THE OBJECTIVE
Argemino Barro

Totalitarismo de terciopelo: una aproximación

«Hace unos tres meses, aquejado de una profunda sensación de incredulidad por lo que veía y escuchaba a diario en Estados Unidos, saqué mi libreta azul del bolsillo y anoté la siguiente pregunta: ¿Cómo se identifica una ideología totalitaria?»

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Totalitarismo de terciopelo: una aproximación

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Hace unos tres meses, aquejado de una profunda sensación de incredulidad por lo que veía y escuchaba a diario en Estados Unidos, saqué mi libreta azul del bolsillo y anoté la siguiente pregunta: ¿Cómo se identifica una ideología totalitaria? 

Muchas personas ya se hicieron esta pregunta y nos legaron, como respuesta, libros gruesos y llenos de sabiduría. Personas que habían padecido ellas mismas los regímenes que tan astutamente describieron después. Ahora esas personas y esos regímenes están muertos. Pero sigue siendo una pregunta legítima: ¿Cómo se identifica una ideología totalitaria?

Antes de compartir las notas, me gustaría hacer varios matices.

Cuando tenía 18 años, me quedé prendado de la Unión Soviética. Uno nunca sabe por qué le acaba atrapando una fascinación. En este caso, por lo menos, recuerdo el día en que se produjo la magia: una clase de Historia, en primero de Periodismo, en la que el profesor nos habló de cómo Nikita Jrushchov le había tendido una trampa a Lavrenti Beria, jefe del NKVD, pocos meses después de la muerte de Stalin. El poderoso Beria fue ejecutado en los bosques a las afueras de Moscú. Me pareció un momento misterioso y cinematográfico, y me despertó una intensa curiosidad.

Ahora que lo racionalizo a posteriori, diría que lo que me indujo a estudiar ese país extinto fue la distancia que hubo entre sus intenciones y sus consecuencias. En otras palabras: la magnitud de sus ideales solo fue comparable a la magnitud de sus crímenes. Intuí que en esa tensión había mucho que aprender, y ahí sigo: leyendo y leyendo, pelando cada capa de la cebolla de ese dramático experimento social. 

Así que reconozco mi sesgo: me fascinan estos temas. ¿No estaré, por tanto, viendo fantasmas donde no los hay? ¿No estaré forzando un poco los hechos para que cuadren con una visión carismática del mundo, en este caso, la germinación de una especie de «totalitarismo de terciopelo», como dijo la periodista rusoamericana Cathy Young, en EEUU? Puede ser. Pero creo que merece la pena hacer el ejercicio.  

Otro matiz: pese a su increíble influencia cultural y discursiva, ramificada por las universidades, los medios de comunicación y el mundo corporativo, esta ideología sigue siendo minoritaria: no se ha adueñado de ninguno de los poderes del Estado. Y probablemente no lo hará en nuestras vidas. Estados Unidos continúa siendo una democracia sana, enérgica y firme. Aguantó los ataques de Donald Trump y del nacional-populismo (este asunto tampoco ha terminado: para otra ocasión) y seguramente resistirá también los ataques de los Verdaderos Creyentes. 

Y, por último, es esencial distinguir entre los fines y los medios. Una cosa es querer erradicar la pobreza, o la transfobia, o el racismo: fines nobles que se persiguen de muchas maneras dentro de los parámetros democráticos, como han demostrado la lucha por los derechos civiles o por el matrimonio gay. Y, otra, intentar alcanzar presuntamente esos fines aplastando, por el camino, otros derechos.

Las notas:

  • 1.Una ideología es potencialmente totalitaria cuando divide a la sociedad en categorías rígidas a las que otorga, al por mayor, determinadas características morales. 

Todos generalizamos en la vida. Decimos que los americanos X, los chinos Y y los niños Z, por ejemplo. Es la única forma de orientarnos en este mundo tan complicado. Estas generalizaciones, sin embargo, no deben de abolir los conceptos de individualidad y libre albedrío. Si una ideología pretende que toda la esencia del ser humano proviene de una característica dada (sea la clase, la raza o el género); si adjudica pecados o virtudes en base al fenotipo e ignora los demás factores personales o circunstanciales, esa ideología, posiblemente, es totalitaria. 

Desde el punto de vista del Creyente, percibir a la sociedad en bloques nítidos de víctimas y victimarios es muy útil. Permite hacer diagnósticos exprés y proponer soluciones sencillas a problemas complejos. Lo que nos lleva al siguiente punto.

