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Jorge Freire

Con ocho basta. Consejos de Edith Wharton para el 8 de marzo

Con ocho basta. Consejos de Edith Wharton para el 8 de marzo

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Con ocho basta. Consejos de Edith Wharton para el 8 de marzo

Cierra la puerta. A pesar de una malavenencia matrimonial que se prolongó tres décadas, su mayor éxito consistió en erigir su fortín en pleno espacio doméstico. Sus amigos la recordaban recibiendo en la cama, entre finas sábanas de lino, mesitas de noche repletas de libros y un tablero de escritura sobre las rodillas, mojando el tintero y lanzando al suelo las hojas que, a renglón seguido, su secretario recogía y ordenaba. Pocos saben que el primer libro de Wharton fue un ensayo sobre decoración de interiores, elaborado a cuatro manos con el arquitecto Ogden Codman. Frente a la estética victoriana, famosa por sus estancias recargadas y su horror vacui, Wharton proponía estancias simétricas y diáfanas, separadas por corredores. En las ilustraciones del libro, publicado tres décadas antes de que Virginia Woolf redactase Una habitación propia, aparecían mujeres enseñoreadas entre sus dominios. Un capítulo entero se consagraba a las puertas, tan importantes a la hora de excluir y admitir, que hacían de la casa «un refugio para la mujer, su barrera contra cualquier cosa o persona a la que no permitiese la entrada».

«Cada una de sus novelas era saludada con reservas: su falta de sensibilidad y su talante analítico la hacían, a ojos de algunos críticos, escasamente femenina.»

Todo ello prefiguraba la obra de su vida: The Mount, la mansión construida en Massachusetts bajo su dictado. Toda la casa contaba con una intrincada red de pasillos y galerías, de manera que sus dependencias, situadas en la primera planta, resultaban inaccesibles desde las de su marido, un hombre saturnal e imprevisible. «La privacidad parece ser el primer requisito de una vida civilizada», escribió.

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The Mount, la mansión construida en Massachusetts bajo su dictado. | Foto: Flickr

 

Mantente al pie del cañón. Cubrió la Gran Guerra en primera línea de trincheras, tomando notas rápidas y vibrantes que mandaba a su editor Scribner. Además de ser una de las primeras corresponsales bélicas, también levantó albergues y hospitales de campaña que atendieron a más de cien mil personas, lo que le valió la Légion d’Honneur y el cariñoso mote, colgado por su maestro, amigo y en ocasiones rival Henry James, de «la gran generalísima».

Carácter es destino. Cada una de sus novelas era saludada con reservas: su falta de sensibilidad y su talante analítico la hacían, a ojos de algunos críticos, escasamente femenina. Súmese a esto sus hombros anchos y su barbilla cuadrada, su carácter esquivo y su aparente decisión de no tener hijos. Todo ello la hacía objeto de un sinfín de críticas crueles que, para colmo, parecían resbalarle. ¿Es que acaso era insensible? Wharton se limitaba a responder que seguramente habría sido más femenina de haberse pasado la mocedad haciendo pasteles y cosiendo dobladillos, en lugar de haberse formado entre libros de filosofía y obras de Shakespeare.

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La escritora también fue una de las primeras mujeres en obtener la separación de su marido. | Foto: Flickr

 

Haz de tu capa un sayo. La autora de Ethan Frome contaba con unos cinco años cuando tuvo una importante revelación. En ese momento carruajes de todo tipo, desde elegantes landós de cuatro caballos hasta suntuosas carretelas de gran tamaño, recorrían la Quinta Avenida, que entonces estaba formada por una ringlera de casas bajas de color pastel y pequeñas parcelas en que ramoneaba el ganado. Agarrando la mano de su padre con su mano enguantada en mitón blanco, camino de Madison Square, se contempló a sí misma como un objeto de adorno muy bien decorado: un gorro de blanco satén festoneado de terciopelo verde le protegía el cuello del frío mediante un bavolet, una cortinilla de crinolina que se puso muy de moda entre la alta sociedad neoyorquina después de la guerra civil, y un velo de gasa blanca le envolvía las mejillas. Comprendió en ese momento que la vestimenta define a quien la porta y decidió que, en el futuro, nadie decidiría por ella. Sus rocambolescas fotos de adulta, recubierta de atrevidos cintajos y perifollos, bajo enormes sombreros y con un perrito en cada hombro, dan fe de ello.

«Con La edad de la inocencia, novela que la convirtió en la primera mujer que recibió un Pulitzer.»

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The House of Mirth, una novela de la autora. | Foto: Flickr

Mantén la fe. Durante años, escribió en secreto, llevando una especie de doble vida. Su marido, que nunca entendió su vocación literaria, sospechaba que su culto a las letras era una suerte de hechicería. Incluso sus amigos más próximos se rascaban la coronilla al verla escondida entre la hojarasca de papeles, perplejos ante su extraña conducta. «Me resistía a creer que una chica como yo pudiera escribir algo que mereciese la pena leer, y mis amigos habrían coincidido conmigo». Muchos siguieron sin entender nada cuando los royalties de La casa de la alegría le hicieron ganar millones. Nunca trató de explicárselo a nadie, pero desde el principio se barruntaba que debía perseverar en esa ardua tarea.

En 1934, cuando trabajaba en Las bucaneras, novela que a su muerte quedó inconclusa, escribió en su diario:  «¿Cómo es escribir una novela? El comienzo: un paseo por el bosque en primavera; la mitad: el desierto del Gobi; el final: una noche con un amante. Ahora estoy en el desierto del Gobi».

Mira a la Gorgona. A diferencia de la virginal, aburrida y convencional May Welland, la condesa Olenska viene de Europa con ideas peligrosas en la cabeza. Después de «mirar a la Gorgona», es incapaz de reposar la cabeza en la bendita ignorancia. Como es de suponer, su carácter autosuficiente y libérrimo, inspirado en el de la propia Wharton, le acarrearán problemas en la pacata sociedad estadounidense de la época. Con La edad de la inocencia, novela que la convirtió en la primera mujer que recibió un Pulitzer, ajustó cuentas con su generación y criticó una idea de feminidad que, a su juicio, prescribía a las mujeres actuar como niñas grandes «con bombachos y pantalettes».

«Que una mujer de finales del XIX mostrase tal desinterés por agradar a los demás y caer simpática resultaba escandaloso».

En ayuda de los demás, deja que brille. Es un verso de Byron, pero nuestra autora lo habría suscrito. La autobiografía de Wharton se cierra así: «El mundo es un caos y siempre lo ha sido. Pero, aunque ninguno de los grandes visionarios y eruditos haya conseguido dominar esta monstruosidad que se tambalea, ni haya podido someterla a algunos de sus bonitos planes de reajuste, aquí o allá un santo o un genio envía de repente un tenue rayo de luz a través de la niebla, ayudando a que la humanidad avance a trompicones hacia delante y, en ocasiones, hacia arriba».

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Edith Wharton fue la primera mujer en recibir un Pulitzer. | Foto: Flickr

Con ocho basta. Sorprendía a muchos que la descomunal mesa de cenar su The Mount contase con solo ocho sillas. Para Wharton había una razón de peso: «no hay más de ocho personas en Nueva York con las que me interese cenar». Que una mujer de finales del XIX mostrase tal desinterés por agradar a los demás y caer simpática resultaba escandaloso. Scott Fitzgerald se lanzó literalmente a sus pies cuando se la presentaron. Se tiró años luchando por conseguir su amistad, sin lograrlo.   

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