Trabajar menos, ¿para qué?
«Porque si hay un trabajo excesivo que hastía, no puede decirse menos de un ocio igual de compulsivo que no lleva a ninguna parte, más que a la insatisfacción por la falta de sentido y propósito»
Ha vuelto a suceder con el debate en torno a la propuesta de la jornada laboral de cuatro días. Nos centramos en debatir o rebatir el qué, el cómo, o el cuándo, pero obviamos la pregunta esencial: para qué. En cuanto al qué y al cómo, leemos infinidad de comentarios que hablan o de su indeseabilidad o de su insostenibilidad, bien aludiendo a que se envían incentivos peligrosos, bien a nuestra falta de competitividad y productividad para sostener dicho cambio normativo en las relaciones laborales. Sobre el cuándo, unos dicen que ahora no, pero que podrá llegar, y que de hecho es bastante probable que llegue en un futuro más o menos cercano –así lo creo y lo espero yo–. Se suele aludir a Keynes, quien ya dijo que en 2030 trabajaríamos 15 horas semanales. Hay poco que objetar a estos debates que suelen mezclar posicionamientos técnicos e ideológicos a partes iguales. Al fin y al cabo, cobrar lo mismo trabajando menos horas implica un reequilibrio que exige ser analizado y aplicado con tino, no fuera a ser peor el remedio que la enfermedad.
En cambio, donde hay una inexistencia total de reflexión y debate es en torno al para qué. ¿Queremos trabajar menos horas? Sí, ¿para qué? Cada uno tendrá sus motivos, claro, pero pueden resumirse en arrebatarle tiempo al trabajo para dedicárselo al ocio o a la familia. El concepto de vida buena se concreta en una rutina y unas aficiones diferentes para cada uno de nosotros, y está bien que así sea. Sin embargo, este cambio significativo corre el riesgo de alimentar la dinámica de la que, en teoría, buscamos huir con esta reducción de jornada laboral. Porque si hay un trabajo excesivo que hastía, no puede decirse menos de un ocio igual de compulsivo que no lleva a ninguna parte, más que a la insatisfacción por la falta de sentido y propósito. A quien le vaya bien, adelante, pero no puede negarse que hay indicadores clínicos, psicológicos y sociales que señalan que se trata de una vía cegada al bienestar para demasiados. Por otro lado, el ocio y las obligaciones familiares y personales pueden ser igual de atosigantes o más, lo que da al trabajo, en ocasiones, la condición de lugar de reposo y descanso. En este contexto de obligaciones y ocio casi decretado, el significado del viejo gin-tonic de los viernes ha pasado para muchos al café de media mañana del lunes.
El para qué, además de conectar con la vida privada, con las elecciones individuales, ha de hacerlo con un propósito general, con un terreno común, con algo que trascienda el hecho inmediato de trabajar para pagar facturas o de evadirse para pasar el día. Tanto a nivel personal como colectivo. Y ese sigue siendo el gran reto tras décadas de dispersión de esfuerzos en un presente continuo falto de horizontes razonablemente prósperos y compartidos. Mientras no atendamos este problema de fondo, trabajar menos no significará vivir mejor necesariamente.