THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

Consecuencias de Zapatero

Para quienes nos dedicamos a estudiar lo que creemos el mayor factor de corrosión de la vida democrática en España –la alianza entre la izquierda española y los nacionalismos segregadores– la entrevista que el ex presidente Rodríguez Zapatero dio hace poco al diario El Español tiene un extraordinario interés. Casi podríamos decir, como un jurista, que se trata de un documento con valor de cosa juzgada. Me refiero, en concreto, al momento en que un atinado Daniel Basteiro le extrae las siguientes afirmaciones: 

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Consecuencias de Zapatero

Para quienes nos dedicamos a estudiar lo que creemos el mayor factor de corrosión de la vida democrática en España –la alianza entre la izquierda española y los nacionalismos segregadores– la entrevista que el ex presidente Rodríguez Zapatero dio hace poco al diario El Español tiene un extraordinario interés. Casi podríamos decir, como un jurista, que es un documento con valor de cosa juzgada. Me refiero, en concreto, al momento en que un atinado Daniel Basteiro le extrae las siguientes afirmaciones: 

¿Ser duro contra el nacionalismo vuelve a un partido de derechas? 

Para la historia de España, sí. 

¿La izquierda no podría ser también dura con el nacionalismo?

No. 

¿Por qué? ¿Qué tiene la izquierda de nacionalista?

Tiene un profundo sentido democrático republicano. El sentir republicano es conocer, comprender e intentar integrar las identidades. La democracia es, ante todo, integración, incluso de aquellos que la han ofendido o intentado combatir. La mayoría de lo que conocemos como nacionalistas en las distintas comunidades de España no tiene que ver con otros nacionalismos en el mundo. Aquí está claro que hay una parte del nacionalismo que es inequívocamente de izquierdas.

Se trata, por supuesto, de una poco convincente racionalización de la propia biografía. Primero, por su inconsistencia; segundo, por su chocante visión del republicanismo. Es inconsistente porque, en la misma entrevista, Zapatero ha descalificado a Ciudadanos como un partido nacionalista español. Por supuesto, se trata de una afirmación que el ex líder socialista no intenta argumentar (por mi parte, creo que sería difícil hallar en el ideario de Cs la demanda de uniformidad cultural que caracteriza al nacionalismo). Sea como fuere, lo que Zapatero no aclara es por qué, entonces, habría un nacionalismo malo, el de Cs (se sobreentiende: también el del PP y de Vox) al que no tocar ni con un palo y otros nacionalismos buenos, aptos para formar alianzas de gobierno y necesitados de comprensión. Esta es una pregunta que muchos españoles terminarán por hacerse: puestos a que sea el nacionalismo el que dicte las normas de convivencia, no es descartable que sea el nacionalismo español (que yo creo representado en estos momentos únicamente por Vox) el que prefieran. Cierto es que Zapatero da una especie de disculpa para su propia preferencia: «lo que llamamos nacionalismos en las comunidades autónomas» en realidad no serían tales, sino movimientos reactivos contra excesos de España. Se podrían poner ejemplos a voluntad para intentar persuadir a nuestro ex presidente de que los nacionalismos «de izquierda» a los que él expide un generoso salvoconducto no se distinguen un adarme de cualquier otro nacionalismo europeo (manipulación del pasado, uso industrial de la mentira, victimización, creación de enemigo exterior, anhelo de vivir en una comunidad uncida a tal o cual rasgo etnocultural). Sería en balde: Zapatero no está aquí intentando salvar la verdad de los hechos, sino dar cobertura a la trayectoria política de su partido y la suya propia. 

Consecuencias de Zapatero 1
Foto: Andrew Medichini | AP

En cuanto al republicanismo, Zapatero se fabrica una definición de andar por casa ad usum proprium. (Tiene cierta tendencia a sacarse de la manga teorías inéditas: unas líneas arriba leemos «si algo caracteriza al liberalismo europeo es el federalismo», una extraña confusión de planos conceptuales que parece negar que el liberalismo pueda darse en estados centralizados). Pero no nos distraigamos: El sentir republicano, dice Zapatero, es «conocer, comprender, e intentar integrar las identidades». La tesis es insólita. En realidad, cualquier noción razonable del republicanismo pone a la ciudadanía igualitaria en el centro de la acción política. Por lo mismo, el republicanismo vive en tensión con toda identidad colectiva que pueda comprometer la lealtad del ciudadano a los valores de la constitución republicana. No hay más que ver el trato que la república por excelencia, la francesa, dio a su pluralidad etnocultural prerrevolucionaria, no menor que la española. Ha querido la suerte que el presidente Macron, que algo sabrá sobre republicanismo, se haya expresado didácticamente hace poco, al calor de la introducción de medidas contra una tendencia que el mandatario francés llama «separatismo islamista». Dice Macron: «Podemos tener comunidades, siempre que esas pertenencias no equivalgan a una sustracción de la República […] El problema surge cuando en nombre de una pertenencia uno se quiere separar de la República […] El separatismo islamista es incompatible con la libertad y la igualdad, incompatible con la indivisibilidad de la República y la necesaria unidad de la nación». Se esté o no de acuerdo con Macron, lo cierto es que sus palabras recogen una verdad incómoda de la que Zapatero prefiere darse por no enterado: que hay movimientos identitarios que no buscan ni reparación ni integración ni acomodo ni mucho menos convivencia, sino separación y destrucción de la comunidad. 

