Un año de Pablo Casado: la incoercible pluralidad de la derecha española
«Solo los relativos éxitos de Casado, en las elecciones municipales y autonómicas, en las que, gracias al apoyo de Ciudadanos y VOX, logró conservar Madrid, Castilla-León o Murcia, le han servido para apuntalar su precario liderazgo»
2018 fue, sin duda, el annus horribilis del Partido Popular. En muy poco tiempo, aunque los problemas venían de lejos, los sucesos y acontecimientos se desbordaron. A lo largo de este año, se pusieron de manifiesto con suma claridad las debilidades y contradicciones del liderazgo de Mariano Rajoy, político de gestión, incapaz de dar respuesta, entre otras cosas, a los desafíos del nacionalismo catalán[contexto id=»381726″]. Su nada eficaz intervención a la hora de impedir la celebración del referéndum ilegal y su alambicada y tímida aplicación del artículo 155 de la Constitución a la autonomía catalana, sumieron en el ridículo al gobierno de Rajoy ante el conjunto de la opinión conservadora. A ello había que sumar los numerosos casos de corrupción protagonizados por miembros del Partido Popular; la caída de Cristina Cifuentes como presidenta de la Comunidad de Madrid; y, sobre todo, el triunfo de la moción de censura propugnada por el líder del PSOE, Pedro Sánchez, contra el gobierno presidido por Rajoy; todo un vendaval político que colocó al Partido Popular al borde del abismo. Contra todo pronóstico, el hasta hacía poco desahuciado políticamente Pedro Sánchez llegaba al poder, apoyado por los neocomunistas de Podemos y el conjunto de las fuerzas políticas nacionalistas y secesionistas. No parecía posible un balance más desastroso de toda una trayectoria política. Y, en efecto, así era.
Cuando el Partido Popular quiso absorber todo el espectro derechista absorbió igualmente todas las tensiones y conflictos que aquejaban a esos sectores de la sociedad
Hasta entonces, el Partido Popular había aspirado -y, en parte, conseguido- convertirse en el crisol de las diversas ideas e intereses de lo que genéricamente podemos denominar “derecha española”, que históricamente había sido una realidad social y política muy plural. En lugar de ello, el Partido Popular se convirtió más bien en una olla a presión prácticamente inútil que, si ablandaba los alimentos, no sabía o no podía transformarlos en un todo homogéneo. En realidad, cuando el Partido Popular quiso absorber todo el espectro derechista absorbió igualmente todas las tensiones y conflictos que aquejaban a esos sectores de la sociedad. En el seno del Partido Popular se reprimieron dichos conflictos, pero no se erradicaron, entre otras cosas porque era imposible, y en mayor medida por las características del liderazgo político de Mariano Rajoy. No sin razón, numerosos conservadores españoles se sintieron humillados y ofendidos; y lo eran por el propio partido al que habían votado durante años. Como hubiera dicho el filósofo norteamericano Richard Rorty, el “centro” representado por Rajoy y sus acólitos ser convirtió en una especie de “vacío inútil”.
Este vacío era igualmente producto de las contradicciones inherentes a la praxis de los partidos conservadores –y socialdemócratas- en el actual contexto sociopolítico. Mientras un sector de las derechas, que podemos denominar identitario, se muestra partidario del respeto a las tradiciones, al orden moral y religioso, a la estabilidad social y vital, a las ideas de patria y nación, otro, al que denominaremos cosmopolita o globalista, se muestra afín a la defensa de un orden socioeconómico globalizado, que necesita fluidez, ausencia de fronteras y de tradiciones, un orden que, en el fondo, se fundamenta en el cambio permanente.
De ahí la sociogénesis de una nueva tendencia política derechista, que denominados “identitaria” o neopopulista, caracterizada por la defensa del proteccionismo económico y del Estado-nación. Para no pocos sociólogos y politólogos, como Iván Krastev, Wolfgang Streeck o Christopher Gulliuy, el conflicto político-social en la actualidad tiene como protagonistas a “cosmopolitas”, los beneficiarios del proceso de globalización, y “arraigados”, víctimas de dicho proceso.
