El Partido Popular: entre la razón cínica y la política de valores
Tras la etapa de gobierno de Rodríguez Zapatero, muchas de las certezas sobre la supuesta fortaleza del régimen político y de la sociedad española en su conjunto se habían, en gran medida, evaporado. Muchos de los problemas que se creían superados salían de nuevo a la luz con singular virulencia. La cuestión religiosa continuaba viva, ya que permanecía el enfrentamiento entre católicos y laicistas, aunque ambos grupos fuesen minoritarios. En la sociedad española, el proceso de “irreligión natural” (Augusto del Noce) resulta arrollador, y es una de las sociedades más secularizadas de Europa, pero el laicismo sigo siendo una de las señas de identidad del conjunto de las izquierdas. Tampoco parece que la cuestión de la forma de gobierno haya encontrado una solución definitiva.
En junio de 2014, Juan Carlos I abdicó en su hijo Felipe VI. La institución y la figura del monarca fueron incapaces de resistir la erosión de las críticas de que fueron objeto, por su tormentosa vida privada y la corrupción que caracterizaba a no pocos miembros de la Familia Real. Además, en estos momentos, asistimos, como ha puesto de relieve José Ramón Parada, al fracaso del modelo de descentralización política. El modelo autonómico no sólo no consiguió integrar a los nacionalismos periféricos catalán y vasco, sino que ha favorecido las tendencias centrífugas; además, implica unos costes económicos excesivos, que lo hacen, a medio plazo, inviable. Su dialéctica intrínseca lleva a la confederalización y luego a la fragmentación del Estado.
«La democracia española sigue siendo plana y partitocrática. De ahí el auge actual de los movimientos populistas de izquierda en nuestro suelo».
En relación al modelo económico, el Estado benefactor ha salido muy dañado de la crisis. Junto a ello, está el denominado “invierno demográfico” español, que pone en cuestión, entre otras cosas, la continuidad social, cultural y los fundamentos del Estado benefactor. Al mismo tiempo, se ahondaba en la crisis de representación del régimen político español. Hoy, el modelo de democracia liberal representativa se encuentra en crisis en la mayoría de las sociedades desarrolladas, a causa del proceso de globalización económica y el cuestionamiento del modelo de Estado-nación. Progresivamente, el sistema político nacido en 1978 se presentaba, sobre todo ante las nuevas generaciones, como cerrado y oligárquico. La democracia española sigue siendo plana y partitocrática. De ahí el auge actual de los movimientos populistas de izquierda en nuestro suelo, como Podemos. A ello se une el recurso de la izquierda a la denominada política de “memoria histórica”, cuyo objetivo es no sólo demonizar al conjunto de la derecha española, sino someter a crítica el modelo de transición español hacia la democracia liberal, basado en el pacto y no en la ruptura.
En este contexto tan problemático Mariano Rajoy Brey no parecía, desde luego, el líder político más indicado, ni un modelo de estadista. El hasta ahora líder del Partido Popular no era un hombre de pensamiento, sino un político muy apegado al terreno; un político de gestión, con fama de lento y de proclive al inmovilismo. No obstante, es preciso profundizar más en el análisis. Y es que la ejecutoria de Rajoy, al igual que la de su partido, es, en realidad, producto de las contradicciones que caracterizan a la praxis de los partidos conservadores en la actual situación social y política. Y lo mismo podríamos decir de los partidos social-demócratas. En el caso de la derecha existe, por un lado, un importante sector de su base social y política que se muestra partidario del respeto a las tradiciones, al orden moral, a la nación, a la estabilidad vital o a las ideas de patria y religión; por otro, estos principios chocan cada vez más con la realidad de un orden socioeconómico global que necesita fluidez, ausencia de fronteras y de tradiciones; un orden que, en el fondo, se base en el cambio permanente.
«En toda esta actitud, subyace igualmente el triunfo de lo que el filósofo Peter Solterdijk ha denominado ‘razón cínica’, una actitud difusa muy característica de ciertos sectores sociales y de ciertas elites fatigadas, escépticas».
Mariano Rajoy y su partido no han podido o no han querido sintetizar ambas perspectivas. En lo fundamental, han optado por la segunda opción en detrimento de la primera. En toda esta actitud, subyace igualmente el triunfo de lo que el filósofo Peter Solterdijk ha denominado “razón cínica”, una actitud difusa muy característica de ciertos sectores sociales y de ciertas elites fatigadas, escépticas. Ese “nuevo cinismo”, que, según el filósofo alemán, actúa como “una negatividad madura que apenas proporciona esperanza alguna, apenas a lo sumo un poco de ironía y de compasión”. Un “cinismo” que Sloterdijk describe como la “falsa conciencia ilustrada”, la de aquellos que saben que todo ha sido desenmascarado y no pasa nada. A mi modo de ver, la “razón cínica” se encarna hoy, políticamente, en el denominado “centrismo”.
