THE OBJECTIVE
Cristina Casabón

Saldremos majaras

«El problema no es que haya personas que elijan no pensar fuera de estas construcciones morales o solo adoptar determinados códigos de conducta, sino que aspiren mediante códigos de conveniencia social o moral a cancelar otras visiones de forma tiránica»

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Saldremos majaras

Jacob Bentzinger | Unsplash

«Alterna la lucidez del Paraíso con la noche profunda, llena de terrores», dijo Goethe, reconociendo el carácter ambivalente de la naturaleza. No podemos eliminar la belleza ni el terror, ambas coexisten, cargan la vida de sentido y de vitalidad, es una dualidad propia de la naturaleza y comprende nuestra propia experiencia. Cuando la violencia o la belleza llega de forma inesperada nos sumerge, satura y sacude como algo vasto; nos revela el carácter oculto de la naturaleza que algunas sociedades con ideologías redentoristas se esfuerzan por ignorar.

Es mucho lo que fingimos ignorar. Durante esta pandemia[contexto id=»460724″], muchos nos quedamos instalados cómodamente en el debate superficial de cifras, niveles de confinamiento y guerras políticas, lo cual es fácil puesto que la vida moderna, con sus hospitales y productos higiénicos, ha distanciado e higienizado las pandemias, y no hay demasiados «residuos visuales». Tampoco hablamos de secuelas psicológicas o estados de ánimo. Y al final, estamos bloqueando de nuestro debate público toda la maraña psicodinámica que está presente en nuestra experiencia individual y colectiva.

La historia, aunque muchos se empeñen en endulzarla, revela la brutalidad de nuestra naturaleza. Hemos construido una frágil barrera defensiva, marcada por nuestra obsesión con esconder la ambivalencia de nuestras propias construcciones morales. «El carácter demónico de la naturaleza ctónica es el sucio secreto que guarda Occidente», escribe Camille Paglia en Sexual Personae, donde analiza los elementos reprimidos de la cultura contemporánea: «La brutalidad deshumanizadora de la biología y la geología, los despojos y las sangrientas matanzas darwinianas, la mugre y la podredumbre que hemos de apartar de nuestra conciencia para mantener nuestra integridad».

Esta mentalidad es heredera del rousseaunismo, que volvería a revivir en los años 60 del siglo XX hasta hoy, produciendo la visión romántica del mundo. La bondad innata del hombre que predica Rousseau es salvajemente rebatida por el decadente Marqués de Sade, que contempla la naturaleza como un espectáculo darwiniano de devoradores y devorados. La naturaleza, que Rousseau percibe como «madre benévola», en Sade, Baudelaire y Huysmans se puede encontrar documentada como una estética y una erótica de la profanación: el mal por el mal.

La alternancia entre los terribles asesinatos y desastres naturales, la brutalidad, la voluntad de dominio o la sexualidad y la pornografía o la belleza están en toda gran obra de arte o en la literatura para el placer contemplativo o para la reflexión acerca de la naturaleza humana, no para hacer juicios morales. El arte no tiene nada que ver con la moral. La naturaleza no es, o no solo es Rousseau, también es Sade. El orden puede volverse en un minuto arbitrario, violento y cruel.

Siempre existe un punto por el cual se cuela la naturaleza crónica y revela el secreto que guarda Occidente. Podría ser una pandemia, pero también un matasuegras, como dice Ignacio Peyró en su diario Ya sentarás cabeza: «Al lado de la responsabilidad, de la vida diaria y los buenos días al panadero hay un orden alternativo de copas por el aire y de encuentros secretos y de estrellas de la noche, de diablos alados, de monstruos burlescos, lugares más bien inverosímiles y un mundo que parece un carnaval. Todo nuestro andamiaje moral convive a un solo paso de esa moral del otro lado, como quien, a la mitad de una reunión, se descubre en el bolsillo un matasuegras».

Estamos llenos de contradicciones y ambivalencias que muchos se empeñan en «estipular» mediante códigos de conveniencia social o moral. En realidad, la naturaleza humana es más fuerte que las construcciones identitarias y sociales que elaboramos, aunque durante algunos periodos el sistema y el orden puedan imponerse mediante un tipo de despotismo que oprime las conciencias y dicta lo que se puede hacer, decir y pensar. El problema no es que haya personas que elijan no pensar fuera de estas construcciones morales o solo adoptar determinados códigos de conducta, sino que aspiren mediante códigos de conveniencia social o moral a cancelar otras visiones de forma tiránica.

La obsesión con la perfección moral y el carácter benévolo de la naturaleza y los hombres hace que Occidente «censure» todo aquello que no puede comprender. Para ello, elimina aquello que desvía ese ideal utópico y perfeccionista. Ahora toca repetir como redentoristas llenos de fe robusta y de esperanza que «saldremos mejores», aunque en realidad sadremos majaras. Paglia cree que «la represión es una adaptación evolutiva que nos permite funcionar bajo el peso de una conciencia hiperdesarrollada, pues aquello de lo que somos conscientes podría volvernos locos», pero al mismo tiempo, esta mentalidad nos hace cada vez más frágiles y vulnerables ante nuestra impredecible naturaleza.

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