En ese sentido, la política de Mariano Rajoy y su partido no sólo fue rechazada por su ineficacia ante el desafío separatista o la corrupción, sino por sus concesiones a los planteamientos de la izquierda social y cultural. El gobierno popular centró su actividad en la economía, siguiendo a rajatabla los criterios de austeridad establecidos por la Unión Europea. Sin embargo, en los ámbitos cultural y político las reformas brillaron por su ausencia. Nada se hizo en torno a la natalidad, el aborto o la memoria histórica[contexto id=»382847″]. Es más, el Partido Popular asumió sin demasiada dificultad el discurso de la izquierda moral en lo relativo a política sexual, feminismo[contexto id=»381722″] radical o las reivindicaciones LGTBI[contexto id=»383891″]. El Estado de las autonomías no sufrió la menor merma; todo lo contrario. Para colmo, el Partido Popular asumió en su totalidad la política seguida por José Luis Rodríguez Zapatero respecto al terrorismo etarra. Como dijo Rogelio Alonso, se produjo “la derrota del vencedor”.
A pesar de su victoria, la posición de Casado resultó, desde el principio, muy débil en el seno del Partido Popular
El Partido Popular no podía salir indemne de esa situación; y, desde luego, no salió. Poco después de la defenestración de Rajoy, se convocó un Congreso Extraordinario en el que la vieja guardia “centrista”, acaudillada por Soraya Sáenz de Santamaría, fue derrotada por la corriente más o menos conservadora representada por Pablo Casado Blanco. El nuevo líder popular no era, en realidad, ajeno a los sectores afines a Rajoy, porque, entre otros cargos, había ocupado la vicesecretaría general de comunicación del Partido Popular, a través del cual intentó hacer digerible a los paladares conservadores las discutibles medidas del gobierno. A pesar de esta victoria, la posición de Casado resultó, desde el principio, muy débil en el seno del Partido Popular y dependía de su capacidad a la hora de solventar la crisis interna y, sobre todo, de recuperar su hegemonía en el campo conservador. Frente a él, se contaba la figura de Alberto Núñez Feijóo, líder del Partido Popular en Galicia y arquetipo del político “centrista”.
Sin embargo, Casado tenía, además, que enfrentarse a la competición con otros partidos que le disputaban el espacio político de la derecha. La inacción de Rajoy había tenido otra consecuencia negativa para el Partido Popular: la consolidación de Ciudadanos y VOX como alternativas políticas.
No obstante, existe aquí, en mi opinión, un claro equívoco. Y es que Ciudadanos no es un partido de derechas, sino de “extremo centro”. Albert Rivera conquistó posiciones en el campo político de la derecha por su defensa de la unidad nacional en Cataluña. En lo demás, Ciudadanos es un típico partido defensor del capitalismo global y de una Europa federal, progresista en materia moral y neoliberal en materia económica. Por ello, no ha dudado en ser portavoz de aberraciones morales como los vientres de alquiler. En aspectos como la memoria histórica, el partido de Albert Rivera no tiene nada que decir, ni le importa. Pese a todo ello, ha intentado hegemonizar a la derecha, aprovechando la crisis del Partido Popular. En mi opinión, nunca lo conseguirá, desapareciendo en el intento.
Muy distinto es el caso de VOX[contexto id=»381728″]; aquí nos encontramos ante una derecha clásica, nítida, inequívoca, sin concesiones, que defiende sin complejos las reivindicaciones histórico-políticas y culturales del conservadurismo español. En modo alguno se trata de un partido identitario o nacional-populista de derechas, aunque podría evolucionar hacia esas posiciones en el futuro, pero ahora no lo es. En su ideario, predomina la perspectiva liberal y conservadora católica. Su programa económico es ultraliberal. VOX ha asumido parte del discurso identitario, como la crítica a la globalización, la Europea federal o la emigración descontrolada; pero no la transversalidad ideológica y social desarrollada por los líderes identitarios, como Marine Le Pen o Matteo Salvini; y no ha intentado aún penetrar en el espacio de las clases trabajadoras afectadas por la globalización.
Precisamente, esto es lo que ha causado mayor daño al Partido Popular de Pablo Casado, entre otras cosas porque muchos militantes y simpatizantes de VOX procedían, empezando Santiago Abascal, de sus filas. La defensa inequívoca de la unidad nacional, el rechazo del Estado de las autonomías, la crítica de las leyes de memoria histórica y de la ideología de género, se convirtieron en un claro desafío a la posición de Pablo Casado. Además, la alternativa de Abascal se vio reforzada por la participación de VOX en la acusación popular contra los sediciosos catalanistas y por su éxito en las elecciones autonómicas andaluzas de diciembre de 2018.
