THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

Un brindis por Carlos Falcó

«Aunque nuestro amigo se ha ido, la bodega que soñó y sus vinos tan singulares le sobrevivirán para siempre»

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Un brindis por Carlos Falcó

“Por mi formación de ingeniero agrónomo, siempre he querido vivir en el campo y dedicarme a la agricultura. Esto es lo que me llena. La vida social ha sido siempre para mí algo secundario”, me comentó Carlos Falcó en noviembre de 2002. El viernes pasado falleció, víctima del coronavirus, el marqués de Griñón, descendiente de uno de los más antiguos linajes nobiliarios de nuestro país y habitual de la prensa rosa debido a sus cuatro matrimonios. Pero, por encima de todo, un hombre del vino. 

Como ha explicado el maestro Víctor de la Serna en un artículo publicado en esta misma web, Falcó fue “el gran renovador del vino español”: “Este grande de España innovó desde siempre, no contentándose con ser terrateniente como sus antepasados, sino marchando a formarse en la Universidad de California-Davis. Unos años más tarde, en las tierras que su familia –desde el siglo XIII– tiene en Malpica de Tajo (Toledo), creó una finca vitícola, como los domaines franceses, que revolucionó ese sector en España”.

En estos días, los medios nacionales generalistas resumirán su vida en cuatro pinceladas, haciendo hincapié en su faceta de aristócrata enamoradizo, en ocasiones seductor y en otras seducido, como si fuera aquel Homme qui amait les femmes que retrató François Truffaut en un filme de 1977. Pero eso es sólo anecdótico. “Falcó era ante todo un hombre renacentista y un auténtico caballero”, ha dicho de él certeramente Thomas Matthews, director de Wine Spectator, la más prestigiosa revista internacional dedicada a la cultura del vino.      

Amante de los toros y la ópera, apasionado de los viajes y la gastronomía, escritor en sus ratos libres de un manual muy didáctico, Entender de vino (1999, Ed. Martínez Roca), cuyos derechos de autor cedió a su tercera esposa Fátima de la Cierva por lo mucho que le había ayudado en el proyecto… Carlos fue también Presidente de la Academia Castellano-Manchega de Gastronomía y vice-presidente de la Real Academia de Gastronomía, además de fundador y Presidente de Grandes Pagos de España (GPE), asociación que reúne a 32 bodegas excepcionales “repartidas por todo el territorio nacional con una máxima común: elaborar vinos excelentes en armonía con el suelo, la naturaleza y el clima de cada viñedo”.

En los últimos años, había impulsado la creación del Círculo Fortuny, institución privada sin ánimo de lucro similar al Comité Colbert francés, que integra a las marcas culturales y creativas españolas de prestigio (desde Loewe hasta el Gran Teatre del Liceu, pasando por Lladró, Tous, Chocrón o Vega Sicilia), para promover y defender su entidad propia. Con la desaparición de Carlos, tendrán que buscar un nuevo Presidente Ejecutivo.

“Para mí, que he vivido esa España tan pobre y tan limitada de la posguerra, este me parece ahora un país maravilloso”, me comentaba hace años. “Es una satisfacción increíble. Probablemente los que no han conocido aquello no lo aprecian tanto, pero a la generación que hemos pasado nuestra niñez en los años 40 nos parece un milagro… Yo salí a estudiar al extranjero a los 17 años y, cuando volví, España me pareció tan poco interesante, tan limitada y tan cerrada que me marché de nuevo a California. Y de regreso me seguía pareciendo un país dificilísimo. Es un país que siempre me ha gustado, porque me siento muy español, pero tú ibas a Alemania o Francia y aquello era maravilloso. Ahora España es más abierta y más dinámica… Se está recuperando el patrimonio histórico como no se ha hecho nunca. Creo que vamos en la buena dirección. No digo que todo sea perfecto, porque probablemente la siguiente generación lo hará aún mejor”.

