Rubalcaba, del político inteligente al hombre de Estado
Alfredo Pérez Rubalcaba ha muerto, y con él se va el ser humano y entra el personaje histórico. Aunque lo cierto es que este político socialista y profesor de Química Orgánica de la Universidad Complutense de Madrid, nacido en un pueblo de Cantabria en 1951, tenía ya algo de leyenda en vida, especialmente durante los últimos años de su carrera política.
Contrasta la solidez del político con la fragilidad de la vida. Con las muertes en general, pero más aún con las tempranas e inesperadas, resuenan las palabras que James Joyce puso en boca de uno de los personajes de su relato Los muertos, el mismo que John Huston llevó al cine en Dublineses: “Este mismo sólido mundo en el que ellos se criaron y vivieron se desmorona y se disuelve”. Alfredo Pérez Rubalcaba ha muerto, y con él se va el ser humano y entra el personaje histórico. Aunque lo cierto es que este político socialista y profesor de Química Orgánica de la Universidad Complutense de Madrid, nacido en un pueblo de Cantabria en 1951, tenía ya algo de leyenda en vida, especialmente durante los últimos años de su carrera política.
Y no es para menos, ciertamente. Algunos resaltaban más sus supuestas semejanzas con personajes como el revolucionario y contrarrevolucionario francés Joseph Fouché (1759-1820), por su capacidad de supervivencia política y su adaptabilidad para trabajar con unos y con otros. Al fin y al cabo, había apoyado a José Bono en el 35 Congreso del PSOE del que saldría victorioso por la mínima José Luis Rodríguez Zapatero, para quien se hizo imprescindible en el Gobierno unos años después. Con el correr del tiempo, el presidente Zapatero lo nombraría ministro del Interior, vicepresidente y portavoz del Ejecutivo en uno de los momentos más delicados de la historia reciente de España. Más tarde, lo bendeciría como sucesor en la candidatura del PSOE a la Presidencia del Gobierno de 2011 y, pese al mal resultado electoral, lo apoyaría como candidato a la Secretaría General del PSOE en el Congreso de Sevilla de 2012. Allí vencería por estrecho margen a la también desaparecida y añorada Carme Chacón.
Otros hablaban de Rubalcaba como una suerte de Giulio Andreotti español, un tipo de hombre de Estado necesario, capaz de bajar al fango y recorrer alcantarillas mugrientas para ponerse a disposición de las razones de interés general. Él siempre negó este punto, e incluso la mera existencia de eso que se dio en llamar “las cloacas del Estado”, sobre las que tanto hubo de responder como portavoz del Gobierno de Felipe González cuando estalló el caso GAL. Pero parte de su leyenda política reside ahí, en esa imagen consolidada de Rubalcaba como un político brillante en el escenario pero aún más determinante entre bambalinas, bien como servidor del Estado, bien como hombre destacado del Partido Socialista Obrero Español, formación a la que se había afiliado en 1974.
Su virtuoso destilado político de instinto, talento y esfuerzo le hicieron destacar pronto en el PSOE, y cuando los socialistas llegaron al poder comenzó a escalar posiciones en el Ministerio de Educación y Ciencia, desde donde pilotó la transición educativa española de un país con altas tasas de analfabetismo y una educación secundaria y superior impropia de un país europeo. Cuando se le preguntaba, Rubalcaba decía que ese era su gran logro, su principal aportación a España.
Pero se le recuerda y recordará más por su determinación en la lucha contra el terrorismo. Suya fue la máxima que dice que “quien le echa un pulso al Estado, lo pierde”, como bien demostró con su actuación, por ejemplo, con huelgas de camioneros o controladores. Y suyo fue el manejo de los tiempos y de las decisiones clave durante las conversaciones que terminarían con la disolución de la banda terrorista ETA. Los vaivenes de todo el proceso, en un momento emocional de España complicado por culpa de la crisis económica y la polarización política, exigieron de Rubalcaba lo mejor de sus capacidades, y es ahí donde reveló su auténtica talla de hombre de Estado. Hasta entonces, se elogiaba su inteligencia y su instinto político, pero a partir de entonces fue imposible dejar de reconocerle algo más, ese plus de mérito que le hace merecedor de un lugar destacado en el panteón de nuestros hombres ilustres y en nuestros libros de historia.
Rubalcaba decía que “en España se entierra muy bien”, aludiendo a los elogios que todo fallecido suele recibir de quienes, poco tiempo antes y en vida, lo zaherían con críticas despiadadas. Seguramente, será su caso. Rubalcaba podía ser querido u odiado, pero era siempre admirado de alguna u otra forma. Quizá su único error de cálculo, su única lectura defectuosa del momento histórico, consistió en presentarse como candidato a Secretario General del PSOE en 2012, en plena ebullición de Podemos y con cierta exigencia de renovación generacional en medio de una crisis muy dura. Pero es algo que no empequeñece un legado político mayúsculo y tangible: el de una España mejor y en paz, y, desde ayer, con otro personaje histórico del que sacar pecho. Descanse en paz.