Sístole, diástole, diáspora, fin
«Personalmente, no tengo ningún motivo para envidiar la juventud de mis padres y eso no es incompatible con anhelar un despertarme por la mañana en el que no me acongoje el miedo al futuro»
Seguramente la nostalgia no sea la mejor compañera de viaje, menos aún para articular discursos políticos. Es probable que idealizar el pasado nos lleve a conclusiones limitadas en tanto en cuando anula nuestra capacidad de pensar en mejores horizontes; en espacios alternativos que nos permitan crecer más allá de lo que ya hemos vivido como sociedad.
La semana pasada la escritora Ana Iris Simón pronunciaba un discurso ante el presidente del gobierno en el que reclamaba, en definitiva, un futuro digno para nuestra generación apelando directamente a las condiciones materiales. Con sus palabras, Simón agitó la opinión pública granjeándose muchos seguidores y también férreos detractores. En este texto no voy a hacer una valoración política de sus posicionamientos pero sí voy a hablar de algo con lo que creo que la escritora ha conectado: una generación rota que se aferra a la constancia de saberse, con mucha seguridad, la última.
Cuando hablamos de los problemas de la juventud hoy en día las argumentaciones suelen dibujar el principal problema, que es la precarización laboral. Esto sitúa el marco discursivo en grandes urbes donde las condiciones de vida son especialmente precarias, sin embargo, no es habitual que el debate toque la experiencia de despojarse de los orígenes; me refiero al éxodo que ha sufrido la España interior en la última década. Hay ya toda una generación de adultos cuya vida se ha visto marcada por la migración interior con el agravante de experimentar como no solo cambia su vida sino también su forma de entenderla desde el punto de vista cultural. Hablo de personas que hemos crecido en entornos que, o ya no existen o están cerca de extinguirse: vemos cerrarse los colegios donde estudiamos, nos vemos luchando porque no se cierre el último consultorio médico y vemos, en resumen, como nuestros pueblos se acaban. Con ello también asistimos al ocaso de nuestras tradiciones, de nuestra forma de hablar, de comer o de celebrar. En definitiva, el problema atraviesa esferas de la vida que van mucho más allá de tener un trabajo lejos de casa.
He comprobado lo difícil que resulta entender esto desde la óptica de lo urbano. Creo que no entendemos lo que supone para un país -y para sus habitantes- que más de la mitad de la población de Soria o Ávila hayan tenido que abandonarlas o que Castilla y León haya perdido el equivalente a todos los habitantes de la provincia de Palencia en los últimos diez años. Además, no podemos olvidar que detrás de estos datos hay proyectos vitales descarrilados, familias separadas y miles de personas de avanzada edad solas. Es probable que la solución a todo esto no pase por políticas proteccionistas ni natalistas pero sí es cierto que existe un grito ahogado que clama por la estabilidad, por la mejora de las condiciones materiales y pon un futuro que no suponga asumir el fin de todo lo que somos. Y es más compartido de lo que muchos pueden pensar.
Personalmente, no tengo ningún motivo para envidiar la juventud de mis padres y eso no es incompatible con anhelar un despertarme por la mañana en el que no me acongoje el miedo al futuro. Tampoco aspiro a tener hijos ni creo que la solución pase por reforzar la familia como institución, pero entiendo a quien no puede formarla -un fenómeno para nada aislado- porque carece de capacidad económica y está lejos de sus redes de apoyo personal. No siento orgullo por mis orígenes pero sé a lo que saben las despedidas inciertas y el miedo a elegir entre una vida digna o mi entorno más cercano.
Dicho esto, creo que aún tenemos la posibilidad de revertirlo, de apostar por un futuro que abandone prácticas devastadoras como la competitividad fiscal entre territorios y que recupere el pacto generacional. En definitiva, solo hay una respuesta: justicia social. Si no somos capaces de articular alternativas progresistas que den respuesta a estos problemas habrá quien encuentre hueco, de verdad, para ideologías identitarias que antepongan las lógicas territoriales al proyecto común necesario para abonar los derechos de ciudadanía, fenómeno que, por otro lado, ya ha comenzado. Este es el reto. Miremos a la luna en vez de al dedo.
El título de este artículo es un verso de la canción Campo Amarillo de la MODA, un grupo de música burgalés.-