  • 2.Una ideología es potencialmente totalitaria cuando gira alrededor de un enemigo.

Seguramente no hay que desarrollar mucho más esta idea. Stalin, que miraba al mundo en términos exclusivos de clase social, fue colgándole todo tipo de crímenes a la burguesía. Incluso cuando ya no quedaban burgueses a los que culpar.

Cuando Stalin lanzó su campaña de colectivización de la agricultura, en 1928, el kulak, un tipo de campesino tímidamente enriquecido gracias a la apertura económica dictada por Lenin unos años antes, se convirtió de la noche a la mañana en el culpable de todos los problemas de la Unión Soviética. Detrás de cada cola del pan, de los eternos trámites burocráticos o del retraso de las obras públicas, había un kulak: un asqueroso parásito, representado con aspecto simiesco, que dividía su tiempo entre la explotación del inmaculado obrero y el sabotaje al Estado.

De manera similar a lo que sucedió en la Alemania nazi, en su caso con criterios exclusivamente raciales, la demonización del kulak en la Unión Soviética fue la antesala de una terrible ola de paranoia y violencia estatal.

  • 3. Una ideología es potencialmente totalitaria cuando quiere abarcar la totalidad de los aspectos de la vida.

No hay escapatoria. Todo es política. El ocio, el arte, el deporte, la educación, la vida social, las miradas, el lenguaje, la religión, las matemáticas. Cualquier cifra, cualquier observación, cualquier patrón accidental o estadístico de cualquier cosa. Todo es susceptible de reflejar problemas «estructurales» o «sistémicos». Así, nada escapa a la lupa del Creyente, eternamente dispuesto a arrojarte una teoría a la cara, a encontrar al Diablo en un musical, en un corte de pelo o en un comentario inocente. 

«Un bolchevique», dijo Nikita Jrushchov, «piensa en la revolución hasta cuando duerme». Más abajo veremos ejemplos.

  • 4.Una ideología es potencialmente totalitaria cuando crea su propia jerga escolástica

Hacer del lenguaje una herramienta vaga y abstrusa otorga muchas ventajas al fanático. Al dejar el lenguaje en un territorio indefinido, uno puede interpretarlo a su gusto, lo cual multiplica las posibilidades de enterrar minas, trazar líneas rojas y fabricar problemas nuevos con los que acusar a nuevos culpables.

En enero de 1936, el periódico oficial Pravda publicó un artículo en el que acusaba al compositor soviético Dmitry Shostakovich de «formalismo». Nadie sabía muy bien lo que significaba eso de «formalismo», pero, por lo que decía el artículo, parece que el músico se había dejado llevar, en su obra Lady McBeth de Mtensk, por el vicio burgués de la ornamentación y las filigranas innecesarias, lo cual lo alejaba de los sobrios principios del proletariado y de la denodada lucha por construir una utopía socialista.

Shostakovich, que había visto cómo otras figuras de la cultura habían sido arrestadas o fusiladas en base a términos parecidos, hizo tres cosas. Una, canceló inmediatamente todas las obras y ensayos que tenía en curso. Dos, se puso a trabajar en una nueva sinfonía (la Quinta Sinfonía) del gusto sencillo y triunfalista de Stalin. Y tres, publicó un patético arrepentimiento público en Pravda.

En junio de 2021, la prensa progresista de EEUU publicó varios artículos en el que acusaba al artista neoyorquino Lin-Manuel Miranda de fallar en el «colorismo». Nadie sabía muy bien lo que significaba eso de «colorismo», pero, por lo que decían estos artículos, parece que Miranda se había dejado llevar, en su película In The Heights, por el vicio blanco de no representar la cuota correcta de latinos de piel oscura, lo cual lo alejaba de los principios de equidad e inclusión y de la denodada lucha por construir una utopía racial equitativa.

Esta historia está en desarrollo, pero Lin-Manuel Miranda, que probablemente ha visto cómo otras figuras de la cultura han sido acosadas y canceladas en base a términos parecidos, publicó en su cuenta de Twitter una confesión muy similar (1) a la de Shostakovich. El artista neoyorquino pidió perdón por sus pecados, agradeció los comentarios que le llovieron de todas partes y prometió hacerlo mejor en el futuro.

Por supuesto: la URSS de 1936 no son los Estados Unidos de 2021. Por supuesto: a diferencia de Shostakovich, Lin-Manuel Miranda vive en una sociedad democrática, donde lo más probable, si no vuelve a pisar la ortodoxia, es que siga trabajando y ganando mucho dinero, sin temor a que el NKVD aporree su puerta una noche a las cuatro de la mañana y le dé diez minutos exactos para recoger sus cosas.

