THE OBJECTIVE
Toni Montesinos

A los que no vivieron para contarlo

La situación del escritor frente al poder político, que le vigila y le castiga si no se adapta a las normas de lo que se ha de decir en pos del bien general que dictan los gobernantes, tuvo su máxima expresión, por duración y contundencia, en la vieja Rusia rural, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas del siglo XX, en sus consecutivas dictaduras sanguinarias. «Mi patria, Rusia, es un campo de pruebas donde la historia realiza sus experimentos sociales, y donde además no tiene en cuenta el destino de cada uno de los hombres aislados», dijo el ucraniano Izraíl Métter. Y ciertamente, no es otra la conclusión que uno extrae tras revisar la relación entre el poder, el ciudadano y sus derechos en el campo del arte en aquel país ya desaparecido por desmembrado, casi desconocido por su acercamiento en sus usos y costumbres a Occidente.

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A los que no vivieron para contarlo

La situación del escritor frente al poder político, que le vigila y le castiga si no se adapta a las normas de lo que se ha de decir en pos del bien general que dictan los gobernantes, tuvo su máxima expresión, por duración y contundencia, en la vieja Rusia rural, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas del siglo XX, en sus consecutivas dictaduras sanguinarias. «Mi patria, Rusia, es un campo de pruebas donde la historia realiza sus experimentos sociales, y donde además no tiene en cuenta el destino de cada uno de los hombres aislados», dijo el ucraniano Izraíl Métter. Y ciertamente, no es otra la conclusión que uno extrae tras revisar la relación entre el poder, el ciudadano y sus derechos en el campo del arte en aquel país ya desaparecido por desmembrado, casi desconocido por su acercamiento en sus usos y costumbres a Occidente.

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Fiódor Dostoievski en 1876.

Los precedentes de lo que apuntamos, del sufrimiento de aquellos que alzaron la voz y fueron silenciados, son ilustres y lejanos: el padre de la literatura rusa, Alexandr Pushkin, fue desterrado de San Petersburgo dos veces: la primera por componer unos poemas, podríamos decir ahora, políticamente incorrectos, y la segunda por declararse ateo; con todo, era tal su importancia para el pueblo que ni el zar Nicolás I, al fracasar la sublevación de 1825 en la que intervenía el propio poeta, se atrevió a ordenar su ejecución junto con el grupo de jóvenes oficiales ahorcados. Años más tarde, Fiódor Dostoievski, por su participación en una tertulia literaria ―lo que para las autoridades equivalía a cometer crímenes contra la seguridad del Estado―, es condenado a ocho años de trabajos forzados en Siberia y a la prohibición de seguir publicando, aunque la mitad del castigo lo cumplirá como soldado raso en el ejército por indicación expresa de Nicolás.

Solzhenitsin popularizó el término «gulag» con su obra ‘El archipiélago Gulag’

A partir de tan terrible experiencia, Dostoievski escribirá una obra impresionante ya desde el título, Memorias de la casa muerta (1862), que inaugura la narrativa penal rusa del siglo XIX ―basta con leer Resurrección de Tolstói o La isla de Sajalín de Chéjov― y, por supuesto, la del XX, con tantos ejemplos al alcance. Acaso el más llamativo de ellos, el de Aleksandr Solzhenitsin, que con El archipiélago Gulag (1973) popularizó un término ―GULAG es un acrónimo de las palabras Glavnoe Upravlenie Lagerei o Dirección General de Campos de Trabajo― que luego se usará comúnmente para referirse a la «reeducación» promulgada por el gobierno soviético, a veces practicada en «centros psiquiátricos» (tal cosa le sucedería a Joseph Brodsky, que en 1964 fue detenido, examinado en un hospital mental, acusado de «parasitismo» ―de hecho, por recitar poesía― y deportado cinco años a una remota aldea). Solzhenitsin, premio Nobel en 1970 y preso del poder soviético, abrió los ojos a medio mundo ante esta realidad terrorífica: los campos de trabajos forzados que Lenin y Stalin diseminaron a lo largo y ancho de la Unión Soviética. Con la excusa de reformar a delincuentes y antirrevolucionarios, entre los años 1921 y 1953 se masacraría la vida de entre 20 y 30 millones de personas en casi 500 campos. De tal modo que «el gulag es el programa de asesinatos más largo financiado con fondos del Estado», dice Deborah Kaple, editora y traductora de El jefe del gulag, las memorias de Fyodor Mochulsky, empleado del NKVD (Comité del Pueblo para Asuntos Internos) y jefe de varias unidades de convictos en la década de 1940.

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El escritor Aleksandr Solzhenitsin. | Foto: Bert Verhoeff | Wikimedia

 

Los 89 años de vida Solzhenitsin (1918-2008) fueron un caso extremo de cómo el encarcelamiento y la escritura, la denuncia del totalitarismo y el ensañamiento político se mezclan en un solo individuo hasta alcanzar una simbiosis total entre los avatares sufridos y la creatividad literaria. No hay apenas casos similares en la historia al de este resistente caucásico que, desde 1940, año en que fue enviado al frente, hasta 1994, cuando pudo regresar a Rusia 20 veinte años exiliado en los Estados Unidos, superó todo tipo de penalidades, incluidos 11 años en un campo de concentración y una deportación a Alemania por atreverse a cuestionar la censura rusa.

Su ejemplo es el de un autor que maneja la palabra para perpetuar el pasado e iluminar lo más recóndito de la brutalidad política, lo que cristalizó en la trilogía Archipiélago Gulag 1918-1956, sobre su experiencia en la cárcel soviética y su testimonio de infinidad de torturas, apoyándose en entrevistas a 227 supervivientes. Y es que su trabajo está invariablemente unido a esa tragedia, que le proporcionó la idea de la novela Un día en la vida de Iván Denisovich (1962), un debut tardío pero exitoso que no tendría continuidad, pues enseguida las autoridades soviéticas iban a prohibir sus siguientes libros. Pese a todo, siguió escribiendo sin rendirse; no en vano, estaba más que acostumbrado a crear en la más pura clandestinidad, pues parte de Archipiélago Gulag lo había escrito en secreto y en condiciones de extrema pobreza en los años cincuenta y sesenta, hasta que consiguió ver la luz en Francia, en los años 1972, 1975 y 1978.

Más que como narrador o ensayista, Solzhenitsin se mostró como un portentoso memorialista

El recuerdo de cómo el sistema estalinista destrozó la vida a tantos millones de personas, de cómo la policía secreta acosaba a una población atenazada por los crímenes políticos, de cómo se formaron las huelgas y las revueltas populares, se extienden por El presidio, El confinamiento y Stalin ya no está. Son los tres volúmenes con los que la historia recordará a un Solzhenitsin que, más que como narrador ―han quedado en un segundo plano sus novelas El primer círculo, El pabellón del cáncer y Agosto 1914― o ensayista ―por ejemplo, Cómo reorganizar Rusia (1990) y El problema ruso: al final del siglo XX (1992)―, se mostró como un portentoso memorialista. Su tono era sobrio y riguroso, rasgos que demostraban cuán delicado era el material que tenía entre manos, de ahí que su Gulag, en una nota a la primera edición, lo encabezara con estas palabras: «Dedico este libro a todos los que no vivieron para contarlo, y que por favor me perdonen por no haberlo visto todo, por no recordar todo, y por no poder decirlo todo».

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