THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

Una chocolatina en memoria de Roald Dahl

«Dahl es mucho más que un icono para los devoradores de chocolatinas. Aviador, espía, novelista, poeta y guionista galés de ascendencia noruega, en su propio nombre llevaba la vocación aventurera»

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Una chocolatina en memoria de Roald Dahl

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El pasado 17 de agosto, los vecinos de Olten descubrieron al despertar que sus coches habían sido cubiertos de chocolate mientras dormían. Como si se tratara de un cuento de Roald Dahl, los vehículos y el mobiliario urbano de esta localidad suiza situada entre Zúrich y Basilea aparecieron al alba llenos de manchas de cobertura de cacao. ¡Imagínense la postal!

Los chiquillos salivaban ante el goloso banquete y los mayores se las arreglaban como podían para que sus pupilos no se lanzasen en masa a relamer retrovisores y farolas. Parafraseando a Willy Wonka, “parecía que hubiera suficiente chocolate para llenar cada bañera del país entero y todas las piscinas también”.

La explicación oficial pronto dio al traste con la magia: una avería en los conductos de ventilación de la línea de nibs de cacao tostado de la cercana factoría de Lindt & Spruengli había provocado una fuga del preciado producto, que el viento helvético transformó en una suave y oscura nevada que cubrió la ciudad durante la noche.

Por supuesto, la prestigiosa casa chocolatera de Kilchberg se apresuró a garantizar a los ciudadanos que la fina cobertura no suponía peligro para la salud pública y hasta se ofreció a sufragar los gastos de limpieza de la urbe. Nunca deja de fascinarme cómo la realidad llega a superar la mejor ficción.

Este domingo 13 de septiembre se celebra el Día Internacional del Chocolate. Ya hemos escrito aquí sobre estas nuevas efemérides capitalistas inventadas para promover el consumo intensivo de tal o cual producto durante un día concreto con la excusa más banal. ¡Como si a los creyentes de medio mundo no les bastara en esta fecha con honrar la memoria de San Juan Crisóstomo!

Me tildarán ustedes de apóstata pero, con todo respeto hacia el eminente teólogo conocido en vida como Juan de Antioquía, que fue patriarca de Constantinopla y uno de los padres de la iglesia de Oriente, el pretexto que se ha buscado el marketing multinacional en esta ocasión me atrae bastante más. ¿Adivinan cuál es? Nada menos que el nacimiento de Roald Dahl, autor del célebre libro infantil Charlie y la Fábrica de Chocolate (1964): acaso el más asombroso cuento jamás escrito sobre la fascinación por el chocolate y los anhelos que provoca en grandes y pequeños.

Aunque haya sido recientemente entronizado como patrón laico de la industria del cacao, Dahl (1916-1990) es mucho más que un icono para los devoradores de chocolatinas. Aviador, espía, novelista, poeta y guionista galés de ascendencia noruega, en su propio nombre (Roald, en memoria del explorador de las regiones polares Amundsen) llevaba la vocación aventurera y tal vez por eso su obra, inquieta y polifacética, trasciende la faceta de escritor de relatos para niños, con incursiones en el género de intriga, el humor negro, el cine para todos los públicos y hasta la gastronomía.

Últimamente, debido al rebrote de enfermedades contagiosas que creíamos erradicadas en los países del primer mundo, se ha recuperado su figura con un texto en primera persona que difundió en 1986, dirigido a los padres que se niegan a vacunar a sus hijos.

“Olivia, mi hija mayor, cogió sarampión cuando solo tenía 7 años. La enfermedad siguió su curso. ¿Te encuentras bien?’, le pregunté un día. ‘Tengo sueño’, me dijo. En una hora, estaba inconsciente. En 12 horas, estaba muerta”, explica en la carta abierta recuperada por The Encephalitis Society Fact y que puede leerse completa en el portal Roald Dahl Fans. “Eso pasó en 1962, pero incluso ahora, si un niño con sarampión desarrollase la misma reacción mortal, no se podría hacer nada”, prosigue. “Sin embargo, hay algo que los padres pueden hacer hoy para evitar que esta tragedia les ocurra a sus hijos: vacunarles”.

