THE OBJECTIVE
Jorge San Miguel

Siempre fuimos de Kirby

Se ha muerto, ahora sí, Stan Lee -lo digo porque ya lo habían matado varias veces en las redes-, y nos hemos quedado en una especie de duelo global que habla a gritos del peso sentimental de Marvel para varias generaciones de lectores de todo el mundo.

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Siempre fuimos de Kirby

Se ha muerto, ahora sí, Stan Lee -lo digo porque ya lo habían matado varias veces en las redes-, y nos hemos quedado en una especie de duelo global que habla a gritos del peso sentimental de Marvel para varias generaciones de lectores de todo el mundo. Por una vez sí nos creemos que casi todo el mundo había leído, o visto al menos, algo que tuviera que ver con Lee, y que atesoraba recuerdos queridos de algún personaje suyo. Confieso, lo compartía ayer con el amigo Freire, que yo siempre fui más de Kirby, y que las mitologías marvelianas originales solo me fascinaron del todo cuando venían esculpidas por aquel hijo de judíos austríacos llamado en la vida real Jacob Kurtzberg; que no habré leído más de tres o cuatro Spiderman enteros, ninguno de la primera época; y que el personaje de Stan Lee, con su caradura, su autopromoción perenne y su peluquín, sin serme antipático, no me volvía loco. Pero cuando se murió Kirby yo estaba aún en momento de vivir estas cosas, no de revivirlas, así que escribiré de ellas ahora.

Yo recibí los superhéroes americanos en estricto orden cronológico: primero los de los cincuenta, después los de los sesenta. Por entonces yo no sabía que aquello había dado en llamarse la “Edad de Plata” de los tebeos; y tenía, claro, el precedente de haber visto las películas de Christopher Reeve y la serie de televisión de La Masa de Lou Ferrigno, y creo recordar que también de haber jugado con algún muñeco elástico de Spiderman -pronúnciese “espíderman”. El caso es que, no sé bien cómo, una tarde de sábado apareció en mi casa una caja de cartón repleta de cómics de Superman de la editorial mexicana Novaro, todos de entre el 57 y el 61, ediciones en castellano de series originales de DC Comics. Llevaban del orden de treinta años escondidos en buhardillas varias, desde que mi padre los guardó, quizás con ese punto de vergüenza que le llega a uno con la edad del pavo y los nuevos intereses. Imagino que él mismo o alguien de la familia pensó que yo, con diez años, ya tenía edad para leerlos sin destrozarlos ni perderlos; una confianza que hasta cierto punto honré -bastantes de aquellos tebeos siguen en poder de la familia, y se han unido a mi propia colección.

Los tebeos de Superman de Novaro me familiarizaron con el universo DC, con los lápices de Wayne Boring y Curt Swan y, lo que no es menor, con el español de América. Por no renunciar al tópico, retrataban un universo especular de los Estados Unidos de la primera Guerra Fría; un mundo donde el bien y el mal tenían contornos nítidos, y en el que, frente a las ubicuas amenazas exteriores e internas, uno podía confiar en la fuerza y en la superioridad moral de los héroes propios. Eran, además, ingenuos, imaginativos, repetitivos en sus fórmulas y carentes de vocación alguna de trascender. Por la época en que ya parecía un poco fuera de lugar seguir leyendo tebeos de Superman, lo obvio hubiera sido arrumbarlos de nuevo en alguna caja junto a aquel mundo lejano de mediados del siglo XX.

No obstante, algo sucedió: la siguiente generación de la familia se me apareció para rescatar los cómics. Esta vez se trataba de unos volúmenes de Vértice, en aquel imposible formato achatado, que debían de andar rodando por casa desde hacía mucho, pero que nunca me habían llamado la atención. Tenían un aspecto oscuro y decididamente adulto, con sus viñetas en blanco y negro y un estilo de dibujo más dinámico y primitivo que la estatuaria de Swan y Boring. Por supuesto, yo sabía quiénes eran los Cuatro Fantásticos, como sabía quiénes eran el Capitán América o los Vengadores. Pero pertenecían a un mundo de referencias que no era mío, sino de mis tíos y primos mayores.

La lectura de los cómics de Marvel me confirmó que estaban hecho para otros públicos y, quizás, para esa edad incierta en que ya no se puede tomar uno en serio a Superman. En uno de ellos, el Capitán América se quitaba su uniforme y se echaba a la carretera en una moto, harto de su personaje. Algo sencillamente inconcebible en los héroes unidimensionales de los 50. Para empezar porque, volviendo al tópico, Superman no es la identidad falsa de Clark Kent sino al revés; mientras que Peter Parker es el ser humano real que se pone el pijama azul de hombre-araña. Otro ejemplar se me quedó grabado en particular por su estilo gráfico: “Batalla en el Edificio Baxter”. Supe después que yo a Kirby lo tenía troquelado porque en unas vacaciones familiares en la playa, siendo yo muy niño, mis padres me habían comprado un “cuento de dinosaurios” que no resultó ser sino el número 1 de Dinosaurio Diabólico, la serie que Kirby había creado en su regreso a Marvel a finales de los 70. Y aquellas eran las violentas líneas de tinta y los escorzos que yo había reconocido al momento.

Después vinieron unos pocos años de recorrerme las tiendas de cómics de Madrid -ante todo Arte 9, que nos pillaba cerca de casa; pero también las del Rastro, o las que se arremolinaban en torno a la plaza de la Luna- con Eduardo y José Manuel. Eran ya los 90, en Marvel los años excesivos de Todd McFarlane, Jim Lee y el inefable Rob Liefeld, y del cisma de Image Comics. Edu fue mi cicerone en Marvel, un universo que él ya llevaba años pateando, y me descubrió los Vengadores y las series de mutantes, de las que yo rápidamente empecé a coleccionar el Excalibur de Alan Davis. También me aprovechaba de que algún amigo mayor se echaba novia, o lo intentaba, y le entraba la urgencia por desprenderse de su colección de tebeos, emblema de una pubertad vergonzante que quería dejarse atrás. Gracias a este absurdo rito de paso, del que mi padre y yo nos evadimos, me hice con una colección del Conan de Buscema y Thomas, y con otra de la Patrulla X -en otro lugar he contado cómo me engañé durante años pensando que incluía el número 1. Hoy los hubieran puesto en Wallapop o en eBay y yo me habría quedado sin ellos. Y cuando me llegó el momento también a mí de hacerme mayor y de que lo pareciera, guardé mi colección con todo el cuidado que pude en el desván de la casa del pueblo; y he vuelto a ella muchas veces, casi cada verano, como si volviese a descubrir cada vez los tebeos de DC de Novaro y las viñetas salvajes de la Marvel de Ediciones Vértice.

Por eso digo que aquí siempre hemos sido más de Kirby; pero también de Wayne Boring y Curt Swan, de Alan Davis y de John Buscema, de Barry Smith y de Neal Adams, de Roy Thomas, Steranko y Walt Simonson. Y, claro, de Stan Lee; aunque nos diese un poco de rabia.

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