Para qué poetas
«La idea de que la poesía está desapareciendo es tan antigua como el romanticismo, cuando el verso, desplazado ya definitivamente por la prosa, empezó a saturarse de subjetividad para indagar en su propio acabamiento»
No hay ninguna definición de poesía que sea enteramente satisfactoria, sobre todo porque los poetas modernos (“hienas en torno a un pozo seco”, como decía Cyril Connolly) se han preocupado a menudo por crear en sus poéticas unos límites infranqueables a los que sus seguidores se han atenido con excesivo celo, algo que ha terminado por dar una visión un tanto esotérica de un género que es tan antiguo como el hombre. La canción que saluda un nacimiento o lamenta una muerte debió de empezar a oírse antes de la invención de la escritura y ha pervivido hasta nuestros días, adaptándose a todas las transformaciones tecnológicas. Cuántos cantos perdidos se adensan en estos dos versos del Gilgamesh, el poema babilonio descubierto hace poco más de un siglo:
Pero de la muerte
no se ha de conocer el día.
No sabemos por qué, pero lo cierto es que el hombre, al despertar a la conciencia, tuvo la necesidad de cantar y el poema es todavía un resto de ese impulso. En cualquier poema de amor perduran todos los amantes desaparecidos, como el que todavía duda en este fragmento de Anacreonte:
De nuevo amo y no amo,
deliro y no deliro.
Un poema puede tener muchas finalidades, desde las más ligeras y disparatadas hasta las más severas y filosóficas, pero siempre celebra, aunque sólo sea su propio acontecer. Muchos poemas giran, como decía Auden, en torno a estas tres cuestiones: esto era sagrado y ahora es profano, qué pena o qué alivio; esto es sagrado, pero ¿debería serlo?; y esto es sagrado, ¿pero realmente importa tanto? El lenguaje está relacionado en sus orígenes con la noción de lo sacro y la poesía custodia aún ese vínculo, incluso cuando no lo parece. No sabemos qué es exactamente la poesía, pero notamos cuándo se produce. Puede ser en estos versos desgarradores de Antonio Machado:
Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.
O en esta enigmática evocación de Wallace Stevens:
La noche boreal
parecerá hielo mientras se acerca a ellos
y a la madre mientras se duerme y mientras
ellos dicen buenas noches, buenas noches. Arriba
habrá luz en las ventanas pero no en las estancias.
Los poetas, sobre todo cuando son jóvenes, tienen ideas muy inflexibles acerca de lo que la poesía debe o no debe ser. De mayores, por suerte, nos damos cuenta de que la gran poesía, ya sea oscura o transparente, participa siempre de lo mismo. De entre todas las definiciones que se han dado del género, mi favorita sigue siendo la de Gil de Biedma: “Expresión sorprendente porque incorpora algo que uno ha sentido muchas veces sin saber que era posible expresarlo así”. Su primera experiencia al respecto fue muy temprana y ocurrió cuando en el colegio escuchó estos versos que al principio confundió con un refrán:
Cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
Sin pasado aún, el niño tuvo ya una primera intuición del paso difícil del tiempo, a lo que luego dedicaría toda su obra. A mí me ocurrió algo parecido la primera vez que oí esta estrofa de Joan Alcover:
Faune mutilat,
brollador eixut
jardí desolat
de ma joventut.
No sabía entonces lo que era un fauno y la juventud aún estaba muy lejos, pero el tono y las imágenes (todavía hoy el sonido de faune mutilat tiene para mí la propiedad de un encantamiento) me produjeron un escalofrío. Como decía Eliot, la poesía comunica antes de ser entendida. Y Geoffrey Hill viene a decir lo mismo cuando describe la experiencia de leer un poema como “el roce de un alienígena”.
Un poema es un pedazo de habla memorable suspendido en el tiempo. Cada vez que se lee, abre su propio espacio dramático y propone una duración. Junto a la música, la poesía es el único arte capaz de crear un tiempo paralelo al nuestro. La métrica –un verdadero poeta la domina para luego olvidarla– sirve para conformar el tempo que produce el tiempo del poema. La relación armónica entre el sonido de las palabras, el ritmo inducido por el metro y la ilación de las ideas y las imágenes levanta un mundo de forma inmediata. No hay ninguna novela capaz de alumbrar una atmósfera con la rapidez con que Shakespeare nos introduce en la tensión y el misterio de Hamlet:
Bernardo: Who’s there?
Francisco: Nay, answer me: stand, and unfold yourself.
Bernardo: Long live the King!