Según un informe de la Organización Mundial de la Salud, el rechazo de algunos colectivos a las campañas públicas de vacunación infantil, unido a la falta de confianza en la industria farmacéutica y los bulos que circulan por las redes, está provocando que el número de afectados por sarampión y otros males teóricamente superados haya crecido un 30% en países desarrollados. Así que piensen en la tragedia de la pequeña Olivia antes de adherirse al estrambótico movimiento anti-vacuna.

Hasta aquí, la pausa para la concienciación sanitaria paterna, por cortesía de la Roald Dahl Foundation, asociación benéfica creada para promover la alfabetización y la investigación en neurología y hematología. Ahora, volvamos a nuestro tema, vocacionalmente más lúdico, que es reivindicar su magnífica obra para el lector y el cinéfilo profano.

De acuerdo con Donald Sturrock en Storyteller: The Authorized Biography of Roald Dahl (2010), fue Cecil Scott Forester –a la sazón, autor de La reina de África (1935)–, quien animó a nuestro hombre a trasladar al papel sus vivencias de la Segunda Guerra Mundial y le encargó en 1942 su primer artículo para el Saturday Evening Post. Hasta entonces, Dahl había ejercido como piloto de la Royal Air Force (RAF), pero un terrible accidente le apartó de los aviones, enviándole a retaguardia para siempre.

Su nuevo trabajo le llevó a Nueva York, como agente de la British Security Coordination (BSC), una rama del M16 creada para difundir ideas anti-nazis y pro-británicas entre la población norteamericana y sembrar un clima favorable a la entrada de los Estados Unidos en la contienda. Un destino perfecto para un escritor en ciernes.

En apenas un año, mientras seguía con sus actividades propagandísticas, ya había vendido los derechos de su debut como novelista infantil, Los gremlins (1943), al mismísimo Walt Disney, quien le llevó a cenar con Eleanor Roosevelt en la Casa Blanca. Aunque se realizaron algunos trabajos de animación y hasta un cartel de la película, el productor de Bambi (1942) nunca puso en marcha aquel filme sobre unas traviesas criaturas que vivían ocultas en los aviones de la RAF y eran causantes de las averías y otros percances que sufrían los aparatos. Pero Dahl ya le había cogido el gusto a la máquina de escribir y sus relatos cortos pronto conquistarían a los lectores de Collier’s o del New Yorker, propiciando seguidamente exitosas adaptaciones televisivas y recopilaciones en edición de bolsillo.

Lo primero que leí suyo fue ‘La cata’ (o Gastrónomos, según la edición), capítulo inicial de su antología Relatos de los inesperado (1979), publicada en España por Anagrama. Aquella estrafalaria apuesta, con el vino como protagonista y un final inopinado, me dejó literalmente grogui. Así que devoré el resto de páginas en dos o tres días, como si no hubiera mañana. Se trata de dieciséis cuentos cortos en los que el autor despliega un corrosivo ingenio y un macabro sentido del humor para captar la atención del lector, llevándole a desenlaces del todo insospechados que invitan a veces a la reflexión moral.

Me resisto a contar más para no fastidiarles el placer de descubrirlo. Pero lo cierto es que, tras esa revelación, me hice adicto a la pluma de este hombre y fui leyendo cuanto caía en mis manos: El gran cambiazo (1974), Historias Extraordinarias (1977), La venganza es mía SA (1980)… Hasta llegar a su imprescindible novela Mi tío Oswald (1979), acerca de un pariente inventado, millonario, seductor y bon vivant, fabricante de una píldora afrodisiaca elaborada con polvo de escarabajo sudanés, que recorre el mundo en compañía de la excitante Yasmin para crear un banco de esperma de mandatarios y celebridades, bebiendo a todas horas Madeira y Volnay.

No hay que creer del todo al Washington Post cuando afirma que “la mente de Roald Dahl es inequívocamente malévola y perversa”. Simplemente, el tipo discurre de forma diferente a los estándares biempensantes y, como Kurt Vonnegut –otro de mis novelistas fetiche–, combina formidablemente lo terrible y lo absurdo con una prosa risueña y una mirada casi compasiva.

