Trevor J. Dadson, un jinete de luz en la hora oscura
«El entusiasmo por la materia impartida, la sabiduría sin ostentación, la inteligencia adobada con las dosis exactas de sensibilidad y buen humor eran cualidades que, agregadas, daban como resultado una mixtura pedagógica infalible que lograba despertar el interés por la asignatura»
Hay espadas que empuña el entusiasmo
y jinetes de luz en la hora oscura.
Julio Martínez Mesanza
La madrugada del pasado 28 de enero fallecía en Charlottesville, de un modo inesperado, Trevor J. Dadson, filólogo, historiador y uno de los más grandes hispanistas británicos contemporáneos. Tenía 72 años. Yo tuve la ocasión de verlo por última vez en Londres apenas un mes y medio antes, en un acto de homenaje que le brindamos en la Embajada de España en el Reino Unido con motivo de la presentación de un libro colectivo de estudios sobre poesía española realizados en su honor, un libro que tuve el privilegio de editar junto a mi admirada colega Isabel Torres, también –como yo– discípula suya. Rodeado de su familia, de sus amigos, de sus discípulos y de sus colegas, Trevor irradiaba alegría y felicidad aquella lluviosa noche decembrina. Nada hacía presagiar que varias semanas después nos embargaría el dolor por su pérdida.
«El entusiasmo por la materia impartida, la sabiduría sin ostentación, la inteligencia adobada con las dosis exactas de sensibilidad y buen humor eran cualidades que, agregadas, daban como resultado una mixtura pedagógica infalible que lograba despertar el interés por la asignatura»
A Trevor lo conocí en 1994 por uno de esos dones que de vez en cuando nos otorga el borgiano laberinto de los efectos y las causas. Una beca Erasmus me llevó al Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Birmingham y allí estaba Trevor Dadson como catedrático, un nombre que –lo confieso— a mí, joven filólogo en ciernes, entonces no me sonaba de nada. Esta ignorancia duró lo que tardé en tomar un curso sobre la tradición clásica en la poesía española de los Siglos de Oro impartido por él. El deslumbramiento fue inmediato. Su inspiradora manera de explicar los entresijos de las églogas de Garcilaso, de las odas de Fray Luis de León o de la Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora era, francamente, irresistible. El entusiasmo por la materia impartida, la sabiduría sin ostentación, la inteligencia adobada con las dosis exactas de sensibilidad y buen humor eran cualidades que, agregadas, daban como resultado una mixtura pedagógica infalible que lograba despertar el interés por la asignatura incluso en aquellos espíritus discentes menos inclinados naturalmente a ella. Recuerdo que, en otro curso sobre Cervantes, al terminar una brillante disección de los resortes narrativos de La ilustre fregona, los estudiantes se arrancaron de un modo espontáneo y unánime –y ante la sorpresa del propio Trevor– con una atronadora ovación. Cuando, en mi último año de estudios en la Universidad de Granada, me planteé la posibilidad de hacer una tesis doctoral, tenía muy claro que la primera puerta a la que iba a llamar para que me la dirigiera era la suya. Por suerte Trevor recibió la propuesta con el mismo entusiasmo con el que enseñaba la poesía de San Juan de la Cruz, de Francisco Brines o de Luis Alberto de Cuenca.
Esa excelencia docente de carácter vocacional era la misma que él supo identificar en Mr Davies, su profesor de español en la Borden Grammar School de Sittingbourne, el instituto de secundaria al que acudió en su Kent natal, condado en el que creció rodeado de huertos de cerezos y de campos de lúpulo en cuya recolección trabajó más de una vez. El joven profesor galés consiguió que cinco de los siete alumnos que habían elegido español como asignatura en el último curso del instituto decidieran estudiar nuestra lengua y nuestra cultura en la universidad. Trevor, naturalmente, era uno de ellos y, en su caso, se trasladó a la Universidad de Leeds a estudiar español y portugués. Fue allí donde cayó definitivamente rendido ante los hechizos de la poesía española de los Siglos de Oro, y el principal culpable no fue otro que Colin Smith, eminente medievalista del que muchos olvidan que realizó su tesis doctoral sobre los comentaristas de Góngora, a cuya poesía dedicaría una decena de trabajos. Trevor siempre recordaría la fascinación que las clases de Colin Smith sobre Góngora provocaron en él. No es casualidad que incluso el libro que recoge la mayoría de sus estudios sobre poesía española contemporánea tenga un antetítulo gongorino que procede de un prodigioso endecasílabo de la Soledad primera en el que aparecen acentuados rítmicamente los cinco sonidos vocálicos del español: Breve esplendor de mal distinta lumbre.
