Greguerías: 101 años
Desde hace algún tiempo tengo la intención -más que el proyecto- de recopilar un libro de greguerías de Ramón en el que ninguna de las greguerías las haya escrito Ramón.
Desde hace algún tiempo tengo la intención -más que el proyecto- de recopilar un libro de greguerías de Ramón en el que ninguna de las greguerías las haya escrito Ramón. Voy encontrando greguerías por ahí, en cualquier parte, las arranco y las traslado al documento donde alineo las ya arrancadas y poco a poco se va haciendo un libro que, sin contener un solo relámpago de Ramón, puede que sea el mejor libro de Ramón. ¿Por qué hacerlo? Por el gusto de hacerlo, naturalmente, pues soy un gran partidario del trabajo gustoso que propugnaba JRJ, pero también para recordar que Ramón Gómez de la Serna fue, quizá, el único escritor español del siglo XX que influyó fuera de nuestras fronteras después de ser el más influyente de los que ejercían magisterio dentro de nuestras fronteras. Hasta el punto de que a nadie extrañaba que una reseña publicada en los años veinte en La Gaceta Literaria sobre un libro de un joven autor comenzara diciendo: “Decir de este libro que es ramoniano no es decir nada, porque hoy todos los libros de los jóvenes escritores son ramonianos”.
«Ramón Gómez de la Serna fue, quizá, el único escritor español del siglo XX que influyó fuera de nuestras fronteras»
En América no hubo país en el que los jóvenes poetas y escritores no saludaran a Ramón como la más fehaciente de sus influencias. Ello no puede deberse sólo a la personalidad de su obra: se debe también a que su voz, su manera de mirar el mundo era la que mejor se adaptaba al mundo. Un mundo nuevo, el de las entreguerras, que tenía algo de baile entre dos precipicios. El precipicio hacia el que se iba no era visible, naturalmente, ni siquiera para los vaticinadores, pero el precipicio del que se venía había causado tanto espanto que se diría que la única manera de combatir ese vacío era proponiendo una mirada infantil -como si hubiésemos nacido de nuevo- a todo lo que hubiera. No hay escritor más lleno de mundo, de cosas, grandes y pequeñas, que Ramón. Hasta lo inmaterial lo convertía en objeto.
Sin embargo, Ramón ha tenido que padecer el calvario de ser considerado poco más que un ocurrente profesional, alguien con la velocidad de ingenio suficiente como para pegarle como una etiqueta a cualquier cosa del mundo una definición que a veces lograba ser poética y otras se quedaba en meramente chistosa. Ramón, en efecto, tenía una visión del mundo, una epistemología, y que a menudo no supiera emplear sus propias herramientas o se conformara con faenas de salón, de lucimiento banal, como para darle un aire de gracia a sus intervenciones -muy a menudo cerca de la payasería- no impide considerar su empresa como una de las más formidables de la literatura española del siglo XX. Sin saberlo, sin expresarlo, se propuso hacer un nuevo diccionario donde las definiciones aportaran poesía a cada elemento definido, traduciéndolo, ahondándolo, transformándolo en un misterio o una alegría.
Una de las pocas obras, por lo demás, que puede crecer por atrás –pues como Borges, Ramón también creaba a sus antecesores y dedicó muchas páginas a buscar ecos de su obra en otros, en Shakespeare, en Lope, en Cervantes, en los franceses del XIX como por delante– pues su influjo llegaba hasta aquellos que, consintiéndole la personalidad, le afeaban que no le exigiese a sus resultados aquello que sus propósitos merecían: por ejemplo el propio JRJ, entre cuyos aforismos hay algunos que podría perfectamente pasar disimulado en una antología de greguerías de Ramón: “Cuando un perro andaluz le ladra a un perro inglés, el perro inglés no lo entiende”.
Uno de los poetas que mejor supo sacarle partido a Ramón, después de que tantos otros bebieran de él, desde Pedro Salinas –“el sol trata de escapar de su propio fuego y se esconde en los portales y los patios para refrescarse”– hasta Julio Camba –“la medicina es el arte de ofrecer cura dentro de cien años a quienes se están muriendo ahora–, fue Luis Rosales cuya extraordinaria obra está llena de ramonismo. Un ramonismo más oscuro, más sombrío, más hondo en los mejores momentos, aunque no exento de gracia, una gracia muy actual como en estos versos que hoy vienen como anillo al dedo de la situación política: “Para ser un buen extremista sólo hace falta simplificar las cosas”.
«No hay escritor más lleno de mundo, de cosas, grandes y pequeñas, que Ramón. Hasta lo inmaterial lo convertía en objeto»
Ese aire infantil de Ramón, que ha conseguido que los profesores de enseñanza media o los maestros de escuela puedan proponer a sus alumnos jugar a mirar el mundo como lo miraba Ramón –lo cual es un logro que pocos escritores españoles o de cualquier parte pueden lucir– consigue que en una clase cualquiera de un instituto cualquiera una alumna de 13 años escriba: La ropa es el escondite del cuerpo. Y en esa mirada ingenua –ingenuo en griego: aquel que nace libre, el que no es esclavo– alienta la manera de estar en el mundo de Ramón.
En el último y espléndido libro de poemas de Andrés Trapiello –“Y”-, lleno de momentos de cántico callado, de emoción depurada, encuentro esta maravilla: “Solo una de las hojas del alcornoque se llama ruiseñor”. La arranco y la traslado al libro de greguerías de Ramón que no escribió Ramón. Un libro en marcha –Ramón escribió que “las únicas hojas que no mueren en los árboles de invierno son los pájaros”, y ahí se ve cómo la intuición ramoniana, quedándose en la superficie, en el relámpago de ingenio, ha sido ahondado poéticamente por Trapiello para obtener no sólo una imagen imborrable sino también su expresión exacta.
«Un libro en marcha -Ramón escribió que ‘las únicas hojas que no mueren en los árboles de invierno son los pájaros'»
Hace ciento un años, con cubierta de escaques blancos y negros, salió a la calle la primera edición de las Greguerías de Ramón. Fue su primera recopilación, luego siguieron muchas otras. Pero quizá el más ramoniano de los tomos de greguerías del gran Ramón Gómez de la Serna sería uno formado por greguerías escritas por un ejército de autores que heredaron de él lo más importante que nos legó: esa mirada capacitada para expresar la magia que envuelve a todo lo real, ese microscopio fascinante que permitía descubrir que la superficie de las cosas, la piel del mundo, está llena de una poesía que no se ve a simple vista y que sólo se hace presente cuando un poeta logra extraerla de la invisibilidad en la que habita y la hace legible.