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Argemino Barro

Sucederá de nuevo: habrá otro Trump

«Todo indica que el nacional-populismo no fue un cabreo momentáneo, sino la consagración de una corriente larvada en las últimas dos o tres décadas»

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Sucederá de nuevo: habrá otro Trump

EVA MARIE UZCATEGUI | AFP

«Donald Trump fue bueno para el país», dice un señor del norte del estado de Nueva York. Llamémosle Hank. «A la gente real le importan dos cosas: uno, que la economía marche bien para poder hacer negocios. Y dos, poder andar por la calle sin que algún desgraciado te mate porque sí. Trump tenía esas dos prioridades».

A sus 77 años, Hank comparte conmigo algunas lecciones vitales. Es 4 de julio y la hija de su novia es la madrina de mi hijo, así que estamos todos bajo el mismo techo. Hank ha mostrado al pequeñín cómo alimentar a las ovejas y le ha presentado al conejo macho, porque las hembras, que habían dado a luz recientemente, pueden matar y comerse a sus crías si perciben una amenaza. Ahora, Joe cocina unos filetes en la barbacoa mientras da sorbos a una copa de bourbon con agua fría.

Salir de Nueva York, de Washington o de Los Ángeles es como viajar a otro país. Pero ustedes esto ya lo saben. Ya lo han escuchado muchas veces, sobre todo en los últimos cinco años. Que si la élite costera, que si la torre de marfil, que si los progres que viven en Twitter, ahogados en un torbellino de indignación y narcisismo, proyectando una estrecha visión del mundo que los periódicos dan por buena.

Me temo que seguirán escuchando la misma cantinela durante un tiempo.

Y es que, pese a que Joe Biden hizo un esfuerzo por apelar a esa clase obrera blanca del interior, logrando arañar, de hecho, algunos puntos electorales, la división entre el campo y las ciudades costeras permanece. Incluso tenemos razones para pensar que es más amplia que nunca.

Las encuestas reflejan que más de la mitad de los votantes republicanos siguen pensando que Donald Trump ganó las elecciones, pese a que su oleada de bulos y pleitos fue rigurosamente neutralizada en los tribunales, tanto de jueces demócratas como de jueces conservadores. Los congresistas republicanos, cuyas vidas peligraron durante el asalto al Capitolio hace seis meses, continúan arrimados a Trump, y los candidatos emergentes del partido son redomadamente trumpistas.

Todo indica que el nacional-populismo no fue un cabreo momentáneo, sino la consagración de una corriente larvada en las últimas dos o tres décadas. Un espíritu político nuevo que sigue consolidándose dentro del Partido Republicano.

¿Y qué piensa Hank de todo esto? En familia y de barbacoa, la cortesía vence a la curiosidad, así que no se lo he preguntado. Quizás no haga falta, porque ya lo ha dicho todo. Hank ha usado la expresión «gente real».

De todos los motivos por los que sospecho que esta división política, este divorcio, está yendo a más, es porque no veo a los Hanks de Estados Unidos representados en el menú mediático de todos los días. El conservadurismo, como todo lo demás, se retrata a través del extremo y la hipérbole: los mítines, las soflamas, QAnon, Fox News. Cada vez que vemos en pantalla a un votante de Trump, suele tener sobrepeso y las venas del cuello hinchadas, porque está en un mitin, o en una protesta, y su identidad individual se ha disuelto en la identidad del grupo. Esta es una regla que nadie observa: tratemos de no hacer entrevistas en actos de masas, porque solo conseguimos eslóganes y puntos de vista simplistas y combativos.

Esta caricatura no se debe a que los grandes medios progresistas cuenten mentiras o estén financiados por una cábala globalista al servicio de George Soros, sino a algo tan natural como el fenómeno de la caja de resonancia, el pensamiento de grupo y la necesidad de mantener económicamente a flote una empresa de comunicación (lo mismo sucede a la derecha, o incluso peor: si hablamos de la izquierda es porque sus medios son más grandes e influyentes y proyectan la visión dominante de EEUU).

No parece que la deontología haya cambiado mucho, y eso que creíamos que había habido un proceso de reflexión y de aprendizaje. ¿Qué pasó con el mea culpa que pronunció el editor jefe del New York Times, Dean Baquet, en 2016, cuando sus más atildados observadores políticos tacharon a Trump de la lista de candidatos con posibilidades, una y otra vez, desde el principio de la campaña?