Lo que empezó siendo una necesidad más o menos instrumental ha terminado por ser programa y filosofía

Insistamos en esto: ni su impugnable clasificación entre nacionalismos buenos y malos, ni su mendicante definición de republicanismo, tienen nada que ver con los hechos: son solo transparentes intentos del ex presidente socialista de otorgar cobertura a su propia acción política. Una acción a la que conviene dar contexto. Ocurre que Zapatero fue el primer líder socialista en la España democrática que se enfrentó a un hecho demoscópico de largo aliento: la conversión, en la década precedente, del partido rival de centroderecha en un partido capaz de atraer a un amplio espectro de clases medias. Secuela de ello fue que el PSOE ya no volvería a ser un partido de mayorías absolutas. En esta tesitura, el socialismo democrático tenía dos alternativas para gobernar en caso de ganar una elección con mayoría simple: bien entenderse con el PP y entrar en algún tipo de concertación nacional y estable con el otro gran partido español, una suerte de compromesso storico a la española, o bien completar sus mayorías con los nacionalismos subestatales, adoptando su mismo discurso rebajado en una octava. A partir de Zapatero, el PSOE optó por lo segundo. Y lo que empezó siendo una necesidad más o menos instrumental ha terminado por ser programa y filosofía. Ciertamente, tanto ayer como hoy, la operación requiere invertir grandes esfuerzos en educar sentimentalmente al electorado socialista en la idea de que partidos como el PP y Cs son más peligrosos para España que el PNV o ERC. Se encrespa teatralmente el antagonismo izquierda-derecha para que pase inadvertida la desestructuración territorial del Estado. En honor a una verdad más completa, diramos que una derecha poco inteligente a veces se lo puso fácil. 

Consecuencias de Zapatero 2
Foto: Juan Karita | AP

Zapatero abre así una etapa en el PSOE y en la historia de la España del 78. Yo acababa de licenciarme y preparaba una oposición para convertirme en servidor público. Recuerdo bien la desazón que a mi mesa de estudio traían las noticias sobre el calamitoso proceso de reforma estatutaria en Cataluña, ejemplo modélico de problema creado de la nada por un político. En este caso, por dos: Zapatero y Maragall, a quienes, si bien no se puede de ningún modo imputar la creación de una secular «cuestión catalana», sí se les puede reprochar haber abierto imprudentemente las esclusas para que su actual ciclo sumergiera la vida política española en un crisis que ya no es territorial sino existencial. Me parecía cosa segura que el intento de encajar a martillazos un estatuto de trazas confederales en la Constitución sólo podía terminar como terminó: sirviendo en bandeja al nacionalismo el pretexto para victimizar a una porción adicional de la población catalana y lanzar su escalada insurreccional. Ciertamente, en ese lamentable trance, hubo muchos pecadores; tan cierto como que hubo un pecado original: la propia idea de promover un Estatut que pocos pedían, nada solucionaba ni mejoraba y que se ha convertido desde entonces en la fiebre reumática que debilita el cuerpo del Estado. No lo niego: los pactos con el nacionalismo son legítimos y los ha hecho también la derecha. La diferencia, por supuesto, estriba en el tipo de cosas que se está dispuesto a pactar y la asunción del mismo vocabulario, algo que termina por conducir a la asunción del mismo ideario. Ciertamente, el PSOE sufre desde entonces, año a año, una leve erosión de su base electoral debido a su desnortada política territorial, convertida ya en poco menos que en una subasta antifederal de los fragmentos comunes de Estado que quedan: pero esa erosión es pequeña y se solventa introduciendo más sumandos en la fórmula: el pacto con Bildu, un partido que aún hoy participa con orgullo en homenajes a asesinos etarras, pulveriza el último tabú.

Cuanto más desatiende lo común la izquierda, más se siente obligada la derecha en acentuar la importancia de su rescate

Quienes, no sin pesar, razonamos en estos términos, somos acusados a menudo de no entender la diversidad del país. Por mi parte, no creo que sea cierto, pero sí diré esto: lo importante es entender España: este país es un delicado y venerable equilibrio entre lo común y lo propio, entre diversidad y comunidad, que son como trama y urdimbre de un mismo tejido. Suprimir cuanto de común liga a los territorios tendrá el mismo efecto que tratar de ahogar los elementos que los singularizan: hacernos fracasar como país. Sucede que la alianza de hierro con el nacionalismo segregador indispone a la izquierda para defender lo común, sea esto ley, símbolo, institución, cultura, lengua o historia. Las consecuencias de Zapatero pueden resumirse, así, de este modo: el abandono por parte de la izquierda española, mediatizada por su pacto mefistofélico con el nacionalismo segregador, de lo común español, convertido en un desvalor ya para muchos de sus cuadros, volcados en el monocultivo de lo propio. Cuanto más desatiende lo común la izquierda, más se siente obligada la derecha en acentuar la importancia de su rescate; cuanto más se demoniza a la derecha, más identificado queda lo común español con algo rechazable y ajeno en regiones con un proceso de nacionalización en marcha. Siento de veras escribir esto, ya que considero al ex presidente Zapatero una persona cuyo paso por el gobierno tuvo también aspectos positivos. Pero cuando los historiadores del futuro se pregunten cómo fue posible que España pasara de ser una prometedora comunidad cívica, reconciliada con su diversidad, en los años noventa, para convertirse en este tapiz de soledades mal avenidas de hoy, prefigurador del estado plurinacional de mañana (una especie de yugoslavia ibérica) y antesala de la disgregación de pasado mañana, tendrán en la entrevista de Daniel Basteiro a Rodríguez Zapatero una importante prueba de cargo: «¿La izquierda no podría ser también dura con el nacionalismo? No». 

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