Harold Bloom: la provocación y la gloria
«Harold Bloom siempre reclamó atención para los “grandes” de la literatura occidental: Chaucer, Shakespeare, Cervantes, Kafka, Woolf, Joyce…»
Antes los estudiosos de la literatura gozaban de un reconocimiento social mucho mayor del que tienen hoy en día. En España nombres como Ramón Menéndez Pidal, Dámaso Alonso, Amado Alonso o Fernando Lázaro Carreter trazaron la edad de oro de la crítica literaria del siglo pasado. Ahora, el reciente fallecimiento del veterano catedrático de Yale Harold Bloom (1930-2019) es quizá una noticia de otro tiempo, de otra época en la que se aceptaba que unos cuantos grandes textos podían ser interpretados de manera superior por ciertos talentos procedentes de la institución del saber humanístico por antonomasia, o sea, la universidad.
Harold Bloom conoció la gloria académica con The Anxiety of Influence (1973), un volumen inspirado en el psicoanálisis que venía a proponer una lectura edípica de los poetas de la tradición romántica inglesa. Para el crítico de Yale, la historia literaria sería, ante todo, un permanente campo de batalla entre generaciones sucesivas que oscilan entre el sometimiento o la liberación de los mayores. Es decir, según Bloom, cada generación suele “matar”, de una forma u otra a sus padres poéticos, a los maestros que los precedieron, de modo que los jóvenes reaccionan contra ellos para desplazarlos del centro del canon. En su búsqueda de notoriedad los poetas nuevos utilizarían distintas estrategias, una de las cuales sería la de reivindicar a los “abuelos”. Aunque Bloom se encontraba más cómodo en la tradición anglosajona, este tipo de intuiciones valen para otras lenguas y culturas. Pongamos un ejemplo español: Juan Ramón Jiménez atacó la retórica pomposa de un Núñez de Arce y reivindicó a los clásicos del Siglo de Oro, sobre todo en su vertiente popular, que era la que a él le interesaba para su propia glorificación: Lope de Vega, el Romancero, San Juan de la Cruz. Pero la historia siempre pasa factura. Juan Ramón, a su vez, fue ignorado por los poetas españoles del 50, bastante saturados del popularismo en la poesía.
Su providencial voracidad lectora le permitió a Harold Bloom escribir sobre temas múltiples y arriesgados, siempre con amenidad y fluidez
La trayectoria intelectual de Bloom es la de un hombre fascinado por las conexiones lectoras entre libros muy distintos. Su facilidad de escritura le arrastró a veces a la simplificación de manual, como cuando en Cuentos y cuentistas afirma que hay dos tradiciones del cuento moderno, por un lado la realista de Chejov y la fantástica de Kafka y Borges, por otro. Para este viaje no se requieren tantas alforjas, diríamos. Pero, en general, su providencial voracidad lectora le permitió escribir sobre temas múltiples y arriesgados, siempre con amenidad y fluidez. Para él nada es estable en las interpretaciones, todo puede ser revisado y cada revisión debe ser más sorprendente que la anterior. Por eso sus textos críticos arrojan de pronto luces inusitadas sobre tal o cual escritor, o se despeñan en conclusiones sin demasiado fundamento. La literatura es, para Bloom, un océano de libros que se relacionan y se cuestionan entre sí. “Todo poema es una tergiversación de un poema-padre”, proclama entre borgiano y psicoanalítico.
Es muy irónico que quien defendió una lectura maliciosa de los escritores, basada en la sospecha, los malentendidos y las “malas lecturas”, terminase convirtiéndose para muchos en el adalid de la crítica literaria tradicional. Cuando Bloom da a luz The Western Canon (1994) pasa de ser un renombrado crítico de minorías a un best seller de las letras, el gurú de un público lector que está viviendo un giro monumental en la historia del gusto artístico. Ya para esa época en la academia norteamericana comenzaban a triunfar las corrientes sucesoras del deconstruccionismo que Bloom había contribuido a instalar. Las modas venían de otro lado y acaparaban cátedras y subvenciones. El feminismo, la crítica queer, los estudios culturales, o la crítica postcolonial estaban inundando los departamentos de Lengua y Literatura de las universidades de Estados Unidos. Para todos sus nuevos enemigos Bloom acuñó una etiqueta, “escuela del resentimiento”, sin percatarse tal vez que esta gigantesca ola cumplía con su generación la misma función edípica que él había señalado en los poetas. Para colmo de las provocaciones, confeccionó al final de The Western Canon una famosa lista de libros y autores “imprescindibles” en los que hizo gala tanto de su erudición como de arbitrariedad. Todavía recuerdo mi sorpresa al comprobar que entre los libros de Evelyn Waugh destacaba títulos menores de humor y silenciaba Brideshead Revisited. Para tener el atrevimiento de postular un Canon de lo más importante que se había escrito en Occidente, Bloom era a veces muy convencional, y otras tiraba de fobias y filias como cualquier ser humano.
Harold Bloom siempre reclamó atención para los “grandes” de la literatura occidental: Chaucer, Shakespeare, Cervantes, Kafka, Woolf, Joyce…
Con su habitual ingenio y su talento argumentativo en libros posteriores siguió reclamando atención para los “grandes” de la literatura occidental: Chaucer, Shakespeare, Cervantes, Kafka, Woolf, Joyce… Tenía debilidad por la literatura en inglés y, sin duda, cierto desinterés por la francesa y alemana, además de notable ignorancia por la escrita en español. También le apasionó la Biblia en cuanto artefacto literario, pero le faltaron seguramente la prudencia y el dominio de los idiomas en sus interpretaciones.
Hoy en día, según las anteojeras de cada cual, se le recuerda como un incómodo reaccionario o como un francotirador políticamente “incorrecto” de la crítica literaria. Seguramente no fue ni una cosa ni la otra. En los años sesenta Bloom se burló del humanismo conservador procedente del llamado New Criticism. Después vio que la provocación iba por otro lado y se arrojó contra el pensamiento dominante en los campus norteamericanos. Irreverente e inclasificable, sus interpretaciones sobre Shakespeare o la Biblia nunca son “clásicas” y se apoyan en una lectura bastante imaginativa de Freud. A veces llega a la ocurrencia, como cuando propone la autoría femenina de parte del Antiguo Testamento. Sin embargo, pese a todo, queda en él la memoria de uno de los grandes. Al margen de sus controversias, tuvo el mérito de reivindicar el valor de la Literatura en un medio cada vez más sordo a las ciencias que se ocupan del ser humano. Sin el aval de su prestigio y su brillantez expositiva, la defensa de los valores humanísticos de Occidente hubiera estado un poco más desatendida en estos años de oscuridad.