Trump no era un cisne negro
«Quizá Trump haya muerto, sí, pero el trumpismo goza de buena salud, en especial a este lado del Atlántico»
Euforia desbordada, abierta, franca, en Wall Street, el templo universal del Dinero con mayúscula, y algo bastante parecido a la desolación en los vastos territorios de la América profunda y empobrecida, tanto la rural como la desindustrializada, esos donde Trump ha vuelto a imponerse en las urnas a los demócratas con autoridad rotunda, incontestable. ¿Cómo analizar algo así apelando a la herrumbrosa quincalla teórica del viejo eje de coordenadas que confrontaba en un espacio cartesiano a la llamada izquierda, supuesta defensora de los intereses objetivos de los de abajo, con la llamada derecha, no menos teórica abogada de oficio de los de arriba?
Simplemente, no se puede, es empresa imposible. Porque Trump[contexto id=»381723″] ha perdido, cierto, pero por la mínima, por la muy mínima. Y un payaso de la televisión, zafio, ignorante, astuto manipulador mediático, multimillonario y amoral, acaso podría haber ganado una vez, por pura casualidad. Esas cosas pasan. Pero que, tras cuatro años en el poder, continuase arrastrando a la mitad de Norteamérica tras de sí, y de modo militante además, indica que el trumpismo, esa muy agresiva combinación de fondo y formas políticas que van mucho más allá del propio Trump, no fue el producto de un aciago azar electoral hace cuatro años, ni debe dársele por muerto hoy; sobre todo, aquí, en Europa. Porque Trump no fue un cisne negro. Y tampoco flor de un día.
Al cabo, lo que Trump ha venido a acreditar, y por enésima vez en la historia, es que, contra lo que aún quieren pensar los herederos intelectuales de Marx, la argamasa que con más fuerza une a las comunidades humanas está compuesta por una mezcla en distintas proporciones de afinidades nacionales, antropológicas (eso que algunos llaman cultura) y raciales. Los intereses económicos de clase ocupan un lugar subordinado a ese respecto, algo que ya se certificó cuando los obreros franceses o alemanes orillaron la lírica del internacionalismo proletario cuando la Gran Guerra para alinearse tras las enseñas nacionales de sus respectivos países. El porvenir del trumpismo, decía ahí arriba, podría estar más en Europa que en los propios Estados Unidos. Pues es sabido que los dioses gustan de castigar a los hombres concediéndoles cuanto les piden. Así esa Europa que siempre había soñado con parecerse a Estados Unidos y que ahora constata, no sin horror, que empieza a resultar mucho más igual a ellos de lo que le habría gustado. La fuga de la antigua base sociológica de socialistas y comunistas hacia las distintas variantes nacionales de la nueva extrema derecha, un fenómeno que se repite en todos los rincones de Europa con casi la única excepción – de momento- de la Península Ibérica, resulta ilustrativa al respecto. Estados Unidos, pese a ser uno de los países más ricos del mundo, siempre ha carecido de un Estado del Bienestar, obviamente no por razones económicas sino por las barreras invisibles de orden étnico en que se escinden las distintas comunidades cerradas que conforman la nación desde su mismo origen.
Unas barreras lo suficientemente altas y sólidas como para hacer imposible que los principios universalistas que definían la almendra filosófica del Estado del Bienestar europeo (y canadiense) alumbrado en la posguerra pudieran arraigar allí. A fin de cuentas, la gran diferencia no residía en que Europa (y Canadá) fuese mucho más socialdemócrata que Estados Unidos, sino en que era mucho más blanca. Pero ya no lo es. Un asunto cromático, el del progresivo oscurecimiento de la tez de los habitantes de Europa, que no por casualidad ha venido a coincidir en el tiempo con el súbito cuestionamiento del viejo consenso transversal en torno a los fundamentos del Estado el Bienestar en su configuración original, la imaginada para la totalidad de la población. Repárese, sin ir más lejos, en lo que era el mapa electoral de nuestros vecinos franceses todavía en 2002, cuando aún el 43 por ciento de los obreros industriales votaba por sistema a la izquierda al disciplinado modo, un porcentaje que suponía el 39 por ciento si a ese grupo, el de los trabajadores manuales, se le sumaba el resto de la población francesa asalariada. Solo dieciocho años después, el primer partido de los obreros franceses, y con enorme diferencia, resulta ser el Frente Nacional de Le Pen. Por su parte, las formaciones de izquierda apenas logran retener un 16 por ciento de esos mismos electores. Quizá Trump haya muerto, sí, pero el trumpismo goza de buena salud, en especial a este lado del Atlántico. No, no era un cisne negro.