Esporas distópicas
El mundo del ser humano es del tamaño de su jardín. Los límites de este son los de su universo mental.
«Utopía es solo una verdad prematura.»
Alphonse de Lamartine
I
Hacía décadas que se nos decía que el mundo del futuro iba a ser muy distinto. Con el advenimiento de la era digital, las cosas estaban cambiando mucho más rápido de lo que la gente imaginaba. Seríamos la última generación de sapiens más inteligentes que sus máquinas, que no verían la muerte como algo inevitable y que todavía podrían llamarse con propiedad terráqueos. Ni los más exaltados visionarios vaticinaron el imprevisto giro que estaba a punto de dar la sociedad de la información a causa de los hallazgos en un campo, hasta entonces aparentemente marginal, como era la neurología vegetal. Todos los expertos en biocomputación, ingeniería genética, poshumanismo, cibernética, machine learning, realidad virtual, big data,… se equivocaron estrepitosamente en sus predicciones acerca del futuro. Estaban tan ocupados intentando imaginar cómo sería el mundo cuando las máquinas fueran capaces de aprender mediante ensayo-error y ampliar sus competencias hasta el punto de alcanzar la habilidad de autoprogramarse, hackear y manipular socialmente, y tan distraídos haciendo conjeturas sobre qué significaría llevar hasta sus últimas consecuencias la posibilidad de reescribir y editar el genoma de los seres vivos y reprogramarlos celularmente para que fueran inmortales, que se les pasó desapercibida otra revolución del conocimiento, que estaba teniendo lugar silenciosamente, lejos de los focos de atención mediática, en el terreno de la botánica.
Aun cuando habían dejado de ser una utopía las granjas y los parques automatizados, controlados a distancia mediante programas de inteligencia artificial que coordinaban la acción conjunta de drones espantapájaros, cortacéspedes autónomos, nanorobots jardineros y otros sistemas eficientes de riego y fertilización, nada permitía presagiar lo que estaba a punto de suceder. Nadie lo vio venir. Estábamos preparados para ser la última generación de humanos que cultivarían con sus propias manos la tierra, utilizando herramientas analógicas como una azada o un rastrillo, pero no para asimilar una pérdida mucho más inesperada. Lo que empezó siendo una noticia de apariencia sensacionalista y sin mayor trascendencia, poco más que una curiosidad del reino vegetal, acabó trastocando para siempre nuestra concepción de la vida.
Unos neurobiólogos afirmaban haber reunido pruebas de que las plantas se comunicaban entre ellas mediante ultrasonidos y mensajes químicos volátiles. Descubrir que la facultad de hablar no era privativa de los humanos y que las comunicaciones vegetales llenaban el aire que respiramos y el suelo que pisamos, causó primero perplejidad y después una honda desazón. Esa inquietud fue en aumento cuando se constató que no se trataba de un código de señales innato, asociado a las necesidades de supervivencia y reproducción, sino un auténtico sistema de signos adquirido, de compleja precisión y con variantes dialectales. Era cosa sabida que muchos cultivos son sensibles a la música y perciben las vibraciones sonoras, que algunos árboles pueden avisar en caso de incendio u otros desastres a sus congéneres, para que se preparen para resistir mejor al fuego u otros peligros, o que las fragancias que expelen al aire las llamadas plantas aromáticas tienen como función repeler a los posibles depredadores y atraer la protección de los humanos. Pero aquel descubrimiento iba mucho más allá y constituía el principio de una revolución de mayor calado.
