El aliado secreto
«Cuando el ansioso se niega a asumir su patología cae en escapes como el alcohol, las drogas, el juego, las peleas o la comida compulsiva»
La enfermedad más peligrosa no es una de esas gripes que nacen en los mercados de China. Lleva milenios entre nosotros y no ha causado ni causará un apocalipsis zombie o evacuaciones masivas. Ni siquiera alertas globales. Es silenciosa, privada, a veces vergonzante, y no la provoca ningún virus o bacteria. No mata, ni siquiera requiere ingreso hospitalario. No hay ni habrá vacuna, tampoco políticas globales que alivien una epidemia inmensa, un problema tan grave como el cambio climático y tan difícil de aliviar. Ocasiona un dolor continuo, pero invisible para los otros. Es un mal privado: solo se comparte con los más cercanos, aunque intuyamos que muchas veces el otro también lo padece. Porque la ansiedad la sufre usted, su padre, su vecino y su compañero de trabajo. La sufrimos todos, lo contemos o no, pero las soluciones que ofrece nuestra sociedad son tan individuales como difíciles.
Aparece cuando la cuerda del arco se ha tensado tanto que no puede volver al reposo. Las amenazas se disparan, las respuestas al miedo que causan se vuelven desproporcionadas y se actúa de igual manera ante el rugido de un tigre hambriento que frente al ronroneo de un gatito. Casi nadie le atribuye costes sociales, pero son obvios para el que quiere mirar. Por ejemplo tras la proliferación de casas de apuestas por todos los barrios de Madrid habita la ansiedad. Es solo un ejemplo, tal vez menor, porque la relación de la ansiedad con los daños estomacales, cardiacos, musculares o con cualquier tipo de adicción es evidente. Aunque no suela matar a nadie, por muy paradójico que resulte, es la dolencia más mortal. Hallarse en un continuo estado de alerta desgasta a cualquiera.
Todos buscamos soluciones a la ansiedad, aunque no siempre sean adecuadas
Todos buscamos soluciones a la ansiedad, aunque no siempre sean adecuadas. Cuando el ansioso se niega a asumir su patología cae en escapes como el alcohol, las drogas, el juego, las peleas o la comida compulsiva. Proporcionan alivio momentáneo y una intensa resaca. También es frecuente medicarse con benzodiacepinas o antidepresivos o, lo que es lo mismo, eternizar la dolencia a cambio de disminuir los síntomas. Quien puede pagarlas y dispone de ánimo, paciencia y coraje acude a terapias psicológicas más o menos efectivas. No existe la solución instantánea, ni siquiera rápida, por mucho que mercachifles de distinto pelaje y precio quieran venderla mediante alucinógenos o toneladas de sugestión. Pocos nos apoyamos, pese a su constante cercanía, en dos aliados de tradición milenaria y eficacia acreditada. Me refiero a la espiritualidad y a su compañera la meditación. A una combinación gratuita, sanadora y de digestión lenta.
El estado no lo pone fácil. Que no provea asistencia psicológica a quienes lo necesitan y no pueden pagarla es una grave quiebra del tan celebrado bienestar. Que, además, el estado no promueva, incluso niegue, la meditación y la espiritualidad deja a millones de personas en manos de la química, la superchería, el sufrimiento o escapes que causan mayor dolor que la propia ansiedad. Por supuesto tan grave dejación no se comenta, como no se comenta ningún otro tema relevante. El gran éxito de la temporada cinematográfica, Joker, es un ejemplo de hombre roto, abandonado por un estado que le niega incluso la medicación. Sin embargo, ni siquiera se plantea acudir a la iglesia o a cualquier lugar de culto. A lo único que resta a su lado, a lo que le permitiría encauzar su razonable ira. Opta por la destrucción porque la sociedad le ha cerrado todas las alternativas.
Cuando el ansioso se niega a asumir su patología cae en escapes como el alcohol, las drogas, el juego, las peleas o la comida compulsiva
La búsqueda de la conciencia plena propia de la meditación acerca a lo esencial. Al yo desnudo, ajeno a los pensamientos circulares y al miedo. Abre un espacio próximo a lo superior. A veces la soledad agota y el meditador precisa una comunidad que le acoja. Un lugar donde se pueda compartir y recibir apoyo. La meditación y la religión son la cara interna y externa de la misma solución. Sin embargo su efecto es lento: muchos de los que se acercan hasta ellas las abandonan porque no encuentran el alivio que buscaban. Tal vez les falte paciencia: la ayuda que proporcionan requiere esfuerzo y perseverancia. Nuestro silencio interior está cubierto por capas y capas de ruido.
Creer no esclaviza, al contrario, libera. La inmersión en una comunidad, la atención a un mantra, el alivio que supone el apoyo de lo superior colaboran en el descanso. No hay mayor liberación para quien sufre amenazas falsas (el nódulo de la ansiedad) que la protección que otorgan Dios, su comunidad y los lugares de culto. Son, al fin y al cabo, espacios protegidos, centros de meditación y reunión en comunidad.
El papel de Dios en nuestra sociedad está tan estigmatizado por visiones parciales e interesadas que solo un proceso lento y privado permite el acercamiento. De Dios no puede esperarse una cura pero sí una presencia continua que nos acompaña y nos comprende, que acoge en su hogar incluso a los más desheredados. También a quien es dañino, a quien nadie abriría su casa. Por ejemplo a ese Joker abocado al mal, convertido en una especie de ídolo de una época condenada a huir de sí misma. Además no hay mejor escudo contra el perjuicio ajeno. Cuando alguien te dañe no le odies, no le otorgues ese privilegio. Comparécete de su desgracia, del dolor que le obliga a dañar y pide por él. No existe mayor alivio.
Poco importa que exista o no, ese no es el debate, porque Dios se encuentra más allá de los límites del lenguaje. Es la materia oscura, el inconsciente que lo sostiene todo sin que seamos capaces de verlo y, por tanto, de probarlo. Además ni siquiera es posible demostrar la existencia de la conciencia. ¿Si no podemos verificar nuestra identidad, cómo podremos comprobar la existencia de una identidad superior? Hay que creer aunque sea por egoísmo, porque nos beneficia sin perjuicio. ¿Por qué desechar a tal aliado?