Pero es curioso cómo riman estos episodios. Veamos en detalle el ‘caso Miranda’.

Nos encontramos ante el guionista, productor, actor y cantante que más ha celebrado la diversidad racial en Estados Unidos, y en los términos más universales e impresionantes. Gracias a su bombazo de Broadway, Hamilton, posiblemente el musical más exitoso de nuestra generación, hemos visto a los Padres Fundadores de la democracia moderna interpretados exclusivamente por actores latinos, negros y asiáticos. «Es la historia de la América de entonces, contada por la América de ahora», resumió el director de la obra maestra de Miranda, Thomas Kail. El único personaje interpretado por un blanco, de hecho, era el Rey de Inglaterra.

Si hay alguien poco sospechoso de albergar sentimientos racistas, ese es el Lin-Manuel Miranda. Es más: aún si hubiese alguna ley en EEUU que obligase a los creadores a observar, en sus obras, cuotas estrictas de pigmentación cutánea, no está claro que In The Heights fuese culpable. El color de la piel de su reparto parece variado y al menos una de las actrices protagonistas, Leslie Grace, es afrolatina.

Es posible que ustedes crean que estoy exagerando. Yo creo que no es el caso.

El clamor contra Miranda ha sido aparentemente unánime. The New York Times, diario nacional de referencia, ha preguntado a cuatro de sus críticos por el escándalo de «colorismo» en In The Heights . Los cuatro, como si fueran una sola voz, dijeron estar «preocupados» por la «indignante» elección del reparto y la «terriblemente estrecha visión» de la diversidad racial que tiene Miranda. In The Heights, dijo uno, «perpetúa la noción de que los actores negros, de alguna manera, son menos talentosos y menos capaces que los actores blancos». 

Es decir, el 100% de los críticos consultados por el periódico están igualmente asqueados; no hay ninguno que, aunque solo sea por ofrecer otra perspectiva y avivar un poco el debate, ponga la libertad creativa por encima de las cuotas cutáneas o entienda que, a lo mejor, Miranda (que seleccionó a un actor mulato para interpretar al padre de la patria, George Washington, en Hamilton) solo estuviese representando la parte del barrio en la que él se crio y que mejor conoce.

Lo mismo se puede leer en Vox.com, NPR, Slate o USA Today, por no hablar de Twitter. Una salva de ataques que relacionan un amable musical en Spanglish con la herencia racista de la colonización de las Américas. 

¿Y no hay nadie que haya defendido a Miranda? Sí, ni más ni menos que una leyenda, la actriz latina Rita Moreno: uno de los pocos miembros supervivientes del reparto original de Singing in the rain y West Side Story, y una de las pocas personas que han ganado un Óscar, un Tony, un Emmy y un Grammy. 

Preguntada por el presentador Stephen Colbert acerca de la controversia, la actriz portorriqueña, de 89 años, defendió a su amigo Lin-Manuel. «Es como si nunca pudieras hacer lo correcto, parece», declaró. «Este es el hombre que, literalmente, ha traído la latinidad y la puertorriquedad a América. Yo no pude hacerlo. Es decir, me encantaría decir que lo hice, pero no pude. Lin-Manuel lo ha conseguido, realmente él solo». Luego añadió: «Estáis yendo a por la persona equivocada». 

Horas después llegaba su arrepentimiento público, vía Twitter:

«Estoy increíblemente decepcionada conmigo misma», escribió Moreno. «Mientras hacía una declaración en defensa de Lin-Manuel Miranda en el programa de Colbert de anoche, fui claramente desdeñosa hacia las vidas negras que importan en nuestra comunidad latina. Es muy fácil olvidar cómo la celebración para algunos es un lamento para otros. Además de aplaudir a Lin por su maravillosa versión cinematográfica de In The Heights, déjenme añadir mi apreciación por su sensibilidad y su resolución para ser más inclusivo con la comunidad afrolatina de ahora en adelante. Lo veis, SE PUEDE enseñar a este viejo perro nuevos trucos. RITA».

Volvamos a la cuestión del lenguaje escolástico y abstruso. 

Uno de los artículos más agresivos contra Lin-Manuel Miranda, publicado en The Washington Post, dice que In The Heights solo es otro intento de Hollywood de «blanquear» la realidad en sus películas, prescindiendo de actores de piel oscura. La columna incluye el siguiente párrafo: «Debemos de continuar desafiando las decisiones sistémicas que hacen de las comunidades predominantemente afrodescendientes carnaza blanqueada para Latinx blanco-centrados». 