Todavía recuerdo que, de niño, no me perdía el programa Alfred Hitchcock presenta…, que emitían en horario nocturno cuando la tele era aún en blanco y negro y sólo teníamos dos canales estatales. La silueta oronda del cineasta aparecía en la pantalla con el sonido de la Marcha fúnebre para una marioneta de Gounod y luego el mago del suspense nos presentaba la historia que tocaba esa velada, a cual más tortuosa y extraña. Pues bien, el creador de mi episodio favorito, ‘Cordero asado’ (1958), no era otro que Roald Dahl. Y no fue el único, ni mucho menos, que aportó a aquella serie adictiva.

La trama de ‘Cordero asado’ va de una mujer que mata a su esposo golpeándolo con una pata de cordero –de ahí sacaría la inspiración Almodóvar para ¿Qué he hecho yo para merecer esto?– y luego hace desaparecer el arma homicida sirviéndosela asada a los policías que investigan el caso. ¡Como va a ser eso malévolo y perverso!

Tal vez, con la edad, las infinitas preocupaciones y la acumulación de recuerdos dolorosos, los mayores perdemos la sensibilidad para apreciar semejantes ocurrencias y disfrutarlas sin culpabilidad ni vergüenza ajena. Por eso quizá Dahl dividió su producción entre la narrativa adulta y la infantil, con encargos para Hollywood que no siempre salían bien y proyectos menores para la pequeña pantalla. Incluso llegó a presentar su propio show, Way Out (1961), en el que proporcionaba consejos prácticos para asesinar a un vecino fastidioso y luego se despedía con un escalofriante “Buenas noches, que duerman bien”. Evidentemente, las cifras de audiencia no le acompañaron. ¡Cuánta incomprensión! Hoy, habría sido un pelotazo.

Seguramente, de haber vivido en nuestra época, Dahl no habría tenido tanta mala suerte con la industria cinematográfica. Su primera aventura como guionista, Oh Death, Where is Thy Sting-a-ling-a-ling, escrita a petición del entonces primerizo Robert Altman, era una historia de aviadores durante la Primera Guerra Mundial que nunca llegó a filmarse porque el escritor vendió el guión a una productora, United Artists, que no quiso poner tras la cámara a un director casi desconocido…

Luego vendrían las adaptaciones de sendas novelas de su amigo Ian Fleming: Sólo se vive dos veces (1967) –la más floja de la primera época de la saga James Bond– y Chitty-Chitty Bang-Bang (1968), en las que participó encantado porque no eran obras suyas y no le importó que le cambiasen la mitad de las escenas. Además, necesitaba dinero para médicos debido a los problemas de salud de su esposa.

¡Pero ay cuando, tres años después, le llegó el turno a su tercera novela infantil, Charlie y la fábrica de chocolate (1964)! No conectó con el director, Mel Stewart, en cuanto al ambiente de la película y la elección del actor protagonista, que recayó en el histriónico Gene Wilder cuando Roald prefería a Peter Sellers. A partir de entonces, prohibió cualquier traslación al cine de sus relatos. Hasta que, al final de sus días, permitió tres adaptaciones, sin que ninguna le terminase de gustar. Y eso que Danny, el campeón del mundo (escrita en 1975, rodada en 1989) tenía a Jeremy Irons en el papel principal…

Cuenta la leyenda que a Boris Vian le dio un ataque al corazón en 1968 cuando vio en el cine lo que Charles Belmont había perpetrado con su exquisito drama surrealista La espuma de los días. No creo que a Roald, un hombre curtido en la batalla aérea y el espionaje, le ocurriera algo parecido.

Se lo llevó la leucemia a los 74 años, sin que pudiera siquiera intuir que algunas de sus fantasías darían lugar a estupendos filmes de Quentin Tarantino (El hombre de Hollywood-Four Rooms, 1995), Danny DeVito (Mathilda, 1996), Henry Sellick (James y el melocotón gigante, 1996), Tim Burton (Charlie y la fábrica de chocolate, 2005), Wes Anderson (Fantastic Mr Fox, 2005) o Steven Spielberg (Mi amigo el gigante, 2016). ¡Menuda lista!

Sí le dio tiempo a entregar una colección de recetas hogareñas y anécdotas culinarias, firmada junto a su segunda esposa Felicity y titulada Memories with Food at Gipsy House (Viking Press, 1991), actualmente descatalogada. Para un glotón confeso como él, debió de ser el capricho editorial que culminaba todo un banquete literario desbordante de imaginación. Hoy, por prescripción facultativa, me tomaré una chocolatina o dos para honrar su memoria.

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