Guerras de libertad de expresión
La esfera pública tal y como se entiende en la tradición liberal democrática, se basa, al menos en teoría, en un periodismo profesional capaz de presentar a la sociedad con objetividad, rigor y calidad los temas de mayor interés para el debate público. Y, al mismo tiempo, en que grandes sectores sociales educados estén interesados por estar informados de forma activa sobre los hechos presentados por los medios de masas y de ese modo, con el desarrollo de su propio criterio, contribuyan a la construcción de la opinión pública. Este modelo ha entrado en crisis con la eclosión social de Internet y, en especial, con la emergencia de la comunicación interpersonal colectiva a través de las grandes plataformas digitales.
La esfera pública tal y como se entiende en la tradición liberal democrática, se basa, al menos en teoría, en un periodismo profesional capaz de presentar a la sociedad con objetividad, rigor y calidad los temas de mayor interés para el debate público. Y, al mismo tiempo, en que grandes sectores sociales educados estén interesados por estar informados de forma activa sobre los hechos presentados por los medios de masas y de ese modo, con el desarrollo de su propio criterio, contribuyan a la construcción de la opinión pública. Este modelo ha entrado en crisis con la eclosión social de Internet y, en especial, con la emergencia de la comunicación interpersonal colectiva a través de las grandes plataformas digitales.
La importancia de las figuras de intelectuales, pensadores, críticos culturales, especialistas o expertos ha entrado en crisis.
La comunicación a través de plataformas digitales tiene un efecto secundario opacado por su impacto en los modelos de negocio de los grandes medios de comunicación de masas. Se trata de algo que tiende a pasar desapercibido a pesar de su obviedad: todo el mundo está convencido de que tiene algo importante que decir a los demás. Así es como la figura del experto o del informante cualificado, figuras claves en la tradición liberal y la formación de la opinión pública, tiende a ser cada vez menos relevante. La importancia de las figuras de intelectuales, pensadores, críticos culturales, especialistas o expertos que tenían su tribuna y canal de expresión en los grandes medios de comunicación de masas ha entrado en crisis de autoridad al igual que la autoridad pública de esos mismos medios.
Una de las consecuencias es el creciente partisanismo opinático, sin espacio para posiciones conciliadoras o, incluso, racionales, alrededor de prácticamente cualquier tema que alcance la esfera pública. Aunque resulte paradójico, el partisanismo tiene como consecuencia el refuerzo del sentido de pertenencia a un grupo. Así, ante la experiencia de la avalancha constante de información, temas y problemas a debate público, las personas vemos reducidas nuestras opciones a la hora de desarrollar una opinión personal independiente, por lo que el grupo de referencia facilita, reduciendo la incertidumbre, lo que se debe saber, creer y opinar. Esto ha llevado a que los antiguos conflictos entre generaciones basados en diferencias culturales hayan sido sustituidos por conflictos entre imágenes del mundo. El problema reside en que el acceso, la cantidad y la calidad de la información a la que podemos acceder como ciudadanos es una de las columnas del modelo democrático, puesto que influye en cómo percibimos y comprendemos la realidad, tomamos decisiones y, en definitiva, en nuestro comportamiento en sociedad.
Tenemos ejemplos a diario de cómo la comunicación a través de plataformas digitales ha reforzado que cada imagen del mundo pueda enfrentarse de forma abierta y hostil a su opuesta. Desde posiciones partisanas se defiende por cualquier medio la propia, se descalifica, ataca o denigra a los contrarios amparados, sin asomo de contradicción, bajo el paraguas de la libertad de expresión y del relativismo. El patrón común a todos estos enfrentamientos es, en última instancia, el conflicto y la dificultad de identificar puntos de encuentro y acuerdo dialógico.
Una de las consecuencias menos estudiadas de la comunicación a través de las plataformas digitales es cómo el partisanismo está provocando una menor empatía y generando mayores niveles de agresividad –al desaparecer, además, el autocontrol de la cercanía física-. El hecho de que todo el mundo crea que tiene algo relevante que decir no ha supuesto una capacidad de escucha en la misma medida, lo que supone la descapitalización del diálogo, aceptado en democracia como la vía racional para la resolución de conflictos.
Estas evidencias nos han llevado colectivamente a un tiempo que se ha dado en denominar como Posverdad. En definitiva, consiste en cómo se confunde la verdad con la propia opinión -derivada de la pertenencia identitaria y las emociones- en lugar de en un consenso alrededor de las verdades derivadas de los hechos. En las guerras de libertad de expresión los sentimientos o emociones son tomados como único criterio de verdad y las evidencias fácticas son negadas en la medida en que no encajan con las creencias del grupo de referencia. Es así como el debate público racional ha implosionado y emergido la posverdad que tienen como productos las fake news y la desinformación. Y no menos sorprendente es que el confundir la opinión con la verdad habría quedado solventado, al menos aparentemente hace 2.400 años, desde Platón, cuando diferenció entre doxa (opinión) y episteme (conocimiento).
Cada vez parece más habitual que el grupo de adscripción pueda negar a sus individuos cualquier escepticismo o duda sobre la relación entre realidad y lo que se debe pensar en función de la pertenencia y supervivencia identitaria. La consecuencia es que se tiende a seleccionar aquellas partes de la realidad o sus interpretaciones que concuerdan con las ideas previas o lo que sea más útil identitariamente, lo que favorece crecientes niveles de autoconfirmación.
En el ámbito político se repiten con relativa facilidad, hoy en el siglo XXI, las formas más obvias del totalitarismo del siglo XX
Los casos hechos públicos a diario de guerras de libertad de expresión donde sobresale la comunicación partisana, agresiva e, incluso, xenófoba vuelve a demostrar una creciente involución democrática. En el ámbito político se repiten con relativa facilidad, hoy en el siglo XXI, las formas más obvias del totalitarismo del siglo XX como, por ejemplo, la negación de la humanidad del otro. Este es un punto crítico en nuestra historia como especie, todo principio y expansión totalitaria siempre ha tenido como factor común la negación completa del otro para construirse y afirmarse.
Al igual que la propaganda totalitaria del siglo XX ha dejado como legado a la democracias liberales como parte de su evolución adaptativa la desinformación y las fake news; nuevas formas de totalitarismo, en el siglo XXI, usan las guerras de libertad de expresión para la instrumentalización del victimismo político y la apropiación del vocabulario y valores democráticos. El nuevo totalitarismo se ve favorecido por cómo la comunicación interpersonal colectiva está ya mediada por las plataformas digitales y sus algoritmos de falsa personalización (que contribuyen a muy altos niveles de auto referencialidad) y cómo están inhibiendo o anulando aprendizajes clave para la socialización y la sana evolución de la plaza pública. La reacción democrática no puede esperar a la constatación del abuso o daño al otro sino del indicio de que es posible. La cuestión es ¿quién es el sujeto político de nuestro tiempo capaz de esa reacción?