Surfeando la cuarta ola
Las mujeres no quieren dominarles, ni resistirse a toda autoridad, ni hacer con los hombres lo que algunos (demasiados) hacen con ellas. Tiren la toalla, sumérjanse y disfruten.
Se dice que los hombres andan despistados ante la ola feminista que se les viene encima o, mejor dicho, que ya está aquí. Un prestigioso gestor cultural barcelonés al que comenté estaba investigando la reacción de los varones españoles ante la cuarta ola feminista, me intimó con cierta jactancia que no sabía ni cuál era la primera. Digo intimar porque su confesión nos pilló a ambos en el pasillo de los vestuarios de nuestro club de natación cubiertos por tan sólo una toalla. El impudor de su exhibicionismo ignorante me empujó a superar mi inicial reticencia a darle crédito. Afanándome por transmitir normalidad, con mi mejor pedagogía “naif” le expliqué que la primera ola se fraguó en la Ilustración europea del siglo XVIII y cristalizó en el sufragismo británico y norteamericano que pidió el voto para las mujeres (y la población negra de EEUU) hace dos siglos. No soy de las que tira la toalla fácilmente: hubiera continuado contándole olas, pero me sentí en una intemperie no compartida. ¿El feminismo[contexto id=»381722″] importa?
Creo que esta es una anécdota significativa pues evidencia una desigualdad de intereses políticos y sociales entre hombres y mujeres. Sin embargo, fuentes bien informadas me aseguran que a los hombres les interesa el feminismo, de modo que en este breve pero motivado artículo, me dispongo a realizar una somera introducción al concepto de género. En primer lugar una definición: el género es una herramienta de análisis sociológico que permite observar la construcción de la desigualdad social en base al dimorfismo genital humano. Hoy en día el género es una metodología imprescindible en las ciencias sociales y médicas, y las humanidades. Una breve genealogía del término sitúa su complejidad e importancia.
Pocas personas saben que la distinción sexo/género fue acuñada como protocolo médico para el tratamiento de personas que percibían una falta de correspondencia entre sus genitales y su sentido de la identidad. A inicios de los años 50, el psicólogo John Money tomó prestado el término ‘género’ de la gramática y lo utilizó para referirse al estatus social y personal de una persona, distinguiéndolo así de sus órganos sexuales. En el discurso médico, el concepto fue principalmente articulado mediante la noción de ‘identidad nuclear de género’ del psicoanalista Robert Stoller, es decir, la propia convicción sobre la (in)corrección de la asignación de género. Se consideró que el ‘género’ se constituye socialmente pero que, una vez fijado en la infancia, es inalterable. Como consecuencia, se acordó que el modo de tratar a las personas que sufrían ‘disforia de género’ (lo contrario de ‘euforia de género’, es decir, el sentirse bien en el género propio) era operar el cuerpo, que se entendió como maleable.
«Bienvenidos a la cuarta ola. No teman. No es un tsunami. Las mujeres no quieren dominarles»
Presuponer que puede diferenciarse entre lo cultural y lo físico abrió una nueva línea de argumentación política en contra del determinismo biológico, ya insinuada por la famosa frase de Simone de Beauvoir “una mujer no nace, se hace”, además de un nuevo campo de estudio: la variabilidad cultural e histórica del género. Corrían los años 70 y la segunda ola afirmaba “la biología no es destino”. Es decir, ni la división social del trabajo ni los roles de género adscritos según los genitales (varones en la esfera pública con trabajo renumerado, mujeres en la familiar y privada sin remuneración ni derechos), estaban inscritos en nuestros cuerpos. Si habían sido socialmente constituidos (como afirmaba el discurso médico), podían ser socialmente destituidos. Ser mujer no obligaba a ser madre ni mucho menos a serlo según el canon de familia mononuclear heterosexual. Otros regímenes sexuales y familiares eran posibles. Se quemaron sujetadores y se tomaron diversas píldoras.