Asediado por el oportunismo de Ciudadanos, por la coherencia de VOX y por las presiones del sector “centrista” de su partido, Casado fue incapaz de desarrollar una táctica y una estrategia coherentes, acordes con la trayectoria del Partido Popular. En sus intervenciones públicas, Casado fue muy tributario del discurso de VOX: insistencia en la racionalización del Estado autonómico, la crítica a la legislación abortista y de memoria histórica, la reivindicación del pin parental, etc. Incluso ofreció carteras a Ciudadanos y VOX en un hipotético gobierno presidido por el Partido Popular.
Solo los relativos éxitos de Casado, en las elecciones municipales y autonómicas, en las que, gracias al apoyo de Ciudadanos y VOX, logró conservar Madrid, Castilla-León o Murcia, le han servido para apuntalar su precario liderazgo
A pesar de la gravedad de la situación política, los socialistas lograron transformar el debate electoral a partir de la dicotomía izquierda/extrema derecha, demonizando a VOX, y no entre separatismo/unidad nacional. En consecuencia, el resultado electoral fue muy negativo para el Partido Popular: 66 escaños; Ciudadanos consiguió 57; y VOX, 24. El conjunto de la prensa conservadora hizo recaer la “culpa” en VOX, cuya imagen de “extrema derecha” movilizó a la izquierda e identificó a Ciudadanos y Partido Popular con el “fascismo”, amén de dividir el voto del “centro derecha”. Una crítica muy injusta, ya que lo mismo le ocurrió a José María Aznar cuando disputó la hegemonía política a los socialistas, que lo identificaron no ya con Miguel Primo de Rivera o Franco, sino con un feroz y sanguinolento doberman. Y es que las cosas seguirán siendo así mientras la izquierda sea quien controla y, por lo tanto, define el imaginario social. En contraste abierto con lo sustentado a lo largo de la campaña electoral, Casado tachó a VOX de “ultraderecha” y a Ciudadanos de “socialdemócrata”. Por supuesto, intentó virar al “centro” e incluso viajó a Galicia para rendir pleitesía a Núñez Feijóo como una especie de pontífice del “centrismo”. Su posición era cada vez más débil en el seno del Partido Popular. Solo sus relativos éxitos, en las elecciones municipales y autonómicas, en las que, gracias al apoyo de Ciudadanos y VOX, logró conservar Madrid, Castilla-León o Murcia, le han servido para apuntalar su precario liderazgo.
Pese a todo, Casado sigue disfrutando de los principales medios de comunicación de la derecha, ABC, El Mundo y La Razón, la COPE, etc. Además, el resultado negativo en las elecciones ha avivado en influyentes sectores económicos y mediáticos la nostalgia por el bipartidismo y de un Partido Popular “casa común” del conjunto de la derecha. En mi humilde opinión, creo que se equivocan. Y es que es preciso asumir, pese a sus inconvenientes, la incoercible pluralidad de la derecha española, que no puede ni debe ser comprimida de nuevo en la olla a presión de un único partido. Quede claro que cuando hago referencia a las derechas me refiero a VOX y al Partido Popular. En ese espacio, Ciudadanos es un advenedizo, que no hace más que distorsionar el campo político. Pero es que, además, la dramática situación actual es consecuencia, en buena medida, de casi cuarenta años de “centrismo”, bipartidismo imperfecto y filonacionalismo. Porque aquí, gritan, gesticulan y escriben, entre nosotros, aquellos que declararon “español del año” a Jordi Pujol Soley; los que afirmaron que Juan Carlos I nunca se había equivocado en nada; los que dieron los medios de comunicación hegemónicos a la izquierda; los que promocionaron a Podemos para perjudicar al PSOE; los que defenestraron a Vidal Quadras de su liderazgo en el Partido Popular de Cataluña; los que interpretaron a Manuel Azaña en clave liberal-conservadora; los que aceptaron aquella interpretación sin haber leído al patético alcalaíno; los que se autodenominaron “centro-reformistas”; los que afirmaron que “la economía lo es todo”; los partidarios del pacto a cualquier precio; los predicadores del “sentido común” sin ser conscientes de que se no se trata de una realidad natural y espontánea, sino de una construcción sociohistórica; los que afirmaban que las leyes de “memoria histórica” carecían de significado político; los defensores a ultranza del Estado autonómico; los que olvidaron su pasado; los promotores de legislaciones culturales y lingüísticas discriminadoras del castellano, etc, etc. La España actual no ha logrado todavía liberarse de este tremendo tumor político, ideológico y cultural. Debe hacerlo, porque la realidad social y política se impone. Otra cosa es que puedan articularse pactos y alianzas. Pero no es el tiempo de bipartidismos, consensos y centrismos; hemos entrado en una etapa de pluralismo agonístico.