Una fusión defensiva
«Son las urgencias económicas más que las lecturas políticas lo que explica el nacimiento del nuevo gigante bancario»
Cuando yo era adolescente, un tío mío, creo recordar que en ocasión de una boda, me explicó que había que invertir en bancos. Su lógica era tan poderosa como superficial: los bancos siempre ganan a costa del cliente. Supongo que en aquella época –últimos años de los ochenta– tenía razón. A fin de domeñar la inflación, los tipos de interés eran altos y la economía española, recién incorporada al Mercado Común Europeo, se expandía a gran velocidad. Para un país como el nuestro, tras una larga década de crisis y de reconversión industrial, las burbujas eran algo casi natural. Modernizarse y enriquecerse conjugaban con el optimismo de una nación vieja –pero rejuvenecida– que disfrutaba del rostro amable de unas libertades recuperadas. Los bancos siempre ganan porque nada les puede salir mal. O eso creíamos: unos por ingenuidad, otros por ignorancia. Y así entramos en la vida adulta.
Veinte, veinticinco años más tarde, también desapareció esa certidumbre. Nuestras empresas eran colosos con los pies de barro, polifemos a punto de despeñarse por el barranco del endeudamiento, la mala gestión y un ciclo económico adverso. Telefónica pasó de cotizar cerca de los treinta euros a hacerlo ligeramente por encima de los tres. El mapa autonómico de las cajas de ahorro fue arrasado. El Banco Popular, considerado durante años uno de los más solventes de Europa, desapareció. Presionada por los tipos de interés negativos, las dudas sobre el euro y los activos tóxicos, la banca europea empezó a agonizar. Y lleva una década haciéndolo, no sólo en España. Mientras la banca americana recuperaba con velocidad su pulso una vez superado el crash de 2008, las entidades europeas se ensimismaron en un bucle negativo que no admitía excepciones. Las pérdidas afloraban y el optimismo del pasado se transformaba en un pesimismo inédito de cara al futuro. El crédito no fluía y, por consiguiente, tampoco fluía la economía. Las antiguas operaciones corporativas ofensivas se convertían en movimientos defensivos, movidos por la necesidad: ganar tamaño para sobrevivir.
En este contexto, hay que interpretar la fusión entre Bankia (la antigua Caja Madrid) y CaixaBank. Son las urgencias económicas más que las lecturas políticas lo que explica el nacimiento del nuevo gigante bancario. Como consecuencia de la reducción de costes –evidente en cuanto al número de oficinas y al cierre de servicios centrales duplicados– y de un previsible aumento de ingresos al limitarse el número de actores –y, por tanto, la presión competitiva–, el nuevo banco adquiere una mayor fortaleza de cara a un futuro, que sigue presentándose incierto. A la espera de nuevas fusiones –el BBVA con el Sabadell parece el caso más evidente, Liberbank con la Kutxa o Unicaja sería otra posibilidad–, en Europa el camino no se completará hasta que se consoliden las operaciones transnacionales. Es cuestión de tiempo –quizás de años, pero no de décadas– que lo veamos. Seguramente cuanto antes mejor, aunque el coste en lo que concierne a la descapitalización laboral en nuestro país será alto. Nada es gratis. Y eso lo sabemos ya demasiado bien.