Era cosa sabida que muchos cultivos son sensibles a la música y perciben las vibraciones sonoras
El empleo de sofisticados ordenadores cuánticos, capaces de analizar enormes cantidades de datos, permitió desentrañar los entresijos de su singular gramática y descifrar las claves de una lengua que ya era vieja mucho antes de nuestra aparición en el planeta y a la que habíamos permanecido sordos hasta entonces. A medida que se tornaba inteligible el tumultuoso silencio verde de la naturaleza y aprendíamos a entender lo que las plantas decían de nosotros, vimos tambalearse nuestra fe científica, afianzarse nuestras ancestrales dudas sobre el progreso y desmoronarse nuestras certidumbres más consolidadas. El desarrollo de lo que pronto comenzó a llamarse Semiótica vegetal, nos hizo despertar bruscamente de nuestro ensimismamiento e infligió una profunda herida en el narcisismo de la humanidad. A lo largo de la historia de la civilización habíamos visto cómo el teocentrismo daba paso al antropocentrismo y este al tecnocentrismo, antes de que descubriéramos aterrados, maravillosamente aterrados, que no estábamos solos en el cosmos y que nuestra superioridad racional era una pura falacia. Comprendimos con un sobrecogimiento atenuado por la melancolía hasta qué punto éramos insignificantes y vulnerables. Ya nunca más volvimos a ver a nuestras inmóviles y silenciosas vecinas con los ojos de antaño. La sola idea de estar siendo observados, por no decir vigilados, desde la noche de los tiempos, nos tenía en vilo y nos hacía sentir como parte de un experimento del que no teníamos noticia. Daba vértigo pensar que nuestros más ambiciosos proyectos tecnológicos, como crear redes neuronales digitales, vivir eternamente o colonizar lejanos planetas, plagiaban sin saberlo las facultades de nuestras bienhechoras anfitrionas, a las que tal vez sería más apropiado llamar dueñas.
II
En 1997 una supercomputadora bautizada como Deep Blue derrotó al campeón mundial de ajedrez, Gary Kaspárov. En 2021 un ordenador superó finalmente el test de Türing, diseñado para evaluar la capacidad de las máquinas para pensar. Por primera vez, un interrogador no fue capaz de discernir a ciencia cierta si el interlocutor con el que se comunicaba a través de un monitor era humano o no. El siglo XXII celebró su llegada con el nacimiento de los primeros seres humanos técnicamente inmortales, que podían reponer sus órganos a medida que se dañaban, como si fueran las hojas que caen de los árboles. No muchas décadas después, nanoingenieros japoneses desarrollaron prototipos de robots inspirados en modelos vegetales. Muy pronto comenzaron a fabricarse plantoides con la facultad de realizar la fotosíntesis y adaptarse a lo más variados entornos. Hasta bien entrado el siglo XXII no se presentaron los primeros proyectos de lo que pronto empezó a llamarse terraforming. Se trataba de hacer habitables otros planetas colonizándolos con plantas inteligentes de un aspecto parecido a algas o musgos, a la espera de que fabricasen una atmósfera respirable. Entre el año 2250 y el 2320 se enviaron con este propósito incontables naves, en ocasiones tripuladas por humanos criogenizados y, en otras, con sus conciencias descargadas en un programa informático, a remotos exoplanetas en los confines de la galaxia. A medida que se deterioraba la Bioesfera debido a la presión demográfica y la creciente contaminación, las investigaciones en inteligencia artificial vegetal (VIA) recibieron un renovado impulso. Entre estos nuevos cyborgs vegetales, mitad planta transgénica mitad dispositivo cibernético, destacaba una red de raíces robóticas sensorizadas, que permitía explorar el suelo de paso que lo monitorizaba, horadando galerías. En algún impreciso momento entre el año 2450 y 2500 la carne se convirtió en un estorbo para la continuidad de la especie humana en un planeta sobrepoblado hasta más no poder. Había llegado el momento de desechar nuestros cuerpos y transferir nuestros algoritmos personales a un soporte más eficiente que la realidad virtual y menos expuesto a la entropía que un artilugio electrónico. Los expertos estuvieron de acuerdo en que no había otra solución que cambiar de biotipo y, retornando a los orígenes, metamorfosearnos en vegetales. El mundo había dado muchas vueltas desde que las plantas de los mares primitivos habían creado las condiciones para hacer viable la vida orgánica en el planeta. Era el momento de retroceder para saltar más lejos.
III
La infelicidad vuelve en los mismos esfuerzos con que intentamos despacharla de nuestras vidas. Los fármacos crean dependencia, las comodidades echan a perder el carácter, las redes sociales nos aíslan e incluso el sexo tiene contraindicaciones graves como el apego o la soledad. Los avances tecnológicos no han cumplido sus promesas, el bienestar material ha incrementado nuestra insatisfacción y el aumento de la esperanza de vida no ha llevado aparejado un aumento de la alegría de vivir. La humanidad lleva siglos teniendo la desesperante impresión de dar vueltas sin avanzar en pos de la esquiva felicidad, vagando sin rumbo en el laberinto del progreso.
