Derechos, inclusión, sensatez: Instrucciones para un Pentecostés español
Prólogo del libro Por una Ley de Lenguas: Convivencia en el Plurilinguismo (Ed. Deusto, 2019) de Mercè Vilarrubias, ya a la venta, y que se presentará próximamente en Barcelona y Madrid.Este es un libro importante. Déjenme explicarles por qué.
Prólogo del libro Por una Ley de Lenguas: Convivencia en el Plurilinguismo (Ed. Deusto, 2019) de Mercè Vilarrubias, ya a la venta, y que se presentará próximamente en Barcelona y Madrid.
Este es un libro importante. Déjenme explicarles por qué.
Desde hace años defiendo esta sencilla tesis: el problema territorial español es un problema, ante todo, lingüístico. En otras palabras: la crisis territorial no tiene que ver con la falta de reconocimiento de la conjetural plurinacionalidad del país, ni con agravios económicos entre comunidades, ni con un deficiente diseño de la planta estatal, ni con un injusto reparto de eso que redondamente llamamos el poder. No: la crisis territorial tiene su origen y motor inmóvil en una vieja y corrosiva querella lingüística y en la voluntad de poner a ciertas lenguas españolas de gran arraigo y rico acervo al servicio de proyectos comunitarios alternativos al español. En otras palabras: la clave del descontento reside en el perdurable deseo de un conjunto no desdeñable de ciudadanos españoles de disponer de un Estado propio para la lengua con la que se identifican y que es distinta de la lengua común española.
La clave del descontento reside en el perdurable deseo de un conjunto no desdeñable de ciudadanos españoles de disponer de un Estado propio para la lengua con la que se identifican y que es distinta de la lengua común española.
Nunca he creído que esta tesis sea controvertible. Basta con mirar al mapa para percatarse de que las líneas de fractura territorial están exactamente donde están las lindes linguísticas entre españoles. Allí donde se habla, junto al español, otra lengua, allí es donde se busca levantar una frontera. Por si no fuera indicio suficiente, la sociología electoral del secesionismo revela de manera pertinaz un rasgo constante: el sentimiento independentista anida con mayor facilidad en ciudadanos españoles con lengua materna distinta del español y se nutre en medida exuberante de sus votos. En paralelo, los ciudadanos vascos y catalanes más refractarios a la secesión son quienes sienten un vínculo más intenso con la lengua común (lengua que, por razones que merecerán un pie de página más adelante, me resisto a llamar castellano).
Por tanto, decir que el problema territorial es político es trivialmente verdadero. Más informativo y útil es decir que se trata de un problema etnocultural, o, de manera más precisa, etnolinguístico, expresión que no debe molestar a nadie porque la lengua es, de manera cierta, un rasgo étnico que todos los hombres y mujeres poseemos. Otra manera de decirlo es que el problema territorial es un problema de sentimientos, y que esos sentimientos tienen que ver, con pocas excepciones, con la lengua familiar y con todas las percepciones, equivocadas o no, que se tienen sobre la lengua.
Reconozcamos, por lo mismo y sin miedo, que el problema político de España es lingüístico. Esto supone enderezar de algún modo el cliché que nos pide creer a pies juntillas que la diversidad lingüística es una fuente de riqueza y un motivo de celebración, tópico al que convendría sacudir el polvo si queremos que siga significando algo cierto. Porque no cabe duda de que el plurilinguismo crea ventajas y riqueza, pero solo para el individuo. Para el Estado, en cambio –para cualquier Estado– el pluralismo lingüístico es solo un dato de su geografía humana que –al menos desde que en el siglo xix la lengua reemplazó a la religión como principal vector identitario– pondrá a prueba su unidad. Un somero vistazo a los últimos doscientos años de historia bastan para saber que las relaciones entre Babel y Leviatán no son especialmente amistosas.
A la vista de un diagnóstico tan elemental, cuesta entender por qué la clase política española no ha invertido sus esfuerzos en proponer una terapia centrada en la gestión de la diversidad lingüística. Porque en cuarenta años de democracia España –es una de las tesis que Mercè Vilarrubias sostiene convincentemente en su libro– no ha tenido una política lingüística digna de tal nombre, pensada para el conjunto de los ciudadanos. El valiente y prometedor artículo 3 de nuestra Constitución sigue, a día de hoy, sin desarrollo legislativo efectivo. Lo que sí han conocido los españoles, y con un ímpetu sin parangón en perspectiva comparada, son intensos programas de planificación lingüística por parte de las autoridades autónomicas en las comunidades bilingües: planes de normalización que –más preocupados, como resume Vilarrubias, en crear deberes morales hacia las lenguas llamadas propias que en regular los derechos de todos los hablantes– se han convertido hoy en fuente de malestar constante e insoportable polarización política.