Así, el Partido Popular se centró, a lo largo de su mandato, en la economía, siguiendo a rajatabla los parámetros establecidos por la Comunidad Económica Europea, a través de la reforma del sistema tributario y del mercado de trabajo, así como en el logro de la estabilidad presupuestaria. Las reformas políticas y de carácter moral y cultural brillaron por su ausencia. Nada se hizo en lo referente a las garantías para el logro de la independencia del poder judicial. Tampoco se derogó la Ley de Memoria Histórica. En lo relativo al aborto, el ministro Alberto Ruiz Gallardón presentó un anteproyecto de Ley de Protección de la Vida del Concebido y los Derechos de la Mujer Embarazada, que fue finalmente rechazado por el propio Mariano Rajoy, lo que provocó la dimisión del ministro de Justicia. Las medidas pronatalistas brillaron por su ausencia. El Estado de las autonomías no sufrió reforma alguna.
«El Partido Popular se centró, a lo largo de su mandato, en la economía (…) las reformas políticas y de carácter moral y cultural brillaron por su ausencia»
El Partido Popular, como ha señalado Rogelio Alonso, dio una adhesión tácita a las medidas de Rodríguez Zapatero con respecto a ETA. El Partido Popular abordó, sin embargo, el tema de la reforma de la enseñanza; pero no se consiguió el apoyo de ningún grupo de la oposición. Bajo el gobierno del Partido Popular, se produjo una clara desmovilización de la sociedad civil derechista. En Cataluña, la ofensiva secesionista no cesó. Artur Mas, luego Puigdemont, Torra y sus aliados de la izquierda nacionalista continuaron su ofensiva separatista. Significativamente, se celebró un simulacro de referéndum sobre la independencia de Cataluña, en el que la participación no llegó al 40%. El gobierno, pese a su ilegalidad, prácticamente no hizo nada; ni movilizó a los sectores catalanes antiindependentistas. Otro referéndum ilegal, celebrado el 1 de octubre de 2017, obligó al gobierno, casi a regañadientes, a la aplicación del temido artículo 155, aunque de manera nada eficaz. En las nuevas elecciones autonómicas, el frente separatista consiguió mayor número de escaños que los sectores constitucionalistas y unionistas. A esta inacción, se sumó la corrupción en que una parte de sus élites dirigentes se hallaba inserta, todo lo cual se tradujo en una ostensible pérdida de votos, tanto en las elecciones al Parlamento Europeo como en las autonómicas y luego en las generales.
«La caída del gobierno, a causa de la moción de censura presentada por el líder socialista Pedro Sánchez, ha puesto en grave peligro no ya la existencia del Partido Popular, sino la estabilidad social y política y la unidad nacional».
En estas últimas, su presencia en el Parlamento quedó reducida a 123 escaños, lo cual era consecuencia de la indignación y, al mismo tiempo, de la desmovilización de su base electoral y política. El escritor Juan Manuel de Prada profetizaba, en ese sentido, la desaparición del Partido Popular, utilizando un fragmento del Apocalipsis: “Porque no eras frío ni caliente, te vomitaría mi boca”. No muy lejos de las razones últimas de aquellas críticas, pero desde una perspectiva más sosegada, Miguel Ángel Quintanilla Navarro –hombre de la FAES- ajustaba cuentas con Mariano Rajoy y su equipo de gobierno, tras las elecciones de diciembre de 2015, afirmando que los malos resultados electorales del Partido Popular eran consecuencia directa del “nuevo liberalismo paradójico”, triunfante en el Congreso de Valencia de junio de 2008. Y es que, lejos de haber entrado en una era postpolítica, las sociedades europeas desarrolladas se enfrentaban a “la vuelta de Marx y ante todo tipo de visiones fuertes de sectarismos, nacionalismos, radicalismos y populismos”.
Uno y otro tenían razón. La caída del gobierno, a causa de la moción de censura presentada por el líder socialista Pedro Sánchez, ha puesto en grave peligro no ya la existencia del Partido Popular, sino la estabilidad social y política y la unidad nacional. Representa todo lo contrario de lo que necesita la sociedad española: filonacionalismo separatista, recurso a políticas de memoria absolutamente sectarias, eutanasia y despilfarro económico. En ese contexto, la continuidad del equipo presidido por Mariano Rajoy y su política de “centro” resultaba letal para el Partido Popular.
Y es que, como señala el gran politólogo belga Julien Freund, “la política es cuestión de decisión y eventualmente de compromiso (…) Lo que se llama “centrismo” es una manera de anular, en nombre de una idea no conflictual de la sociedad, no sólo al enemigo interior, sino a la opiniones divergentes. Desde este punto de vista, el centrismo es históricamente el agente latente que, con frecuencia, favorece la génesis y formación de conflictos que pueden degenerar, ocasionalmente, en enfrentamientos violentos”.
En el mismo sentido se expresa Chantal Mouffe cuando afirma que el “centrismo”, al impugnar la distinción entre derecha e izquierda, socava “la creación de identidades colectivas en forma de posturas claramente diferenciadas, así como la posibilidad de escoger entre auténticas alternativas”. De ahí que la victoria de Pablo Casado fuese no sólo previsible, sino obligada. Sólo una reafirmación de los valores tradicionales de nación, familia y justicia social puede servir no sólo para hegemonía de la derecha en la sociedad española, sino para la propia existencia de España como nación. Claro que una cosa es decirlo, y otra atreverse a llevarlo a la práctica.