THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

¡Salvemos el comercio de proximidad!

«Piensen en todas las ventajas: ahorro de combustible o de transporte público; dar un agradable paseo con la excusa de ir a por el pan; evitar la tentación de la compra por impulso; incentivar la economía y la identidad local; ayudar a conservar empleos en nuestra comunidad…»

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¡Salvemos el comercio de proximidad!

DDP | Unsplash

«Salvemos el olor a pan recién horneado. Salvemos las sensaciones, la ilusión, las ganas de callejear y las buenas costumbres», rezaba el argumentario de una campaña promocional impulsada en octubre de 2019 por el Gobierno Vasco para reivindicar el comercio de proximidad como una institución urbana «en peligro de extinción».

Con dicho leitmotiv, la Consejería de Turismo, Comercio y Consumo euskaldún que dirige Sonia Pérez Ezquerra trataba de defender el papel de las tiendas locales en el entramado social. «Muchos compradores quieren socializar, pasar un buen rato cuando salen de compras. No se trata solo de transacciones, sino de relaciones», apuntaba la economista del PSE. «Como consumidores tenemos la libertad y la responsabilidad de elegir cómo y dónde consumimos. Y, al hacerlo, estamos decidiendo qué mundo queremos construir».

Ignoro si Pérez Ezquerra posee el don inquietante de la premonición, como mi amada Cate Blanchett en aquella fantástica película dirigida por Sam Reimi en 2000. El caso es que su operación propagandística me parece la más acertada de cuantas se han puesto en práctica últimamente para concienciar a la ciudadanía de la estrecha relación que hay entre la supervivencia del modesto colmado familiar y su calidad de vida.

Mucho más torpe, si me permiten señalar, se halla el Cabildo Insular de La Palma con su extravagante eslogan «Hasta los huevos: compra local, consume real», lanzado este verano. Pero nos estamos despistando…

El hecho es que la propagación de iniciativas institucionales de este tipo, respondiendo a una necesidad acuciante del sector, unida a los cambios en los hábitos de consumo provocados por la pandemia, parece haber obrado provisionalmente el milagro. O sea que, de momento, David resiste ante Goliath.

Según el informe de la consultora Kantar sobre “¡El estado de la distribución en España, que ha difundido hace unos días Efe, Agro, Mercadona, Carrefour y DIA han perdido una estimable cuota de mercado en tiempos de coronavirus, mientras que el comercio de proximidad ha crecido un 0,8%. Acaso exagera Florencio García, Director de Retail de la citada empresa de estudios de mercado, al sugerir que los ultramarinos y droguerías de barrio son «uno de los grandes triunfadores del año».

Pero es innegable que las tres grandes cadenas han cedido cuota, mientras que en el resto del Top 6 –como señala Efe–, Alcampo y Eroski se mantienen y Lidl mejora su posición. Aunque estoy tentado de ir mañana mismo a Lidl, a ver qué me estoy perdiendo, habíamos venido aquí a hablar de la pequeña tienda de la esquina. Una especie en innegable peligro de extinción, como ya anticipaba Norah Ephron en la comedia romántica Tienes un e-mail (1998), aquel remake posmoderno de El bazar de las sorpresas (1940) de Ernest Lubitsch, que agregaba al previsible vodevil amoroso las particularidades de la era digital y el trasfondo empresarial neoyorquino con su sempiterna regla de «pez grande come a pez chico».

Como si fuera una gesta pugilística de las que habría encendido a nuestro añorado Gistau, Kantar describe el retroceso del trío de gigantes como «una caída muy importante que no se había visto en el histórico de los últimos años». ¿Pura épica del relato? Puede sonar a eso, salvo cuando las décimas porcentuales de bajada se miden en tres millones menos de clientes durante un semestre. ¡Chúpate esa!

Puede que mi hijo de 14 años no distinga hoy la diferencia filosófica e ideológica de una gran superficie y un súper de barrio. Pero yo todavía recuerdo aquellos negocios de coloniales –precioso término a recuperar– de otros tiempos, con sus sacos de legumbres a granel, su colección de chacinas, salazones y encurtidos, su laterío escogido de pequeñas casas conserveras de confianza y su obligatorio mancebo para acercar la compra de los parroquianos hasta su casa.