Tras graduarse en Leeds con la máxima calificación, en 1970 se marcha a Cambridge para realizar su tesis doctoral sobre el poeta barroco Gabriel Bocángel y Unzueta bajo la dirección de otro mítico hispanista británico: Edward M. Wilson. A pesar de que éste estaba ya a punto de jubilarse, aceptó con generosidad dirigir la tesis de Trevor, quien se convertiría de este modo en su último estudiante de doctorado. De E. M. Wilson aprendería dos cosas fundamentales que jalonarían toda su trayectoria académica y que él transmitiría a su vez a sus propios discípulos: por una parte, la importancia del rigor y la meticulosidad como piedras de toque de la exigencia de uno consigo mismo a la hora de afrontar cualquier empeño investigador; por otra parte, el insustituible valor del trabajo de rastreo de documentos originales en archivos y bibliotecas de toda clase.
Con su título de doctor bajo el brazo, Trevor se encontró con que, a mediados de los años setenta, no había vacantes disponibles a las que pudiera optar en las universidades del Reino Unido. Fiel a su vitalista dinamismo no se arredró: en 1975 se casó en la catedral de Murcia con María de los Ángeles Gimeno Santacruz, quien se convertiría así en su compañera para toda la vida y a la que había conocido en la Universidad de Salamanca mientras ejercía de Lector de Inglés y terminaba su tesis durante el curso 1973-74; completó un curso de habilitación pedagógica en la Universidad de Durham (1975-76) y a continuación trabajó durante dos años como profesor de instituto en la Canon Slade School de Bolton, al noroeste de Inglaterra.
En 1978, por fin, consigue un puesto como profesor universitario en la Queen’s University de Belfast, en la que iría ascendiendo hasta obtener una cátedra personal. En la capital norirlandesa nacerían sus dos hijos, Daniel y Christopher, y allí permanecería hasta 1990, año en el que se traslada a Birmingham para hacerse cargo de la cátedra de Estudios Hispánicos que había dejado vacante a su jubilación otro ilustre hispanista, el medievalista Derek Lomax. En 2004 asume un nuevo reto, el último de su carrera, y se traslada a la Queen Mary University of London, institución de la que llegó a ser Vicerrector para las Humanidades y las Ciencias Sociales, en la que se jubiló en el otoño de 2017 y donde ejercía como catedrático emérito.
Sus aportaciones al conocimiento de la literatura, la cultura, la sociedad y la historia de los Siglos de Oro son fundamentales: ahí están sus estudios y ediciones sobre Gabriel Bocángel, sobre el Conde de Salinas, sobre la princesa de Éboli, sobre los hermanos Argensola, sobre la expulsión de los moriscos y sobre tantos otros temas. Excelentes son también sus trabajos sobre poesía española contemporánea, en los que se ocupó de figuras como las de Guillermo Carnero, Antonio Carvajal, Luis Alberto de Cuenca o Julio Martínez Mesanza. Durante los últimos años se fueron sucediendo los reconocimientos. En 2008 el ayuntamiento de Villarrubia de los Ojos (Ciudad Real) decidió rotular una calle con su nombre en reconocimiento a su monumental y revolucionario trabajo sobre la expulsión (y posterior regreso) de los moriscos de aquella población en el siglo XVII. En 2011 fue elegido presidente de la Asociación de Hispanistas de Gran Bretaña e Irlanda, cargo que desempeñó hasta 2015 y que aprovechó para impulsar el fortalecimiento y la revitalización de la entidad. En 2015 recibió la Encomienda de la Orden de Isabel la Católica. En 2016 fue nombrado académico correspondiente tanto de la Real Academia Española como de la Real Academia de la Historia, doble designación que raramente coincide en la misma persona.
A pesar de todo lo logrado y de llevar apenas dos años jubilado, Trevor seguía tremendamente activo. Actualmente, junto a su gran amigo y espejo de filólogos Antonio Carreira, quien nos acompañó en el reciente homenaje londinense, le daba las últimas puntadas al segundo volumen, centrado en la poesía conocida, de la obra completa del Conde de Salinas. Continuaba escribiendo artículos, asistiendo a congresos, dando conferencias. Hace unos meses nos confesaba a Isabel Torres y a mí que a veces sentía que debía aprender a decir que no, que ya bastaba, pero que tenía tantas ideas y tantos proyectos que deseaba llevar a cabo que le era imposible plantearse la retirada. La muerte, tan intempestiva, fue a buscarlo a Charlottesville, sede de la Universidad de Virginia, donde se encontraba invitado por el Departamento de Español, Italiano y Portugués como Distinguished Visiting Professor. Horas antes de marcharse para siempre había tenido la oportunidad de dar una clase, su última clase. Seguro que fue memorable. No se me ocurre mejor manera de terminar este artículo, tan insuficiente, que recordar al maestro generoso y luminoso con un poema monoversal de Miguel d’Ors, titulado Permanencia: «Se fue, pero qué forma de quedarse».