Francisco: Bernardo?
Bernardo: He.
La novela necesita un pacto con el lector, pero aquí las voces, entrelazadas con una pericia a la vez natural y artificiosa, generan inmediatamente y para cualquier oído un tiempo que no descansa hasta la última frase en boca de Fortimbrás: “Go, bid the soldiers shoot”. Todo Shakespeare es sobre todo habla y sus obras son el mejor ejemplo para demostrar qué hace y para qué sirve el verso. En una charla radiofónica que dio en 1921, T. S. Eliot resumió el genio de Shakespeare fijándose en las palabras que pronuncia Charmian, la doncella de Cleopatra, junto al cadáver de la reina, antes de morir ella misma:
It is well done, and fitting for a Princesse
Descended of so many Royal Kings.
Ah! Soldier.
Con una admirable sagacidad crítica, Eliot observa que los dos primeros versos (“Bien está y es acorde con una princesa / descendiente de tantos reyes”) proceden de la versión que Thomas North había hecho de las Vidas paralelas de Plutarco y a los que Shakespeare sólo les añadió ese último y escueto “Ah! Soldado” con el que Charmian evoca al difunto Antonio y con él la intensidad del amour fou que ha vivido la pareja a lo largo de toda la obra. Shakespeare fue capaz de convertir una esquirla de prosa vulgar en un instante de alta poesía añadiendo tan sólo esas dos palabras, para siempre llenas de vida. El propio Eliot consiguió algo parecido en “Marina”, uno de sus mejores poemas. Aunque no sabemos en ningún momento qué ocurre, la emoción nos atraviesa, haciéndonos un nudo en el alma, desde la primera estrofa:
What seas what shores what grey rocks and what islands
What water lapping the bow
And scent of pine and the woodthrush singing through the fog
What images return
O my daughter.
Hay que ser muy bueno para acertar a romper la inercia de esa sucesión hipnótica de imágenes (“Qué mares qué costas qué grises rocas y qué islas / qué agua salpica la proa / y el olor de los pinos y el canto del tordo atraviesa la niebla / qué imágenes regresan”) con ese “oh hija mía” que no revela nada pero que estalla con un dolor universal. En todos los grandes poetas hay ejemplos así. Bastarían estos dos versos, “Ahora que estamos en derrota, / nunca en doma”, para descubrirse ante Claudio Rodríguez. Y cuando ya prácticamente no escribía, Gil de Biedma se permitió dedicar estos versos infinitos a su padre, con cuyo fantasma finalmente se reconcilió, como Hamlet en las almenas de Elsinor:
Qué me agradeces, padre, acompañándome
con esta confianza
que entre los dos ha creado tu muerte?
No puedes darme nada. No puedo darte nada,
y por eso me entiendes.
La idea de que la poesía está desapareciendo es tan antigua como el romanticismo, cuando el verso, desplazado ya definitivamente por la prosa, empezó a saturarse de subjetividad para indagar en su propio acabamiento. Nadie supo verlo mejor que Hölderlin cuando, en un verso célebre de “Pan y vino”, una de sus elegías, se preguntó “wozu Dichter in dürftiger Zeiten”, (“para qué poetas en tiempos de escasez”), una pregunta que desde entonces sólo puede contestarse volviendo a formularla. En la época de Dante o de Shakespeare nadie hubiera podido concebir una duda así. El canto se estaba transformando en meditación y la teoría empezaba a infectar al arte que de pronto se replegaba sobre sí mismo para reflexionar sobre su muerte. La poesía es también una forma irreductible de pensar. En Andenken (“Memoria”), uno de sus poemas tardíos, Hölderlin definió el problema con exactitud: “Was bleibet aber stiften die Dichter”, que suele traducirse como “lo que persiste lo fundan los poetas”. “Stiften”, de todos modos, también puede entenderse como “donar”, como una dádiva. Y entonces el verso podría leerse como “lo que queda lo dan los poetas”. Desde entonces, la poesía habita un resto que es a la vez fundamental, puesto que ahí resiste algo que escapa a todo control, incluso al de la lógica. Nadezhda Mandelstam contó cómo muchos poemas de su marido sobrevivieron al estalinismo sólo porque ella se los había aprendido de memoria. La poesía es un constante homenaje. O como dijo Auden en unos versos que me encantaría haber escrito:
personal song and language
thanks to which is still posible for the breathing
to break bread with the dead.
(“la canción personal y el lenguaje / gracias a los cuales es aún posible para los que respiran/ compartir el pan con los muertos”)