Los avances tecnológicos no han cumplido sus promesas, el bienestar material ha incrementado nuestra insatisfacción
Hacía mucho tiempo que cundía el malestar entre las gentes, que la pesadumbre se había instalado en el alma del mundo y que las personas vivían con una desesperante inautenticidad, como si actuasen para una cámara invisible, cuando una amenaza apocalíptica vino en su rescate. La información primero se filtró en los medios especializados, luego se difundió en dosieres, informes y expedientes oficiales y, finalmente, se propagó en televisiones, diarios y revistas en papel y online: nuestra especie se enfrentaba al ecocidio. Si no se transformaban por completo los patrones de producción y consumo, el planeta se abocaba irremisiblemente a un colapso medioambiental. Se publicó que el hielo de los polos se desharía en cuestión de unos pocos años, que el nivel de las aguas del mar ascendería hasta anegar la mayoría de las poblaciones costeras, que no habría más primaveras y que la vida misma estaba en peligro a causa de los elevados índices de contaminación.
Se intentó concienciar a la población de que, si no se tomaban medidas drásticas para frenar el deterioro de la Biosfera, se atravesaría el umbral de un calentamiento irreversible y la situación escaparía al control humano. El temor a una inminente hecatombe ecológica llevó a muchas personas a abandonar las áreas metropolitanas más degradadas y las periferias urbanas para refugiarse en el campo, donde crearon aldeas autosuficientes, falansterios jardinosóficos, comunas rurales e hicieron realidad todo tipo de ecotopías. En pocos años, gracias a perseguir el mismo ideal, se consiguió revertir una situación que parecía fatal y refundar el futuro sobre unas bases más sólidas. El planeta reverdeció como el bosque tras las primeras lluvias del otoño, y la existencia humana pareció recobrar su antiguo esplendor. Así y todo, en esa recién conquistada felicidad había un poso de amargura. Eran muchos los que se sentían solos, abrumados por una congoja sin nombre, por el peso invisible de las decisiones que tendrían que tomar a partir de ahora. Les asustaba no saber cuál era el siguiente paso.
IV
El mundo del ser humano es del tamaño de su jardín. Los límites de este son los de su universo mental. Esa naturaleza domesticada y cercada refleja la cosmovisión de cada época. Así pues, durante el Medievo el hortus conclusus monástico y el hortus deliciarium palatino encerraron entre sus altos muros un fragmento del paraíso terrenal perdido o una migaja del cielo prometido. El Renacimiento tumbó una de las cuatro paredes de esa caja sagrada y el jardín se abrió al paisaje. Las vistas panorámicas se incorporaron a su diseño en las villas italianas. El Barroco amplió, gracias a las perspectivas, el campo de visión, extendiendo los confines del parque a la francesa más allá del horizonte. Con la ayuda de la Geometría y la Óptica, la arquitectura vegetal hizo realidad el sueño autocrático de conquistar el infinito. La Ilustración no cejó en este empeño de borrar las barreras visuales. El jardín paisajista inglés llevó esta vocación de fundirse con el paisaje y escapar de las coordenadas espaciotemporales hasta sus últimas consecuencias. William Kent pronunció en 1817 las palabras que marcaron el final del muro perimetral y el inicio de un nuevo capítulo de esta historia: «Salté la valla y vi que la naturaleza entera era un jardín». Escuchar al genio del lugar significará para los románticos respetar la naturaleza. Con un parecido embeleso contemplarán los ciudadanos del último tercio del siglo XX las primeras imágenes del jardín planetario, tomadas desde el espacio exterior por las misiones Apolo. La imagen de la Tierra, vista como una nave que transporta a toda la humanidad en su viaje sideral, cambiará para siempre. En las siguientes décadas irá cobrando fuerza, primero en la ciencia ficción y después en las ficciones científicas, la idea de ajardinar o terraformizar planetas pertenecientes a otros sistemas solares para dar cabida a una población de terráqueos que crece exponencialmente. Es difícil saber qué credibilidad conceder a esos proyectos de cosmojardinería, y sus tentativas de crear una atmósfera viable para la vida merced a sembrar su superficie con microorganismos fotosintéticos. Esos planetas floridos serían los parterres de un jardín que se expande como el universo.