En aquella entrañable institución, a tu madre la llamaban por su nombre de casada (señora de…) y le apuntaban el pedido, para saldar cuentas a fin de mes. Como la Visa de nuestros días, pero sin comisiones multinacionales y con un lápiz sujeto encima de la oreja del patrón. El mozo de almacén se llamaba entonces hortera y no existía todavía la segunda acepción del Diccionario, que es hoy la más usual: «Que aunque pretende ser elegante o moderno, resulta vulgar, ordinario y de mal gusto».

En Fiebre del sábado noche (1977), el famoso filme de John Badham sobre la cultura incipiente de las discotecas que descubrió a un actor novato llamado John Travolta, el protagonista, Tony Manero, es un hortera en todos lo sentidos. No sólo curra de mancebo en una grocery, sino que se disfraza literalmente de mafioso portorriqueño cada noche para ir a ligar y darlo todo en la pista. ¡Con el predominio de los malls, esta tipología urbana se halla también amenazada de muerte!

Ahora en serio, la conservación de la panadería, carnicería, frutería, mercería o droguería donde nos conocen de vista o de nombre y aconsejan con profesionalidad y complicidad es un reto incuestionable para esta sociedad tan concienciada con la sostenibilidad y el reciclaje, pero insólitamente entregada a la comodidad y los precios a la baja del e-commerce y los centros comerciales. En esa concienciación sobre consumo responsable que está tan en boga ahora, no debe faltar el pequeño comercio que cuida la especialización y el trato al cliente, ese Our Favourite Shop al que cantaba en su segundo disco The Style Council.

Piensen en todas las ventajas: ahorro de combustible o de transporte público; dar un agradable paseo con la excusa de ir a por el pan; evitar la tentación de la compra por impulso –el recurrente «ya que estamos aquí»; incentivar la economía y la identidad local, cuando no el producto kilómetro cero (la moda locávora de la que hablaremos otro día); ayudar a conservar empleos en nuestra comunidad… Por no hablar de que una calle llena de comercios abiertos da confianza y seguridad, además de revalorizar nuestra propiedad inmobiliaria.

Como si hubieran oído nuestras palabras, el Ayuntamiento de Madrid, Mastercard y COCEM (Confederación de Comercio Especializado de Madrid) acaban de poner en marcha la campaña Seguimos en el barrio gracias a ti, con el objetivo de incentivar la aceptación de pagos con tarjetas para estimular y reactivar el consumo, mejorar la seguridad de los pequeños comerciantes al disminuir el riesgo de llevar efectivo, ayudarles a integrarse en el e-commerce y cumplir con los actuales protocolos de seguridad sanitaria.

No parece gran cosa, pero conviene recordar que en Madrid existen más de 65.000 tiendas minoristas que suponen el 6,6% del PIB de la Comunidad. El pasado verano, por culpa del virus, entre 20% y un 25% seguían cerrados, muchos de ellos sin visos de reabrir. Sólo en la Villa y Corte, el comercio de proximidad proporciona empleo a 300.000 personas y ofrece una atención personalizada que rara vez encontramos en los supermercados donde prima el libre servicio. Genera menos residuos plásticos y tienen una vinculación directa con artesanos, agricultores y ganaderos de la región.

Hablando en plata, la relación de conchabanza que uno puede llegar a tener a medio plazo con el carnicero de abajo (¡un saludo para mi amigo Eugenio!) no es imaginable en una cola de híper regida por la eficacia y la diligencia. Si nos hubiéramos sensibilizado todos de este fenómeno hace algunos lustros, no habríamos visto cómo cerraban tiendas de discos capitalinas tan icónicas como Melocotón, Record Runner o Escridiscos o librerías adictivas como Nicolás Moya en Madrid o la Hune en París. Tiempos nuevos, tiempos salvajes…

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