Pues bien, la importancia de este libro es esa: la de proporcionar a los políticos de nuestro país una hoja de ruta novedosa, alejada por igual de la Escila de la indiferencia estatal y la Caribdis del exceso autonómico. Nada más propio de la mejor política, ante la presencia de un problema persistente que la costumbre no ha logrado resolver, que legislar con eficacia, respeto y sentido de la equidad. La propuesta tiene un nombre: Ley de Lenguas Oficiales y no se me ocurre ningún ejercicio de lege ferenda más noble y necesario ahora mismo para España. Tal y como yo lo veo, y después de haber leído este magnífico libro, tres conceptos clave son los que nos deben servir de guía para llevar la propuesta a buen puerto: derechos, inclusión y sensatez. Digamos algo de cada uno.
Los derechos
La Ley de Lenguas no solo colma un vacío normativo. También trae un cambio de método o de enfoque. Un método sencillo que opera con normalidad en otros países plurilingues, pero que supone una revolución en la conversación política española. Este: dejar de hablar (o dejar de hablar tanto) de las lenguas y empezar a hablar de los hablantes. Conlleva trasladar el énfasis de las políticas linguísticas desde las lenguas, pensadas como objetos, a los derechos de las personas en tanto que hablantes y usuarios. Cuando priman las lenguas sobre los hablantes incurrimos en un proteccionismo que fácilmente genera excesos victimistas. Las lenguas, hechos sociales neutros, quedan anudadas a identidades privativas o ideologías que no tenemos por qué compartir y se convierten en objetos de adoración para unos y de antipatía para otros. En cambio, cuando privilegiamos el punto de vista del hablante, adoptamos un enfoque liberal más respetuoso con el pluralismo de nuestras sociedades; nadie se siente coaccionado, y tampoco nadie desprotegido, porque junto a los derechos de las administrados, quedan fundadas las obligaciones de las administraciones, que deben garantizar el ejercicio de los primeros. Por tanto, priorizar los derechos de los hablantes no es privar de protección a las lenguas, sino muy al contrario, hacer al Estado garante de que una comunidad lingüística pueda seguir usando y transmitiendo su lengua, pero sobre la base de la voluntad de los hablantes, que es, en última instancia, la fuente de la vitalidad de cualquier lengua. Los derechos linguísticos resguardan a los hablantes de lenguas minoritarias de la asimilación y, al mismo tiempo, protegen a los hablantes de lenguas mayoritarias de la imposición en la que sienten la tentación de incurrir los celosos custodios de las lenguas pequeñas cuando manejan recursos gubernativos. Una legislación basada en los derechos es compatible con campañas de fomento, bajo el entendido de que fomentar no es obligar y que las administraciones pueden animar, pero no elegir por el administrado. Se trata, en el fondo, de trasladar el elemental credo liberal que aceptamos para la mayoría de las decisiones de nuestra vida al ámbito lingüístico. Si las políticas de las lenguas son las propias del nacionalismo, las políticas de los hablantes son las propias del liberalismo democrático.
La inclusión
Liberalismo es respetar, así, el mayor número posible de elecciones posibles de las personas que son facetas de su identidad. Sin embargo, resulta interesante comprobar que la estrategia que el liberalismo usa para avalar ese respeto en relación a las creencias religiosas o la orientación sexual, por citar dos fuentes primordiales de identidad individual, no resulta viable frente a la cuestión de la lengua. En materia de fe, el Estado liberal puede optar fácilmente por absterse de profesar o promover una fe concreta.
En materia sexual, el Estado liberal se dirá indiferente a lo que adultos libres y consentidores hagan en sus dormitorios. En ambos casos, la estrategia es la misma: la abstención o la no injerencia. Pero el Estado no puede abstenerse, al menos desde que en los albores de la Edad moderna su maquinaria administrativa se hizo ubicua en la vida de las personas, de hablar una lengua en la que comunicarse con sus ciudadanos. Y no existe una lengua neutral en la que hacerlo, como el código binario con que los programadores usan para hablar con los ordenadores. El Estado, artefacto humano, debe hablar en alguna lengua humana, y descubrirá, no sólo que los ciudadanos tienen sus propias preferencias linguísticas sino que a menudo sus motivaciones son extracomunicativas. Leviatán choca con Babel, pero no con el Babel bíblico de las lenguas, sino el Babel moderno de los sentimientos sobre las lenguas. Si el Estado opta por establecer la comunicación en una lengua que sienten como suya, el vínculo con el ciudadano se refuerza. Si lo hacen en una lengua que, incluso cuando es comprendida, no es la lengua sobre la que ha construido una fuerte identidad personal, es probable que el vínculo se resienta. El ciudadano desea verse reconocido como miembro perteneciente de cierta comunidad lingüística, y todo Estado cuyas fronteras políticas no coincidan el perimétro de una comunidad linguístia diferenciada se enfrentará a esta tesitura. Sobre este afán de reconocimiento y este potencial de afección política a través de la lengua podemos discutir páginas y páginas, pero considero más práctico tomarlo como un hecho sin vuelta de hoja de nuestra época.
