'Sologripismo' y rendición de cuentas
«Hoy, tras más de 80.000 muertos por coronavirus, la gran mayoría de líderes de opinión sologripistas conservan sus puestos y su influencia»
Un reputado corresponsal de la televisión pública decía a finales de febrero de 2020 que «parece que se extiende más el alarmismo que los datos». El 2 de marzo del mismo año, un presentador declaraba en directo que había un positivo de coronavirus entre el público y retaba a una colaboradora a abrazar uno a uno a todos los asistentes, supuestamente para demostrar que el virus no era grave. Otro presentador de un programa de debate nocturno hablaba de «coronahisteria» dos semanas antes del estado de alarma. Un importante político criticaba el «pseudoperiodismo de los reporteros con mascarilla» y a «la extrema derecha pidiendo cierre de fronteras por una gripe menos agresiva que la de todos los años». Las cuentas de ministerios y administraciones públicas repetían, a escasos días de la aprobación del estado de alarma, el mantra de que «El verdadero virus es el miedo». (Hay una cuenta esencial en Twitter que recopila este tipo de mensajes, @sologripismo).
A un año del inicio de la pandemia en España, no podemos decir que «nadie lo sabía». Mientras el CSIC avisaba que el virus era solo una gripe, gente anónima en redes se esforzaba por explicar que su mortalidad era mucho mayor, que la complacencia no sirve, que decir que el verdadero virus es el miedo es tremendamente irresponsable. Su voz no encajaba en un consenso que se construyó, en parte, para proteger al Gobierno. Durante un tiempo, reírse del coronavirus[contexto id=»460724″] se convirtió en una opinión de izquierdas (por la simple razón de que el Gobierno de izquierdas negaba la pandemia).
Los líderes mediáticos, expertos y políticos «sologripistas» no solo fallaron en sus predicciones. Fueron arrogantes, displicentes, burlones con gente legítimamente preocupada. Cuando la pandemia se volvió trágicamente real, no realizaron una cura de humildad. Muchos se convirtieron, en apenas unas semanas, en fieles partidarios de las medidas más estrictas, en policías de visillo con celo represor. Pasaron de decir que «la gente con mascarilla es ignorante» a «la gente que sale a correr al parque nos pone en peligro a todos» en poco tiempo. De reírse de los padres preocupados por sus hijos pasaron a negarse a que los niños pudieran salir a la calle un par de horas durante la cuarentena. Y pasaron del discurso del alarmismo al del negacionismo: el negacionista era desde el conspiranoico que creía que el coronavirus era un invento de Bill Gates hasta cualquiera que cuestionara las decisiones políticas que se tomaron para luchar contra la pandemia (que eran decisiones «científicas», como si la ciencia fuera unívoca o todos los países hubieran tomado las mismas decisiones en todo el mundo).
Hoy, tras más de 80.000 muertos por coronavirus, la gran mayoría de líderes de opinión sologripistas conservan sus puestos y su influencia. Como ha escrito Jorge San Miguel, «nadie es capaz de predecir el futuro […], pero entre la saludable humildad que implica ese reconocimiento y la exhibición marmórea, chulesca, desaforada de jetas que estamos viendo tiene que haber algo». En una época en la que alguien es cancelado en redes por un desliz espontáneo, en la que puedes perder tu trabajo o reputación por un chiste, es sorprendente que no existiera rendición de cuentas con gente que durante semanas (y meses) blanqueó de manera ignorante un peligro tan grande.