Optimista por naturaleza, Falcó soñaba últimamente con lanzar al mercado bajo la marca de Oleum Plus una línea cosmética basada en el famoso aceite de oliva que la familia elabora desde hace lustros en esa finca situada en el valle del río Pusa (término municipal de Malpica de Tajo), a 109 kilómetros de Madrid, donde además de olivares y viñedos hay un castillo del siglo XII que el marqués habitó en diversas épocas de su vida. 

Gran defensor de los aceites de oliva virgen extra españoles, en los años 90 se indignaba porque los italianos se vendían en el mercado internacional diez veces más caros que los nuestros. Así que se implicó a fondo en el tema, igual que antes había hecho con el vino creando un auténtico château en tierras toledanas. “El primer concepto era: hay que hacer un aceite de pago. Segunda cosa: hay que hacer una molienda más cuidadosa. Estuve cinco años haciendo pruebas con mis viejos olivos de cornicabra y no salía lo que yo quería”, me contaba. Así que plantó manzanilla, arbequina y picual en el Dominio de Valdepusa y fichó como asesor al profesor toscano Marco Mugelli, que le ayudó a diseñar una almazara revolucionaria. Poco después, creaba –a imagen de GPE– la asociación Grandes Pagos del Olivar. Y, en 2013, la guía internacional Flos Olei señalaba el aceite Marqués de Griñón como el mejor del mundo en su categoría. Por entonces, ya se vendía en 46 países de Europa, América y Asia.   

Esa mezcla de inspiración, locura y visión de futuro la tuvo Carlos Falcó y Fernández de Córdova (Sevilla, 1937) desde sus inicios como viticultor, saltándose el reglamento en 1974 al plantar cepas francesas en Malpica y reclutar como consultor al mítico enólogo bordelés Émile Peynaud, a quien luego sucedería Michel Rolland. Todo, con un único objetivo en mente: llegar a situar alguno de sus vinos en la élite nacional e incluso mundial. Como no ha perdido actualidad, permítanme reproducir aquí una parte de la entrevista que le hice hace 18 años para el Magazine de El Mundo en la que contaba cómo se inició todo.

P. ¿Es verdad que usted empezó como contrabandista de cepas?

R. Cuando terminé la carrera de agrónomos me fui a California y, una noche, el decano de la facultad me invitó a cenar a su casa con otro estudiante español y nos dio una serie de vinos californianos, fundamentalmente cabernet. Yo tuve que preguntar qué quería decir cabernet sauvignon y él me explicó que era la uva de Burdeos. “¿Cómo podéis conseguir esto en un clima casi mediterráneo, donde se cultivan tomates?” Y me dijo: “Tecnología. Estamos apostando por controlar el riego del viñedo, utilizando unos tanques de acero inoxidable concebidos originalmente para las industrias lácteas para fermentar el vino controlando la temperatura. Además tenemos climatizada la bodega…”. “¿No podría hacer yo lo mismo en España?”, me dije. Les envié por correo unos análisis de mi finca de Malpica y respondieron que el clima y la tierra eran perfectos. Total, que decidí que la plantaría, que haría un vino de pago y que pondría en la etiqueta que era cabernet. Ya estaba lanzado cuando me encontré con que todo estaba prohibido: desde traer cepas francesas pasando por poner en la etiqueta la añada, ya que era un vino de mesa. Tampoco se podía regar porque lo impedía la ley del 70… Entonces aparqué el proyecto y me dediqué a la fruticultura: primero la manzana Granny Smith, luego el tabaco de Virginia para Fortuna.

P. Pero la idea le seguía rondando la cabeza.

R. Claro. Así que 10 años después, estaba yo trayendo manzanos del Valle del Loira, y le dije a mi viverista: “¿Por qué no me metes en el camión unas cepas de cabernet sauvignon, que tengo interés en probar?” “Es que eso está prohibido”, me contestó. “Pero bueno”, repliqué: “el aduanero, en pleno invierno, no va a distinguir entre el manzano y la uva cabernet. Además lo metemos debajo en el camión… Si ocurre algo, asumo el riesgo, yo voy a la cárcel”. Por supuesto, pasaron por la aduana sin problemas y planté delante de mi casa las 14 hectáreas de cabernet sauvignon que dieron pie a mi primer vino.