La utilización feminista de la distinción sexo/género desplazó el significado de ‘género’, ya que convirtió una categoría psicológica en una sociológica. Mientras que en el modelo médico el ‘género’ se concibe como una convicción psicológica socialmente constituida (pero inamovible) y la biología como maleable (mediante las nuevas tecnologías quirúrgicas y endocrinológicas), en la teoría feminista el ‘género’ se concibió como maleable y el sexo biológico como fijo (aunque no determinante de las definiciones colectivas de la feminidad y la masculinidad). Así, durante la segunda ola feminista el género devino una poderosa herramienta analítica y argumentativa en el debate entre el determinismo biológico o esencialismo (el ‘sexo’ determina al ‘género’) y el construccionismo social (el ‘género’ se constituye socialmente sobre un ‘sexo’ no determinante). Sin embargo, nunca se cuestionó la distinción naturaleza/cultura sobre la que se basa el binomio sexo/género.
«Ni el género ni el feminismo son cosa de mujeres»
En los noventa, la tercera ola se dispuso a ir un paso más allá para ‘colapsar’ la distinción sexo/género y los términos simbólicos que lleva asociados: naturaleza/cultura, cuerpo/mente, emoción/razón, reproductivo/productivo, privado/público, femenino/masculino. Se enfatizó la constitución social de la identidad y el cuerpo: el género como una categoría cultural que constituye al ‘sexo’. Pero ¿en qué grado? Del construccionismo radical que considera al cuerpo como una tabula rasa sobre la que se inscriben los significados culturales socialmente definidos, al construccionismo soft que estudia la compleja interacción naturaleza/cultura, se abre un abanico de posturas. Los análisis se sofistican, la perspectiva interseccional pone el foco en la intersección entre tres ejes creadores de desigualdad (clase, género y etnia), crecen los estudios interdisciplinares sobre el género, el activismo se articula en internet y la información se difunde, se ahonda en el cuestionamiento del amor y las relaciones personales y se experimenta con la deconstrucción subversiva de la masculinidad y la feminidad mediante lo queer, el transgénero y el gender fuck.
La cuarta ola llega en la segunda década del siglo XXI. Mucho más simple conceptualmente, se podría resumir en we want it all and we want it now. Se aprueba la Ley de Igualdad pero ¿quién puede culpar a las mujeres de no querer esperar ciento veinte años a alcanzar la igualdad real: paridad, retribución, conciliación, reconocimiento, una vida sin violencia y la expansión de estos derechos a todas las mujeres del mundo? El movimiento se expande, se diversifica y se hace más transversal con apoyo de las redes y la comunicación global, los grandes medios finalmente informan sobre manifestaciones que llevan años celebrándose, los manuales y vídeos que introducen al feminismo se convierten en éxitos editoriales, el cuestionamiento de la identidad y la desigualdad se hace mainstream, la cultura del consentimiento busca afianzarse. La interseccionalidad avanza y la diversidad racial se hace oír con más fuerza. Qué duda cabe que estamos ante un problema sistémico y la reforma es de calado. (Casi) nadie duda de su pertinencia, pero ¿cómo acometer los cambios estructurales y de mentalidad? Se enfrentan planteamientos anticapitalistas y liberales, surgen negacionismos de significancia debatible.
Ni el género ni el feminismo son cosa de mujeres. No sólo porque desde hace décadas los estudios sobre la masculinidad también deconstruyen al ‘hombre’, sino también porque la igualdad es un derecho humano básico que es de justicia defender. Los estudios sobre masculinidades muestran, por ejemplo, como la tasa más alta de suicidios, criminalidad y accidentes de tráfico entre los hombres están relacionados con imperativos culturales del género masculino: no expresar sentimientos, ser agresivos y tomar riesgos innecesarios.
Cuestionar los mandatos sociales es incómodo porque implica cuestionarse personalmente: “lo personal es político” reza un célebre motto feminista. Reconocer que nadie encaja del todo con los ideales de género porque son precisamente eso: modelos ideales, libera la posibilidad de pensarse y vivir de un modo más acorde con nuestro ser y, potencialmente, ser más feliz. Mirarse al espejo, vivir los sentimientos, abrirse al otro (y la otra), atreverse a experimentar la intemperie y superar el narcisismo herido es un proceso inevitable de maduración personal, además de un imperativo ético que conlleva un potencial revolucionario.
Bienvenidos a la cuarta ola. No teman. No es un tsunami. Las mujeres no quieren dominarles, ni resistirse a toda autoridad, ni hacer con los hombres lo que algunos (demasiados) hacen con ellas. Tiren la toalla, sumérjanse y disfruten.