Las ideas honestas se expresan en un lenguaje claro y simple. Cuando lean o escuchen un término ampuloso y complicado que nunca han escuchado o que no acaban de entender, tengan cuidado. Es posible que les esté tendiendo una trampa.

  • 5. Las ideologías potencialmente totalitarias necesitan constantes cazas de brujas. No como un medio, sino como un fin en sí mismo.

Cuando sucede algo como lo de Miranda, o lo de Lee Fang, o lo de Donald McNeil, o lo de Chris Harrison, siempre hay reacciones de incredulidad. ¿Y eso? ¿Cómo es posible? Pero si en la película hay afrolatinos, pero si es el creador de Hamilton, pero si…

No le busquen un sentido porque no lo suele tener. Con Miranda fue el «colorismo», pero cualquier cosa es ser susceptible de ser considerada racista: el ajedrez, la ornitología, las lociones de piel , los parques nacionales, Los Simpsons, Abraham Lincoln, Gandhi, etcétera. Recordemos que todo es política, y que no hay nada que uno haga que garantice su rectitud moral frente a los Creyentes.

Esto es así porque las cazas de brujas, en realidad, son un ejercicio necesario para mantener a los Creyentes en un estado perpetuo de alerta y militancia, en un constante perfeccionamiento de la lealtad y de la capacidad de acción. 

Los falsos juicios en la Unión Soviética de Stalin, celebrados entre las candilejas de grandes teatros, con toda la prensa nacional e internacional invitada y un equipo de cine filmando planos vanguardistas, tenían exactamente ese objetivo. Los acusados eran inocentes. Sus cargos eran lo de menos. Solo importaba el espectáculo, la gimnasia ideológica de las acusaciones y las confesiones humillantes. 

  • 6. Las ideologías potencialmente totalitarias no se conforman con la obediencia. Exigen la conversión.

Las ideologías que discurren por cauces estrechos, como es el caso de las ideologías identitarias, lo hacen con mucha fuerza. Tanta fuerza que da miedo acercarse. Por eso todo el mundo camina de puntillas alrededor de ellas. Los Creyentes lo saben y recurren a grandes comunicados y rituales públicos de adhesión a la causa. Una manera de ver, entre otras cosas, quién está con ellos y quién no.

Hay un claro narcisismo en querer atajar la libertad de expresión y en defender unas teorías que lo explican absolutamente todo. Teorías universales y cerradas al vacío, fuera de las cuales no hay nada. Solo gente malvada o perdida.

  • 7. Las ideologías potencialmente totalitarias dicen representar las verdaderas esencias del pueblo.

Este no es un punto demasiado original. Los populismos e incluso los partidos liberales dicen representar los intereses honrados y auténticos de la gente común. Es una de las obviedades de la política.

En el caso de los Creyentes, sin embargo, esto va más allá y se finge una especie de simbiosis entre ellos y las castas oprimidas a las que dicen representar. Así, criticarlos a ellos equivale a criticar a una clase, raza o género concreto.

Paradójicamente, la realidad es muy distinta. Los políticos que cortejan estas ideas, pese a tener un gran altavoz, se cuentan con los dedos de una mano. La inmensa mayoría de los congresistas del Partido Demócrata, como apuntaba el columnista David Brooks, siguen siendo moderados de toda la vida. Y fueron los moderados de toda la vida los que conquistaron escaños con más facilidad en las pasadas legislativas. Incluso en una ciudad tan progresista como Nueva York, de los cuatro favoritos a la alcaldía, tres eran moderados. Algo así como el 75% de los votos.

Las encuestas reflejan una realidad parecida. Según una encuesta de 2018, el 80%, de los norteamericanos cree que «la corrección política es un problema»  y solo el 8% se identificaba como «activistas progresistas»: un término que describe a ala más izquierdista del espectro político. En esta minoría predominan, curiosamente, los blancos acaudalados

Las legislativas del año que viene se ciernen sobre Estados Unidos y los oportunistas republicanos han captado estas energías: tratan de capitalizar el descontento de grandes capas de población frente a estas actitudes. Los demócratas y los medios afines a la ideología, de momento, reaccionan a la defensiva o esquivan el combate. Pero cabe la posibilidad de que esta ideología, que también tiene mucho de moda, viva en los próximos meses su momento decisivo: expansión o principio del fin.

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