P. Y ya que infringía la ley, no se cortó en nada. 

R. Yo había estado el año anterior en Israel y había visto el riego por goteo que habían inventado para los territorios ocupados. Y me dije que si funcionaba con los naranjos también iría bien en la viña. Sin saberlo fui el pionero mundial en hacer vino regado por goteo, algo entonces prohibido y que ahora es muy común en California o en Chile.

P. Estará usted de acuerdo con esa estrofa de Dylan que un bodeguero portugués rebelde ha puesto en la contraetiqueta de uno sus vinos: “Hay que ser honesto para vivir fuera de la ley”.

R. Sí. Yo creo que las leyes son para los hombres, no los hombres para las leyes. A veces la ley no tiene razón de ser o está obsoleta o es injusta y al mismo tiempo no se hace daño a nadie; porque qué daño le puede hacer a alguien que yo tenga plantado delante de mi casa un viñedo de cabernet sauvignon e intentar hacer con toda ilusión el mejor vino posible… Pues entonces yo creo que ahí el incumplimiento está justificado aunque, en general, soy partidario de respetar las leyes.

P. Usted ha llegado incluso a tener algunas multas y denuncias.

R. Sí, porque cuando empecé a hacerme un nombre en Londres, di una charla en Valladolid y al día siguiente alguien fue al Ministerio de Agricultura y les contó que yo había defendido el riego por goteo. Aquello no gustó nada y, a los pocos días, vino a la finca un coche negro, luego otro y luego un tercero. Eran del Ministerio, venían a hacerme una inspección y me dijeron que estaba haciendo una cosa ilegal: multa máxima. “¿Y cuánto es eso?”, pregunté. Me dijeron: “Son 120.000 pesetas”, que entonces era un dinero. Hice un pliego de descargo pero no sirvió de nada. La única ventaja fue que, al ponerme la multa, salió en todos los periódicos, porque yo entonces estaba casado con una señora bastante famosa. Y el resultado fue que, por 120.000 pesetas, se enteró toda España de que yo tenía un viñedo de cabernet sauvignon. Resultó una publicidad bastante barata.

P. ¿Le dio eso más promoción que su presencia en la prensa rosa?

R. Probablemente, porque en aquella época había una serie que se llamaba Falcon Crest y, además, como me apellido Falcó, se asociaba. Y todas las amas de casa se sabían aquello de cabernet sauvignon, con lo que la cosecha del 84 se vendió en pocos meses. 

Tras décadas de predicar en el desierto, rompiendo normas vitivinícolas y luchando contra la incomprensión institucional para producir tintos notables bajo la etiqueta de simples vinos de la tierra, la Administración terminó concediendo en 2002 a su Dominio de Valdepusa la categoría de Vino de Pago, que es como una denominación de origen para él sólo. Un reconocimiento a su labor pionera, veinte años después de su primera cosecha, que supuso el triunfo del sueño individual frente al inmovilismo administrativo, del hombre frente a la burocracia.

¿Se imagina su vida sin vino?, le pregunté entonces, mientras bebíamos una botella de Emeritus. “De ninguna manera. Yo soy un hombre de campo y no conozco ningún producto agrario que tenga unos aspectos tan nobles como el vino”, indicó. “Para mí, es la forma más elevada de la agricultura porque, al final, se acaba haciendo un producto que es una obra de arte y que además dura y cambia y sigue viva en el tiempo y, a veces, sobrevive a quien la ha hecho”. Aunque nuestro amigo se ha ido, la bodega que soñó y sus vinos tan singulares le sobrevivirán para siempre.

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