: nada de eso debe impedirnos convenir con Kael que «no solo vamos al cine para ver buenas películas». De hecho, la mayoría de los espectadores se conforma con divertirse un rato, si bien las motivaciones son diversas y en nuestro país es asimismo frecuente encontrarse con un espectador ya entrado en años que acude religiosamente a ver películas con las que experimenta una identificación de orden ideológico: de Alcarrás a El maestro que prometió el mar, para entendernos.
En el pasado, cuando las ciudades estaban llenas de grandes salas de cine, frecuentarlos era una costumbre de mayorías; vean Retrato de fantasmas, el magnífico documental del brasileño Kleber Mendonça Filho sobre las salas que poblaban el centro de su Recife natal. Y aunque la nostalgia suele ser mala consejera, un aficionado al cine no puede sino añorar esos good old times en los que casi nadie vivía ajeno a la gran pantalla y las películas del momento eran disfrutadas y comentadas por propios y extraños.
«Toda película empiece por pertenecer a ‘su’ tiempo, lo que ayuda a explicar la popularidad de unas obras de escaso valor artístico»
Se trataba, como ya se ha dicho antes, de tomar parte en un fenómeno social más amplio; escribe Kael: «Parte de la diversión que proporcionan las películas consiste en ver ‘eso de lo que todo el mundo habla’ y, si la gente acude en masa a ver una película o la prensa nos persuade de que lo están haciendo, entonces, irónicamente, en cierto sentido queremos ir a verla incluso si sospechamos que no nos gustará, porque deseamos saber qué está pasando».
De ahí que toda película empiece por pertenecer a su tiempo. Solo esa cualidad nos ayuda a explicar la popularidad de unas obras de escaso valor artístico que, sin embargo, resultan atractivas para el público por razones que conviene tomarse en serio; el formalista tiene entonces que dejar su sitio al sociólogo. A veces, claro, la película popular es también una buena película. ¡Y viceversa! Pero, como escribía Kael en 1967, «es difícil que una película pueda tener un impacto mayor que el que tiene en su propio tiempo; por definición, las obras que no son verdaderamente grandes no pueden resultar igual de atractivas fuera del mismo».
Incluso si su reestreno, décadas más tarde, tiene lugar en salas de cine: «Hay algo rancio en el aire, un tipo diferente de público; en un reestreno hemos de hacer concesiones al pasado, o estar interesados en ese pasado». En lo que al público generalista se refiere, no le falta razón, siempre que hagamos una excepción con las obras que forman parte del imaginario popular —de Casablanca a Psicosis— y suelen ser recibidas con entusiasmo; en cuanto al cinéfilo acostumbrado a habitar el pasado del cine, las cosas son muy distintas.
¿Y qué hace el tiempo con el cine? De todo, podríamos decir. Hay películas que entusiasman a varias generaciones de espectadores y luego quedan irremediablemente anticuadas por razones de forma (pensemos en los peores modismos «nueva ola» de los años 60 y su alianza con la estética de la psicodelia hippie) o tratamiento dramático (el Truffaut de la saga de Antoine Doinel, descontando Los 400 golpes, resulta hoy embarazoso); otras fueron incomprendidas en su época, como el Vértigo de Alfred Hitchcock, y solo se han visto revalorizadas después.
«Las películas que logran trascender su tiempo se convierten en algo distinto»
Pero pruebe el español de hoy a ver La escopeta nacional de Berlanga: es más moderna que cuando se hizo y ha mutado en un documental sobre la sempiterna corrupción política que nos aqueja. Por otro lado, no debería molestarnos que algunos filmes exhiban valores morales ya superados, pues basta con recordar que se hicieron hace décadas en una sociedad muy distinta: fijémonos en su vigor dramático y su acierto visual. Y si otros provocaron escándalo en su momento, como pasa con La naranja mecánica o El último tango en París, ¿qué queda de ellas? Yo diría que la segunda se sostiene y la primera no tanto; aunque habrá quien piense lo contrario. Incluso para los efectos especiales pasa el tiempo de forma paradójica: algunos trucos tienen 70 años y se mantienen más jóvenes que algunas filigranas digitales.
Va de suyo que las películas que logran trascender su tiempo se convierten en algo distinto, pues ya no puede decir a sus espectadores lo que les dijo en su momento: esos espectadores ya no existen. Hay películas que nacen con vocación de atemporalidad: Chantal Akerman nos presenta en Tout une nuit una larga noche de encuentros y desencuentros amorosos en la Bruselas estival. Pero incluso en estas imágenes memorables reconocemos indumentarias y tecnologías de otro tiempo, así como un fervor amoroso —fugas a dos, huidas solitarias, abrazos desesperados— que hoy se diría desaconsejable o pasado de moda.
Pero cuidado: decir que una película ha quedado anticuada porque va «más lenta» o no recurre a las maniobras de síntesis que hoy son norma en la narración cinematográfica equivale a decir que el Quijote es una antigualla comparado con la novela posmoderna. Vale decir: que hace 50 años se narrase distinto no significa que se narrase peor; tanto entonces como ahora hay narraciones buenas y malas. Para juzgar con propiedad, no hay más remedio que estar familiarizado con la entera historia del medio: solo el espectador que se ciñe al presente se aburrirá cuando se ponga un film de los años 30; igual que le pasará con el Quijote a quien solo lea lo que escriben sus coetáneos.
El asunto, en fin, es inagotable. Y solo hemos hablado de lo que el tiempo hace al cine; otro día nos ocuparemos de lo que el cine hace con el tiempo. Porque el cine es un arte del tiempo —lo esculpe, decía Tarkovski— y puede hacer con él muchas cosas. Ya nos lo habían enseñado diaristas como Jonas Mekas y David Perlov o experimentadores como Richard Linklater; nos lo acaba de recordar la prodigiosa Resurrection del chino Bi Gan, apenas un año después de que su compatriota Jia Zhangke compusiera en A la deriva un fascinante poema sobre el paso del tiempo. Volveremos sobre ello. Mientras tanto, no lo perdamos —el tiempo— y hagamos buen uso del que nos ha sido concedido; por ejemplo, yendo al cine.