El coronavirus y Occidente
«La llegada del coronavirus a Europa nos ha despertado de un sueño en el que habíamos vivido desde hace: que nada malo nos puede pasar»
No somos diferentes. La llegada del coronavirus a Europa y a Estados Unidos nos ha despertado de un sueño en el que habíamos vivido desde hace demasiados años: que nada realmente malo nos puede pasar. Pensábamos que hay catástrofes que sólo pueden darse en países en desarrollo o en dictaduras lejanas. Que nosotros éramos prácticamente inmunes porque nuestro sistema y nuestra economía eran los mejores. Éramos como ese noble que, durante la peste negra, se sentía más seguro por el hecho de estar encerrado en su castillo. Y que acabó muriendo, como todos los demás. El coronavirus ha transformado en reales todos esos “peligros globales” que antes sólo existían de manera virtual en nuestra mente, como la catástrofe de la que siempre avisábamos pero que nunca creíamos que realmente fuera a suceder.
La principal diferencia entre Occidente y los países en desarrollo ha sido esta percepción del riesgo. En la mayoría de sociedades fuera de Europa y Estados Unidos, la catástrofe es considerada como algo probable. Hay grandes desastres naturales, enfermedades contagiosas, derrumbes de estructuras, guerras imprevisibles. La mayoría del mundo en desarrollo ha conseguido reducir de gran manera estos peligros. Pero eso no significa que los consideren imposibles. Su percepción del riesgo está mucho más afinada que la nuestra, básicamente, porque son conscientes de que éste existe. Hay una memoria cercana de cuando esos peligros eran mucho más abundantes. Todavía están alerta.
La llegada del coronavirus a Europa y a Estados Unidos nos ha despertado de un sueño en el que habíamos vivido desde hace demasiados años: que nada realmente malo nos puede pasar
El ejemplo son muchos de mis amigos chinos, que me han contactado en las últimas semanas para ver si me encontraba bien, si la situación estaba controlada en España -a medida que han pasado los días ha ido aumentando su preocupación-. Cuando el coronavirus todavía no se había extendido demasiado, todos me repetían lo mismo: intenta salir poco de casa, compra mascarillas, lávate las manos. Después de ver la cuarentena nacional impuesta en China -en un país donde el riesgo de paralizar la economía sólo se tomaría en una situación extrema-, no pensé que mis amigos exageraran en sus advertencias y consejos. Intenté reducir encuentros y llevar siempre el gel desinfectante a mano. A pesar de todo, tomé menos medidas de precaución de las que me recomendaron. No creí que hiciera falta tanto.
La reacción de mis conocidos en Barcelona ante mis pequeños cambios -el gel, cancelar encuentros- fue la opuesta a la de mis amigos chinos. Me acusaron de paranoico al decir que no iría de fiesta el fin de semana, de hipocondríaco por limpiarme cada dos por tres las manos, o de aguafiestas por no querer entrar en ese bar tan bueno y tan lleno que les habían recomendado. Su percepción del mundo era que China era un universo paralelo y separado de Occidente. Yo, al haber vivido allí, era más escéptico ante esta relajación -“porque los chinos te han lavado el cerebro”, me decían riendo-.
Cuando el coronavirus llegó -y la cara de sorna se transformó en una cara de preocupación- pensé en las novelas de Michel Houellebecq, especialmente en Plataforma. Aunque no esté de acuerdo con su tesis geopolítica, sí que había visto estos días al hombre occidental profiláctico que suele describir Houellebecq, que piensa que nada le puede pasar y que cree que puede vivir y viajar por todo el mundo sin ser afectado por ninguno de sus problemas -la doble cara de la globalización-. Cuando la catástrofe estalla, la primera mueca es la de estupefacción. Es significativo que en Tailandia, donde sucede buena parte de Plataforma, en el mismo momento en el que aquí la gente se reía de mi gel desinfectante, allí en cada autobús, restaurante o lugar público había un bote de gel que cada usuario debía utilizar al entrar. Me lo contaba un compañero periodista que lleva meses viajando por Asia Meridional, una región donde nadie podía permitirse tomarse a broma el asunto. También me explicó que en India, donde apenas había casos, la gente ya intentaba taparse la boca con su ropa o usando mascarillas ante la mínima situación de riesgo. El politólogo Bruno Maçães también contaba que, durante sus recientes viajes por Asia, había visto repetidamente como las capas más bajas de la sociedad se hacían mascarillas con trapos o andrajos de la manera que más buenamente podían, casi como un amuleto protector ante lo que se aproximaba.
El orgullo de cumplir con nuestra responsabilidad es lo que nos puede hacer más fuertes.
Y es que, si una cosa ha demostrado la extensión del virus, es que la responsabilidad individual y la capacidad de coordinación social son factores infinitamente más importantes que la dicotomía democracia/dictadura a la hora de entender el avance del coronavirus. En las etapas iniciales de la epidemia se repitió sin cesar en los medios occidentales el mantra de que la extensión del virus era culpa del sistema político chino. Ahora la diplomacia china intenta darle la vuelta a la tortilla, y señalar a su modelo político como clave del freno de la epidemia. Ambas aseveraciones son propagandísticas: hay sistemas autoritarios que tanto han podido controlar el virus como hundirse en el caos por su culpa -Vietnam e Irán, respectivamente-, como también democracias -Taiwán e Italia-. Más que la victoria de un sistema político u otro, el coronavirus será una prueba de resistencia política y social para cada Estado -o para la idea de un conjunto de ellos, como la Unión Europea-.
En esta situación extrema, la variedad de respuestas definirán el rumbo y la imagen internacional de los países. El coronavirus moldeará nuestra percepción del vecino. En el caso chino, fue sorprendente como se antepuso la prudencia sanitaria al buen rumbo económico del país -aunque nadie sabe las consecuencias de esta decisión a largo plazo-. En el caso de Estados Unidos, se están gestando dos realidades paralelas: por un lado, lo que dice la prensa liberal y la comunidad científica y, por otro lado, lo que dice Trump y sus altavoces -un apunte: quien piense que el presidente estadounidense perderá inevitablemente esta batalla porque se está enfrentando a la cruda realidad, es que no ha entendido nada de lo sucedido en Estados Unidos en los últimos años-.
Por último está Europa, donde las instituciones comunitarias han quedado relegadas a un papel totalmente secundario y las grandes decisiones y discursos se hacen a nivel nacional. Aunque esta comparación tiene un punto de crueldad, es significativo ver la diferencia entre la solidaridad y apoyo que han mostrado los chinos hacia sus compatriotas de la provincia de Hubei, con la reacción de la mayoría de europeos hacia sus supuestos “conciudadanos” italianos.
Pese a este panorama, creo que hay signos de cierta esperanza. Una vez asumida la realidad del peligro, tenemos la opción de actuar virtuosamente ante él. Tenemos ante nosotros la oportunidad de ejercer una gran responsabilidad colectiva –mediante decisiones claras y concretas-. Después de años de manifestaciones gritando a favor o en contra de causas abstractas, tenemos la posibilidad de demostrarnos a nosotros y a nuestra comunidad que podemos estar a la altura de nuestros discursos. También necesitamos líderes que nos vean a la altura -y que no aspiren a algo menor que ello-. El orgullo de cumplir con nuestra responsabilidad es lo que nos puede hacer más fuertes. Quizás ello tenga un punto de narcisismo en la catástrofe. Pero cada sociedad debe luchar con sus armas.