Un elogio del patriotismo
«La patria nos ofrece la ocasión de dejar de ser individuos sueltos para formar parte de una unidad que siendo trascedente a nuestro ser personal proporciona un sentido a este»
En nuestro país, durante mucho tiempo, la palabra patria sólo suscitaba reacciones negativas. Fernando Savater llegó a publicar un panfleto titulado Contra las patrias. Con la mejor de las intenciones, sin duda, aunque no sé si a estas alturas andará un poco disgustado, ya que no arrepentido, del título. En épocas más recientes, el término ha adquirido matices menos negativos. Una novela y luego una serie de televisión la llevaron al primer plano. Relacionaban el concepto con la cuestión vasca y lo hacían de una forma un poco ambigua, no en cuanto a la condena del terrorismo, claro está, sino en cuanto al papel del concepto en los fundamentos de la violencia nacionalista y en la posibilidad de la convivencia pluralista. El podemismo, en tiempos más brillantes que los actuales, intentó recuperar el concepto a su manera, como una palanca para «hacer pueblo». Nunca sabremos hasta donde habría llegado el movimiento si sus líderes, en vez de detenerse atemorizados en el umbral señalado con letras de fuego por la palabra España, se hubieran atrevido a hablar de una patria española, con todas las consecuencias, incluida la vindicación de la nación frente a los nacionalismos.
En círculos más académicos, la palabra patria ha ido relacionada con una renovación de la tradición republicana. Aquí la idea juega un papel crucial a la hora de incentivar -vamos a decirlo así- las virtudes ciudadanas. La patria nos ofrece la ocasión de dejar de ser individuos sueltos para formar parte de una unidad que siendo trascedente a nuestro ser personal proporciona un sentido a este. La virtud se manifiesta en lo que el ciudadano está dispuesto a sacrificar por esta comunidad.
En otro campo, la patria -o el concepto de patriotismo- sale intermitentemente a la superficie desde mediados de los años 90, cuando FAES importó de Alemania el patriotismo constitucional. Con éxito limitado, como era de esperar, lo que no ha impedido que el concepto siguiera coleando en el entorno de Ciudadanos y entre intelectuales ilustrados. Como en su momento con FAES, ha ido encaminado a construir una lealtad nueva hacia una comunidad política identificada por sus valores cívicos. La Constitución, la justicia o los derechos humanos, eran la verdadera patria. Aquello dejaba demasiadas cosas sin resolver con respecto a la inserción concreta de cualquiera de nosotros en nuestro país, ya sea su pasado, su presente o su futuro. ¿Acaso no existía España, o no había españoles antes de la Constitución? ¿No podemos llegar a querer a nuestro país con independencia del régimen político que lo gobierne? Y en términos personales, ¿no venimos muchos de nosotros de familias en las que diferencias políticas muy profundas -estoy pensando en la oposición o no a la dictadura franquista- se suavizaban cuando aparecía la admiración o la preocupación por algún rasgo de lo español, ya fuera la belleza del paisaje, su literatura, su lengua, las fuentes de prosperidad, las condiciones de trabajo o el futuro inevitablemente compartido?
El último libro de Víctor Lapuente, Decálogo del buen ciudadano, se atreve a retomar el debate dándole la vuelta, que es -creo yo- la forma correcta de hacerlo. Para ello, Víctor Lapuente parte de una constatación: la del coste que ha tenido la desaparición del concepto «patria» de nuestra mentalidad. Con buen tino, vincula esa desaparición con la evolución de la izquierda, porque el concepto mismo de patria estuvo durante mucho tiempo relacionado con tendencias emancipadoras, relacionadas con el liberalismo: la patria se encargaba de insertar al ser humano -español, en nuestro caso- en un mundo de valores universales… sin destruir por eso lo que significaba antes.
Lo que patriotismo suscitaba -y Víctor Lapuente lo describe muy bien- era la base emocional de una realidad trascendente que permitía comprender de un modo distinto la relación con los demás miembros de la comunidad política, nuestros compatriotas.
Lo que patriotismo suscitaba -y Víctor Lapuente lo describe muy bien- era la base emocional de una realidad trascendente que permitía comprender de un modo distinto la relación con los demás miembros de la comunidad política, nuestros compatriotas. A partir de ese momento, se establece un nuevo marco común donde era posible la pluralidad de intereses, creencias, creencias e ideas. Esta patria no exigía sacrificios tan cruentos como la republicana (dan ganas de escribirlo en francés, la patrie républicaine), aunque para existir requiere un compromiso moral y afectivo que va más allá de la expresión retórica. En el fondo, la patria significaba lo mejor de nosotros mismos. Nos permitía además comprendernos dentro de una unidad humanizada por costumbres, lenguas, inclinaciones sentimentales y predisposiciones morales transmitidas en el tiempo, vivas por tanto, aunque sujetas a cambios, claro está, y en una relación inestable con el gran aparato abstracto, jurídico y político a la que servían de sustento: el Estado vigilante del orden, la justicia y la libertad. Un Estado equiparable a la conciencia, y no sólo dispensador de servicios y bienes derivados de los siempre crecientes derechos de los ciudadanos. Se trata por tanto más de amor al propio país, que de exaltaciones ideológico – emocionales, si bien no queda descartado el orgullo -Víctor Lapuente también habla de esto-, equivalente, en el orden personal, a la conciencia del valor propio, es decir la dignidad.
El debate establecido desde hace más de un siglo, cuando los entonces incipientes nacionalismos quisieron secuestrar la patria, opuso patriotismo a cosmopolitismo. La oposición resulta discutible. No hay nada en el amor al propio país que excluya la curiosidad, el interés, el aprecio y el afecto por los que no son nuestros compatriotas y por las virtudes propias de su nacionalidad.
Víctor Lapuente es un valiente y además del elogio del patriotismo, también se atreve a afirmar la importancia de la creencia religiosa en la supervivencia y el progreso de una sociedad libre, justa e ilustrada. Junto con la patria, Dios. Y como el libro es un decálogo para llegar a ser un buen ciudadano, insiste en la necesidad de dar las gracias: por ejemplo al Señor, al sentarnos a la mesa. Fruto de su talento es hacernos comprender lo mucho que perdemos fingiendo que podemos olvidar esas dos realidades.