Una casa dividida
«’Una casa dividida no puede mantenerse en pie’, advirtió el presidente Lincoln en 1858. Sus palabras continúan siendo ciertas»
No se puede leer el presente sin mirar al pasado. Hace cuatro años, la victoria de Donald Trump se cimentó más en la angustia y el miedo que en la decepción. La angustia y el miedo son vínculos emocionales, reflejos de una crisis existencial más profunda de lo que hace pensar el optimismo superficial de las cifras. La sofisticación intelectual de Obama, tan del gusto de los científicos sociales, ocultaba una división honda entre un mundo antiguo —el del siglo XX, por llamarlo de algún modo— y otro vorazmente disruptivo, desligado de cualquier anclaje en los valores tradicionales del país. El crecimiento económico —que pivotaba en torno a las grandes corporaciones y la globalización— se traducía en la precarización de las antiguas clases trabajadoras y en un desempleo —cuyos números eran seguramente mayores de lo que indicaban las estadísticas oficiales— que se cebaba en los varones de mediana edad.
Pero el malestar no respondía únicamente a las heridas mal cicatrizadas del 2008 ni a los efectos secundarios de la revolución tecnológica —por muy preocupantes que fueran—, sino que mostraba un abismo de carácter cultural: el de una nación dividida por las ideas, que es como decir rota en sus creencias más íntimas. En un escenario de pluralidad, un candidato tan excéntrico como Trump no habría ganado. En un país donde el pluralismo ha desaparecido porque reina la confrontación, la victoria del candidato republicano indicaba tanto el malestar como el hartazgo con el discurso dominante entre las élites. En sus memorias de aquellos años, el speechwriter de B. Obama, Ben Rodhes, se preguntaba —por boca del presidente— si habían llegado demasiado pronto al poder. O, dicho de otro modo, si la sociedad americana estaba preparada para unas políticas tan liberales como las que planteaban los demócratas. La respuesta de Rodhes es inequívoca: ellos no se equivocaron. La respuesta del votante, en cambio, no fue tan evidente: la victoria que otorgó a Trump fue la consecuencia de una división previa, astutamente inflamada por los medios.
Cuatro años más tarde, Estados Unidos llegó a su cita presidencial de nuevo bajo el signo de la polarización. Nada ha cambiado desde entonces, si no es a peor. Ni la fortaleza económica que ha demostrado el país —incluso durante la pandemia—, ni la ausencia de conflictos bélicos, ni el señuelo del nacionalismo han cohesionado realmente la sociedad americana. Al contrario, como si estuviéramos asistiendo a un reality show en prime time, las dos Américas han continuado exacerbado sus emociones, incapaces de mirarse a la cara. El columnista conservador del New York Times David Brooks ha elogiado el sentido prudencial, no ideológico, del candidato demócrata Joe Biden, pero resulta muy discutible que haya sido la moderación la clave movilizadora del voto: no siempre los países rotos se remiendan por el centro. Al menos no necesariamente, cuando los mundos mentales de una y otra América son tan distintos.
A estas horas de la mañana —son las siete en España, la una de la madrugada en la costa este—, las urnas nos ofrecen el retrato de una América rota, dividida casi al milímetro. El empate virtual entre los dos candidatos se resolverá en tres estados con gran peso en cuanto a votos electorales —Wisconsin, Michigan y Pensilvania— y en los que Trump[contexto id=»381723″] arranca con una ligera ventaja. Son estados que responden a la imagen de una América profunda cuya desconfianza hacia las élites es ancestral. En estos lugares, el descrédito de los demócratas no afecta tanto a los representantes locales como a los dogmas ideológicos del progresismo que nutre la agenda nacional del partido. Es probable incluso que se inicie una larga batalla legal por el recuento del voto por correo, ahondando aún más el desconcierto en el país. Que las encuestas iban a fallar era previsible, porque los números no captan los recovecos interiores del alma del votante, solo su verbosa normalidad. Lo único seguro es que, gane quien gane, lo hará por un margen muy estrecho. No nos hemos movido de 2016, que es como decir que Estados Unidos se adentra en la tercera década del siglo XXI bajo el signo de la división. «Una casa dividida no puede mantenerse en pie», advirtió el presidente Lincoln en 1858. Sus palabras continúan siendo ciertas.