«Tenemos que hacer un trabajo mucho mejor al salir a la carretera, al país, al hablar con tipos de personas distintas de aquellas con las que solemos hablar: especialmente si resultas ser una organización mediática con sede en Nueva York», dijo Baquet días después de la victoria de Trump. «…Y recordarnos a nosotros mismos que Nueva York no es el mundo real».

Ahí lo tienen de nuevo, en boca del jefe del Times: «real». Gente real, mundo real.

Baquet y los suyos decidieron ampliar el abanico ideológico del diario. Contrataron a la periodista Bari Weiss, del Wall Street Journal, y le asignaron la misión expresa de encargar columnas de opinión que reflejasen otros puntos de vista sobre cuestiones como el cambio climático, el racismo o la transición de género en menores de edad.

La editora escribió también sus propias historias. Hizo una sobre la «Web Oscura Intelectual», un grupo de pensadores disidentes de la ortodoxia woke; fue crítica con algunos de los excesos del movimiento Me Too y cubrió en detalle al atentado antisemita contra una sinagoga de Pittsburgh, en 2018; la misma sinagoga donde Weiss había celebrado, de niña, su bat mitzvah.

El experimento duró poco más de tres años. En julio de 2020, Weiss dimitió del diario con una carta abierta en la que denunciaba un «ambiente de trabajo hostil» e «iliberal». Según su testimonio, quienes no se atuviesen a la narrativa woke eran víctimas de presiones y de abusos por parte de algunos colegas.

La gota que colmó el vaso para Weiss fue el despido de su jefe, James Bennett, por haberle encargado una columna al senador de Arkansas, Tom Cotton; un artículo en el que el republicano pedía desplegar al Ejército contra las protestas violentas que en ese momento desbordaban a las fuerzas policiales de varias ciudades americanas. Más de 1.000 empleados del Times declararon, por carta, que el texto de Cotton ponía sus vidas en peligro. Bennett recibió su minuto de odio en Slack y perdió el empleo. A Weiss se le dijo que, desde ahora, no encargase ninguna columna. Todos los artículos publicados en la sección de opinión iban a tener que ser aprobados no por el editor de la sección, sino por todos los editores del Times.

El organismo vivo que es un periódico, en este caso el más importante de Estados Unidos, acabó expulsando a Weiss, a Bennett y a otros como si fueran piedras en el riñón; cuerpos extraños que no permiten circular los flujos ideológicos.

Otros medios han intentado, también, tender un puente hacia esa otra América que se había difuminado. El portal Axios ha despachado corresponsales a Denver, Mineápolis, Tampa, Des Moines, Charlotte y Arkansas, una manera de colocar la lupa en el sur y en las grandes extensiones del Medio Oeste. Incluso la CNN, azote de todo lo que huela a republicano, contrató a la periodista Kaitlan Collins, natural de Alabama y excorresponsal en la Casa Blanca del medio conservador The Daily Caller, para añadir a sus operaciones un poco de diversidad intelectual.

No es fácil. El hecho de que la mayoría de cabeceras funcionan hoy con suscriptores suele ser motivo de aplauso: por fin un medio libre del control corporativo. Al mismo tiempo, los suscriptores son seres humanos, personas de carne y hueso a las que se puede enganchar con la heroína de la indignación. Es un incentivo tentador. En el caso del Times, los cuatro años de mandato de Trump fueron muy rentables. Sus suscriptores pasaron de dos millones a siete millones y medio; casi cuatro veces más. Ahora que Trump está fuera de foco, el crecimiento parece haberse estancado.

El Partido Republicano, cuyo líder pisó todas las líneas rojas, trató de perpetuarse ilegalmente en el poder y terminó azuzando a una turba al pie del Capitolio, tiene un problema. Un grave problema. Un problema por el que algún día rendirá cuentas.

Pero los neoyorquinos, angelinos y washingtonianos necesitan a gente como Hank, que no va a los mítines ni se envuelve en estrafalarias teorías conspirativas, pero que tampoco tiene un prensa local en la que informarse, diezmada como ha sido por la revolución de internet. En esta tesitura las opciones son, paradójicamente, escasas: o bien uno lee los medios de las grandes ciudades, o recurre a Facebook.

Y si los medios de las grandes ciudades continúan hablando del sexo de los ángeles y equiparando a los 74 millones de votantes de Trump, entre ellos los números crecientes de mujeres, latinos y afroamericanos que le dieron su confianza, con QAnin o con los señores que van a gritar a los mítines, el abismo seguirá siendo insalvable. Y quizás volvamos a llevarnos otra sorpresa en el próximo lustro.

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