China y Rusia no son lo mismo
Hace poco me escribía con un amigo ruso, disidente veterano, mediante correo electrónico Barcelona-Moscú. Hablamos del concepto “democracia de imitación”, acuñado por el historiador Dmitri Furman, para describir la Rusia de las últimas décadas. Un término que enmarca lo que hay entre la democracia liberal y el autoritarismo. Cáscara democrática —elecciones, pluralidad de partidos y medios— y fondo autoritario. “Es útil incluso hoy en día, para explicar la situación en Venezuela”, me decía mi amigo. Yo, arrastrado por mis propias obsesiones, establecía la comparación con China.
Hace poco me escribía con un amigo ruso, disidente veterano, mediante correo electrónico Barcelona-Moscú. Hablamos del concepto “democracia de imitación”, acuñado por el historiador Dmitri Furman, para describir la Rusia de las últimas décadas. Un término que enmarca lo que hay entre la democracia liberal y el autoritarismo. Cáscara democrática —elecciones, pluralidad de partidos y medios— y fondo autoritario. “Es útil incluso hoy en día, para explicar la situación en Venezuela”, me decía mi amigo. Yo, arrastrado por mis propias obsesiones, establecía la comparación con China.
En Moscú y en San Petersburgo siempre ha habido una “vanguardia” intelectual despreciada por el Estado autocrático, que tiene como único objetivo destruir ese poder
La clase intelectual, por ejemplo. Mi amigo pertenece a una tradición rusa de siglos, de élite del conocimiento desvinculada y casi siempre enfrentada con el poder del Estado. En Moscú y en San Petersburgo siempre ha habido una “vanguardia” intelectual despreciada por el Estado autocrático, que tiene como único objetivo destruir ese poder (los bolcheviques son un ejemplo de tantos). En China, en cambio, la tendencia histórica ha sido distinta. Ya desde hace siglos, el poder imperial atraía, mimaba y cooptaba a los intelectuales bajo sus brazos. El sistema de oposiciones —el más antiguo del mundo, basado en el conocimiento de los Clásicos— permitía seleccionar a los mejores y ponerlos a trabajar para el Estado. En Rusia, confrontación; en China, integración.
Este patrón histórico no ha variado en la actualidad. Lo explica muy bien la especialista en periodismo ruso y chino Maria Repnikova. En Rusia, a grandes rasgos, los periodistas críticos trabajan desde fuera y en contra del sistema, con el objetivo final de destruir al régimen. Pensemos en Nóvaya Gazeta. En China, en cambio, el periodismo crítico está integrado dentro del sistema oficial, presionando y negociando desde el interior, sin hacer una enmienda a la totalidad, pero consiguiendo mucha más influencia. El ejemplo es Caixin. En Rusia, el intelectual contra el Estado; en China, el intelectual a través del Estado. En relación a esto, podemos pensar la respuesta del poder cuando se le pone en duda: en Pekín, si traspasas ciertas líneas rojas, puedes acabar despedido o en prisión; en Moscú, con las piernas rotas o un tiro en la cabeza.
Ciertamente, si uno visita China o Rusia —y perdonen la subjetividad— se respiran aires distintos. Por un lado, en cuanto a libertades y, por otro, en cuanto a aspiraciones. Cuando visité Moscú en 2017, por el aniversario de la Revolución de Octubre, la notable manifestación que cruzó la capital me recordó que en China no había visto nada similar —excepto en Hong Kong—. Al acabar la marcha, el veterano comunista (reaccionario) Guennadi Ziugánov, candidato en sucesivas elecciones, vociferó un mitin barroco y nostálgico. Era una alternativa “friki” e ilusoria, pero que podía extender su sudor y su voz por las calles. La oposición más dura contra el régimen, por otro lado, también se manifiesta y clama por su caída. Pero suele acabar con moratones de antidisturbio y líderes en el calabozo. Democracia de imitación.
Ciertamente, si uno visita China o Rusia —y perdonen la subjetividad— se respiran aires distintos.
En el caso de China, en contra de lo que se piensa, cada año hay centenares de manifestaciones. Eso sí, son locales y por algún problema laboral o social concreto. El Partido Comunista suele responder deteniendo a algunos de sus cabecillas pero, a la vez, atendiendo sus demandas. La clave es que la crítica concreta no se convierta en sistémica. En China, actualmente, no existe una oposición política organizada al margen del sistema. Liu Xiaobo era el eco de algo que ya no tiene relevancia en el país. La política de oposición se hace desde dentro del Partido, de manera discreta y casi imperceptible para los ajenos a ella —no digamos ya para los extranjeros—. Esas “corrientes” dentro del Partido son las que han hecho los grandes cambios desde 1949: Deng Xiaoping con el giro liberal y aperturista de 1978 y Xi Jinping, actualmente, con la consolidación internacional de China como potencia.
Rusia y China son distintas no sólo vistas hacia dentro, sino también hacia fuera. Moscú necesita sacar pecho de cara al exterior, en buena parte por el orgullo de simular el gran imperio que antes era, y que ya no es. En las grandes ciudades rusas, sin embargo, las clases altas y medias viven de manera plenamente europea, mientras, en cambio, la política exterior de Putin es cada vez más cercana a China. ¿Esquizofrenia euroasiática o doble visión estratégica? Queda lejos ese tiempo en el que Moscú atemorizaba (realmente) a Occidente, o se atrevía a dar lecciones a Pekín.
Si Rusia ya no es lo que era, China va a ser más de lo que es. Como apunta el perspicaz intelectual luso Bruno Maçães en sus últimos dos libros, Pekín está siguiendo una estrategia mucho menos estridente o belicosa que la rusa, pero más inteligente y definitiva. Su proyecto para conectar y construir Eurasia, la Nueva Ruta de la Seda, no tiene una alternativa sólida por parte de la Unión Europa, Estados Unidos o Rusia. Es la emisión de unos valores chinos, en pugna con otros —ya sean occidentales, indios o rusos— sobre cómo debe funcionar el mundo y las relaciones entre estados (eso sí, sin meterse en cómo gobierna cada uno su propia casa).
¿Por qué es importante comprender que Rusia y China no son lo mismo?
¿Por qué es importante comprender que Rusia y China no son lo mismo? Porque —más allá de la mera curiosidad intelectual— los europeos debemos entender de manera profunda cómo son los grandes contendientes de este nuevo mundo en cambio. Qué peligros acarrean, y cuáles no. Qué puntos hay en común, o por qué muchas veces no los hay. Comprender cada uno de ellos más allá de esa masa informe que se crea cuando vemos al resto del mundo, únicamente, en contraposición a lo que nosotros somos. No repetir ese error de la Guerra Fría de pensar que, por no ser occidental, el mundo que había más allá del telón de acero era homogéneo.
Porque ahora no convivimos con países en desarrollo o imperios paralíticos, sino con potencias que más pronto que tarde, en muchos aspectos, nos superarán. Conocer en detalle al otro será el factor que puede decantar la balanza cuando negociemos, choquemos o colaboremos.
Y es que ellos saben mucho de nosotros. Pero nosotros, ¿cuánto sabemos de ellos?