En nuestro caso, la única estrategia posible es la misma que el nuevo testamento diseñó para la exportación de la fe cristiana en ausencia de una lengua sagrada: la estrategia de pentecostés
¿Qué opciones le quedan a Leviatán frente a la confusio linguarum babélica? Una opción es atravesar una larga fase nacionalista purificadora de la diversidad interna. Tal fue el camino recorrido por la Francia revolucionaria, hasta hacer del francés la lengua única de la República. Y es lo que intentan hacer, ya con poco disimulo, nacionalistas vascos y catalanes en sus respetivos ámbitos de influencia. Pero tal opción está vedada para un Leviatán liberal y democrático, como es la España de 1978. Otra opción es confiar en que una de las lenguas territoriales adquiera un prestigio general e indiscutido que la convierta, sin grandes presiones, en la lengua nacional a pesar de la existencia de otras lenguas regionales vivas. Tal es el caso del italiano y seguramente fue también el caso del español durante el siglo xviii y buena parte del siglo xix. Pero a la vista está que no es lo que sucede hoy en España, donde el español sigue siendo la lengua común entre españoles que es desde hace siglos, pero ha perdido su condición de lengua nacional. ¿Qué hacer, entonces? En nuestro caso, la única estrategia posible es la misma que el nuevo testamento diseñó para la exportación de la fe cristiana en ausencia de una lengua sagrada: la estrategia de pentecostés, la estrategia de hablar a cada uno en su lengua. Lo que significa: hacer que cada comunidad lingüística diferenciada se sienta incluida, no meramente amparada o tolerada en su existencia, en las estructuras del Estado al que pertenece.
La estrategia de pentecostés, la estrategia de hablar a cada uno en su lengua.
Sensatez
Ciertamente la estrategia de pentecostés tiene sus limitaciones. Si el número de lenguas es excesivo, se vuelve inviable, y el recurso a la lengua franca la única opción. Es lo que ocurre en países con una fragmentación excesiva, bien por tener un tamaño continental, bien por haber tenido un proceso modernizador más tardío. Pero es una estrategia plenamente aplicable en países ricos donde la diversidad es reducida y manejable. Tal es el caso de muchos países europeos, como Suiza, Finlandia, Luxemburgo, Bélgica o regiones autónomas de Países Bajos, Eslovaquia, Alemania o Italia. También es el caso de España, donde además, se da una circunstancia singular que no cabe obviar: la existencia de una plurisecular lengua franca, una koiné hispánica que Mercè Villarubias llama, a lo largo de su libro, y haciendo gala de su flexible antidogmatismo, de manera indistinta, castellano o español [nota al pie].
Sería absurdo que la nueva política lingüística olvidara este hecho capital de nuestra geografía lingüística. La Ley de Lenguas Oficiales no obliga a los españoles a aprender todas las lenguas co-oficiales (pues recordemos que los hablantes, en materia lingüística, solo tendrán derechos, no obligaciones). Pero tampoco exige que las obligaciones de las administración lleguen al punto de que esta devenga en una costosísima y ridícula administración tetralingue, donde todo este cuadruplicado. El lector de este libro descubrirá que las medidas que se proponen son razonables y no onerosas para las arcas del Estado. Ciertamente en algún caso, podemos pensar que son supérfluas o redundantes, pero eso solo lo pensaremos si caemos en el error de pensar que las lenguas solo tiene una función comunicativa, ignorando que también son vectores de pertenencia política. En la mayor parte de los casos, un letrero o cartel oficial redactado en dos lenguas, o incluso uno que fuera cuatrilingue –hay ministerios que disponen de formularios de este tipo–, no tiene en España una función comunicativa real; pero sí la tiene, y muy acusada, simbólica: el de visualizar como parte de la comunidad política española a los hablantes de todas sus lenguas principales.
Derechos, inclusión y sensatez por tanto. A través de los derechos, muchas de las administraciones autonómicas se verán obligadas a revisar políticas abusivas que con mucha razón han generado malestar entre castellanohablantes de todas las Españas (también en el campo de la enseñanza: el lector ha de saber que Vilarrubias es desde hace tiempo una de las más cabales críticas del llamado sistema de inmersión lingüística en Cataluña; a censurarlo dedicó su primer libro Sumar y no restar; y en este no ha cambiado de opinión). A través de la inclusión, la España constitucional de 1978 concluirá un proceso de aprendizaje en el plurilinguismo ya muy avanzado, desterrando para siempre la duda que sienten los hablantes de las lenguas co-oficiales de que sin un Estado propio sus lenguas no podrán prosperar. Al resto de españoles nos acercará también, sin presiones, al tesoro cultural que contienen esas lenguas, minoritarias pero en absoluto menores y que cada vez más vemos, me atrevo a decir, como cosa nuestra, a pesar de lo antipáticos que nos parezcan los nacionalistas. Finalmente, a través de la sensatez, haremos que ninguna extravagancia o sobreactuación innecesaria y contra el buen juicio entorpezca la jornada del pentecostés español en el que la babel hispana pase, por fin, de maldición a don.
