Vivir lo no vivido (Memoria de hace cuarenta años)
Cada vez que una imagen fotográfica o cinematográfica me hace volver a aquella época que por lo visto se ha hecho institucionalmente forzoso evocar en estos meses, de una parte siento vértigo, de otra una especie de dolor melancólico, puramente particular y subjetivo. Pero como es de composición más sencilla, quizá sea mejor empezar por esta afección última. Porque, en efecto, el color, entre desvaído y calcinado, de las imágenes, su propia falta de nitidez, la fugacidad casi furtiva con la que vemos aparecer unas calles, unos letreros comerciales y, sobre todo, la atmósfera entre fervorosa y riesgosa que ha quedado impresa en las películas, todo ello contribuye a que, de sopetón, veamos el pasado como pasado, o sea, muerto.
Cada vez que una imagen fotográfica o cinematográfica me hace volver a aquella época que por lo visto se ha hecho institucionalmente forzoso evocar en estos meses, de una parte siento vértigo, de otra una especie de dolor melancólico, puramente particular y subjetivo. Pero como es de composición más sencilla, quizá sea mejor empezar por esta afección última. Porque, en efecto, el color, entre desvaído y calcinado, de las imágenes, su propia falta de nitidez, la fugacidad casi furtiva con la que vemos aparecer unas calles, unos letreros comerciales y, sobre todo, la atmósfera entre fervorosa y riesgosa que ha quedado impresa en las películas, todo ello contribuye a que, de sopetón, veamos el pasado como pasado, o sea, muerto. En fin, que veamos todo lo que nos hemos mentido a nosotros mismos mediante unas estrategias de la representación de las que nuestra memoria se ha servido desde entonces a fin de hacernos más tragadera esa muerte de la que ahora cobramos una dolorosa, cruel conciencia. Y como el asa detrás del caldero, con esta llega la otra sensación, la del vértigo, algo más complejo que la pura intimidad privada, veteado como va de implicaciones más que personales. Se trata entonces de la aparición fantasmagórica de alguien que se parece mucho a nosotros, alguien que fuimos y que sin embargo, en la película, se nos ha de hacer un completo extraño, precisamente porque nunca antes —y mucho menos durante aquellos días— creímos haber estado justamente allí, en esas calles, bajo esos rótulos, hoy legendarios.
Igual que en las entrevistas de hace cincuenta o sesenta años se preguntaba a los interpelados dónde se encontraban el 18 de julio de 1936, estos días se les pregunta por el lugar, topográfico o profesional o lo que sea, que ocupaban en 1978. Son, en fin, los protocolos a los que se obligan las efemérides y a los que el poder, aliado con nuestros propios deseos mitográficos, nos obliga con ellas, nada menos que a la construcción de una memoria que no se conforma con haber sido historia, sino que en lo más hondo tiene la pretensión de convertirse en poesía. En leyenda.
Apenas me reconozco cuando ese ectoplasma que tanto se me parece se insinúa entre los que corren, o cantan, o fuman (sobre todo fuman) en las imágenes de 1978 que acabo de ver.