Roma, 6 de diciembre de 2018
Día de la Constitución.
Coda. No quiero despedirme sin decir algo de Mercè Vilarrubias. Cuando hace ya unos años empecé a preocuparme, como tantos españoles, por la escalada del conflicto territorial en España, quise conocer a una profesora que firmaba lúcidos y valientes artículos en los periódicos contra de la intransigencia lingüística que se había adueñado de Cataluña. Iniciamos entonces una amistad que nos ha llevado a hacer apostolado conjunto de la necesidad de que los españoles nos dotemos de un marco normativo ejemplar que ponga fin a la liza lingüística. Debo decir que, como castellanohablante, siento que mi mérito es menor que el suyo. Porque Mercè, catalanohablante de pura cepa, pertenece a ese no pequeño pero tampoco muy grande, y sin duda selecto, grupo de personas que en Cataluña han desobedicido la consigna que invitaba a suponer que si uno amaba el catalán, y lo hablaba desde la cuna, debía alistarse a favor de la independencia y en contra del enemigo español. Los arrullos de las lengua materna no son menos seductores que los cantos de la sirena en el mar de vino. Ninguno de los que hablamos una lengua mayoritaria y de alcance internacional podemos estar seguros de que no hubiéramos sucumbido, si la nuestra fuera una lengua minoritaria, a la tentación de crear un nicho confortable y blindado para ella, donde sólo quienes la hablasen fuesen merecedores de ser llamados conciudadanos.
Ninguno de los que hablamos una lengua mayoritaria y de alcance internacional podemos estar seguros de que no hubiéramos sucumbido, si la nuestra fuera una lengua minoritaria
Personas como Mercè sí han resistido el martilleante sonido de los tambores etnicistas. Son ejemplo vivo de que la amistad cívica existe, y es capaz de resistir intacta incluso a un bombardeo propagandístico sin parangón en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Como destinatario de esa amistad, de esa solidaridad ciudadana capaz de trascender los lazos inmediatos lazos etnolinguísticos, quiero expresar a Mercè, y a otros como ella, mi gratitud y mi admiración. Moltes gràcies, benvolguda.
Es seguramente la mejor opción: usar ambos términos de manera sinónima, sin darle la mayor importancia. Sin embargo, a mí me gustaría hacer aquí una pequeña digresión. Entiendo bien las razones por las cuales ha existido, en la España democrática, una preferencia por llamar «castellano» a la lengua en la que escribo este prólogo. De ese modo, el nombre «española» queda liberado y disponible par designar la clase: todas las lenguas que se hablan en España serían españolas. Pero el precio que pagamos al llamar «castellano» a la lengua común es muy grande: estamos convirtiendo, en los oídos y en los ojos de vascos, catalanes y gallegos, a una lengua hablada en sus territorios mucho antes de su unión con Castilla, en la lengua «de los otros», porque en imposible que detrás de «lengua castellana» no se perciba, subliminalmente, «lengua de los castellanos». Pero es que además resulta que es históricamente falso: el español nace ya como lengua común, como koiné entre españoles de los distintos reinos cristianos peninsulares. Como argumenta bellamente Angel López García en El rumor de los desarraigados, llamar «castellano» a una lengua tejida por vez primera por vascos, cuya épica es aragonesa, cuyo primer teatro es creación de valencianos y cuya gramática fue escrita por un andaluz, no solo es inexacto; es también una manera de olvidar los profundos lazos culturales que nos unen a los españoles desde mucho antes de que empezaran las querellas linguísticas modernas, y también desde antes de que Castilla se alzara como reino peninsular hegemónico. En definitiva, y esperando que así se entienda mejor lo que quiero decir: Tiene todo el sentido que, como español que es desde hace siglos, un catalán hable la lengua de los españoles; lo tiene todavía más que lo hable un vasco, dado que es una lengua que inventaron monjes euskaldunes a finales del siglo; lo que no tiene mucho sentido es que un vasco o un catalán tengan necesariamente que hablar la lengua de los castellanos, y ni siquiera yo, un madrileño para quien Castilla es solo un paisaje, me veo en el papel. En cualquier caso, no es cuestión sobre la que armar disputa. Bienvenida sea la flexibilidad.