Lo cierto es que apenas me reconozco cuando ese ectoplasma que tanto se me parece se insinúa entre los que corren, o cantan, o fuman (sobre todo fuman) en las imágenes de 1978 que acabo de ver. No obstante, estas emiten tal onda de veracidad incontestable que la construcción de mi subjetividad, voluntariosa y cambiante desde entonces, se delata pronto como mucho menos auténtica. ¿Pero de verdad viví yo aquello? Y es que su imposible simultaneidad, hace incompatibles a la vida y a la conciencia de la vida, a la acción y a su representación: el problema es famoso y platónico. La literatura nos ofrece enseguida, como un paradigma, a Don Quijote, dispuesto a vivir —inmortalmente— en la poesía, como en su día explicó Ferlosio estupendamente. Y también los charcos al atardecer, el frío, los quejidos asordinados y el miedo ubicuo que rodean a Fabrizio en esa novela histórica que contiene en su interior, como una matrioska, La Cartuja de Parma, novela sentimental y realista. Ni Fabrizio ni el lector supieron nunca, se dice, lo que allí pasaba, y algo bastante parecido me debió pasar a mí por aquella época de la Transición que desde luego viví y que hace mucho dispone ya de este término acuñado para hacerla ingresar en la narración legendaria, a la vez que en la misma operación se salva del otro ominoso tiempo existencial, real y condenado, que no puede tener éxito (o sea, exitus: salida, desenlace) porque no tiene lógica narrativa alguna. Por eso y fijándose en esos episodios napoleónicos de La Chartreuse (que serían, pues, justamente, los poéticos, los legendarios), los especialistas han hablado de “lectura mítica de un tiempo histórico”. Aunque yo no sea, claro, Fabrizio ni la Transición española los cien días de Waterloo, su despiste y el mío son, cada uno en su circunstancia, de la misma raza. Ni él sabía dónde estaba ni yo lo que sucedía, no porque fuéramos tontos, sino por la sencilla razón de que estábamos vivos —mortalmente vivos— y la lógica de la articulación narrativa, es decir, la poesía del tiempo, su leyenda, no había sido aún fabricada con el arte que le es consustancial. A ninguna otra circunstancia como a esta se debe, creo yo, el vértigo que nos atrapa cuando, de pronto, nos vemos, o nos leemos, en unas imágenes en las que sin embargo no estamos, y más lamentable todavía, en las que una vez estuvimos sin habernos dado cuenta.
Pero, si no nosotros ni Fabrizio, ¿hay alguien capaz de vivir y a la vez de saber lo que vive, de reunir en sí mismo la vida y la conciencia, la vivencia y su significación, algo para nosotros —y para Don Quijote, aunque en el extremo inverso del nuestro— imposible? A juzgar por las entrevistas y los reportajes, esa condición sí parecieron tenerla, en 1978, los redactores y negociadores del texto de la Constitución (¿quién sería el primero en llamarles “padres”?), capaces por lo visto de vivir al tiempo en la actualidad y en el mito. Concedámoselo; entendamos la operatividad de la retórica. Porque quizá así entenderemos mejor, si no el sentido de los hechos, sí la aventura de dotar de sentido a unos hechos que en nuestra grosera memoria de la vida no pasan de mostrencos. Uno de aquellos founders, el jurista y ex ministro de Exteriores José Pedro Pérez-Llorca, ha recordado a propósito un verso del soneto “Buenos Aires”, de Borges: “No nos une el amor sino el espanto”. La memoria de Pérez-Llorca ha evitado así, por de pronto, que la poesía del tiempo tenga demasiado almíbar, como suele ocurrir. Pero además nos propone una comprensión: La Transición fraguó en un espacio político amplio —pero acotado— cuya delimitación atendió, sobre todo, a la memoria del horror todavía activa en quienes habían vivido los años 30 o en quienes oyeron su primer eco. Fuera de campo habrían de quedar, precisamente, la poesía de la justicia universal y la de la patria metafísica, cuyos absolutos habían detonado al contacto. Cuarenta años después y como decía Platón de los griegos en el Fedro, la historia —siempre aburrida, siempre cotidiana, discontinua, mediana— la desmemoria o la lejanía de los hechos convierte en niños otra vez a quienes (aunque bien criados por los hechos) encuentran que la vida democrática en ese coto delimitado no tiene el sex appeal, la épica y en definitiva la poesía de los absolutos.
Qué niño, que no sea un empollón, se conforma con la banalidad, la insignificancia de vivir en la paz y la libertad de diario.
Y en verdad no los tiene. Así pues, el coto se desdibuja y, por los extremos —geográficos también— se rasga y se expande, en parte porque su espacio central, de tan codiciado, se ha ido estrechando más cada vez y la ansiedad de vivir en la leyenda no vivida, que es indesarraigable, es sentida por muchos, a los que es tonto reclamar gratitud, como un derecho. Qué niño, que no sea un empollón, se conforma con la banalidad, la insignificancia de vivir en la paz y la libertad de diario, que son un rollo, por mucho que le sean presentadas como logros colosales.