Elogio de huertas y hortelanos
«El alejamiento del campo ha supuesto el olvido de trabajos, útiles, aperos, medidas y variedades de hortalizas y frutos. A nadie produce desvelo alguno no poder distinguir una cuerda de una fanega, un azumbre de un cuartillo»»»
Afortunados los que tuvieron una huerta porque, en palabras de José María de Cossío, conocieron el lujo de la abundancia. Las huertas dieron sustancia a mesas capitulares, mayorazgos, vínculos, cofradías y patronatos, sustentaron las mesas de los menestrales, socorrieron los libros de fábrica de las parroquias y alegraron las cocinas y platillos de los conventos. La vida del hortelano no era la de los grandes espacios pastoriles, ni había en su horizonte rebaños inmensos que gobernar, ni romances de lobas pardas; tampoco era la de los campos de pan llevar, segados por cuadrillas que llegaban de lejos y recibían su pago en reales, pan, queso, vino y carne. Su espacio era más reducido, sujeto a su cuidado, afiligranado como letra capitular o iluminación de libro de horas. En una huerta de dos cuerdas cabía un reino entero para regir y guardar.
El utillaje de los hortelanos era sencillo. No se sacaba adelante una huerta con poderosas yuntas y arados sino con herramientas muy sencillas, pequeñas y de laboreo fino. El que haya visto una huerta cultivada como es debido, constatará que es obra digna de orfebre. Así, todo se resolvía con azuelas, almocafres, hachuelas de diversa traza, hocinos, castellanos o moriscos, azadones de peto morisco, azadones angostos, también moriscos, trinchetes, azadas hortelanas, azadones mochos, picos para sacar nabos y escardillos. Para recoger lo cosechado se recurría a esportones de hortelano, que podían ser de cinco vueltas, o a serones de ocho pleitas. En los inventarios antiguos también se citan capachos de burra, específicos para transportar fruta. No nos deben extrañar estos nombres amoriscados puesto que los de esta naturaleza fueron muy buenos hortelanos y también, todo sea dicho, unos arrieros reputados entre los mejores. Las labores de la huerta exigían, además, un buen manejo de la cordelería y de toda suerte de soguillas, también del hábil uso de las cañas para hacer aparejos adecuados. Si no se podían conseguir cerca de las acequias o ríos, se compraban -en tiempos de Felipe IV- a un real el manojo de veinticinco pares.
El riego era regulado por cabildos y regimientos municipales. Los alcaldes y veedores de acequia dirimían conflictos, evitaban ruidos y pendencias y, si era posible, evitaban esos largos pleitos que enemistaban familias enteras durante muchos años. El hortelano, hombre pacífico y de vida ordenada por naturaleza, no toleraba agravios en cuestiones de agua. Los turnos de riego se marcaban, solemnemente, con toques que llegaban, desde la lejanía, de torres de vela y campanarios. Estas campanadas formaban parte de su paisaje sonoro junto al rumor de aguas y alamedas, la algarabía de los pájaros y la fanfarria de ranas, cigarras y grillos. Era la música franciscana del campo, las chirimías y los atabales de la huerta. No imaginamos al hortelano dedicado a su labor con los cantares de los segadores. Aunque quién sabe pues, en el mundo de ayer, cantar era siempre consuelo de obligaciones y trabajos.
Las casas de las huertas eran modestas, al menos aquí en mi tierra, de una o dos plantas, con muros de cal y canto y cubiertas con teja. Estaban construidas para pasar los veranos, bien arropadas por la umbría. Ante la puerta se extendía una lonja de modestas dimensiones, con emparrado y árboles de sombra como las moreras o los nogales que, en palabras del deán de la Catedral de Jaén, Martínez de Mazas, amparaban las casas y chozas “con su gran pompa de hojas y ramas”. Las ventanas estaban enrejadas y el ajuar era muy sencillo. Cerca, el caz o la acequia o quizás una alberca, con ese verde inigualable de las aguas estancadas del que escribió Juan-Eduardo Cirlot, donde, de vez en cuando, nadaba una culebra que parecía de oráculo antiguo. Por San Lucas, ya en las puertas del otoño, los hortelanos volvían a sus casas en poblado. Si los perros habían criado, los hortelanos tenían por costumbre regalar los cachorros a otras huertas o caserías vecinas. Téngase en cuenta que ser perro de huerta era oficio serio y de mucha responsabilidad.
Había hortelanos que se arreglaban solos pero otros arrendaban más de una huerta y debían contratar mozos para atender las labores. Los días de más trabajo correspondían al estío, entre San Juan y San Miguel. No todos las labores eran iguales ni se pagaban igual. Así, se libraban jornales más altos a los cogedores de guindas y cerezas, por el cuidado que debían tener en la tarea. En Granada, a inicios del reinado de Felipe IV, por esta labor se recibía un jornal de 3,5 reales y la comida, hasta San Juan. Después de este día, se aumentaba la paga hasta un real más. Los recolectores de peros y camuesas cobraban una paga inferior y, menos todavía, el resto. La jornada comenzaba hacia las siete de la mañana en verano; en invierno, cuando salía el sol. La labor se terminaba al caer la tarde.
La huerta, decíamos al principio, era la abundancia. Las cerezas, los albaricoques y los nísperos anunciaban el verano. Después, todo lo demás. Se consumía fresco lo que se podía, en especial entre junio y noviembre. En este mes, las granadas y los membrillos anunciaban las tardes cortas. Después, durante el invierno, los postres de cada día se resolvían con higos secos, pasas, nueces y manzanas. Y mucho queso. De tarde en tarde, algún melón de invierno. No estaba nada mal aunque, a veces, se sentirían nostalgias por las grandes cestas de fruta, tapadas con hojas frescas. Eran dones propios de un poema de Virgilio. Las naranjas y limones se compraban por unidades o docenas, y se pregonaban por las calles. Eran frutas caras y, todavía a inicios del XIX, se reservaban para mesas muy altas o para regalones, hipocondriacos, enfermos y convalecientes. Los médicos recetaban, como refrigerantes, limonadas y naranjadas enfriadas con nieve y muy azucaradas. Quiñones de Benavente, en el XVII, sentenció que las naranjas agridulces de Valencia eran “las ganzúas con que abren / las ganas de los enfermos.” Había además frutas para colgar y guardar, o también para confitar. Sé de algún convento de la Corte que compró a inicios del XIX, varias arrobas de guindas, sospecho que para ponerlas en aguardiente o para elaborar otras golosinas como las guindas garrafales en azúcar o almíbar. Beber con guindas, así se decía en el seiscientos, era hábito de refinados y exquisitos, como bien sabía Góngora. Además, los españoles eran muy aficionados a compotas y dulces, considerados obsequio de gente educada y con los que siempre se quedaba bien si se tenía algún compromiso. Mencionaremos el diacitrón, el calabazate, los bocados de calabaza con olor, las zanahorias en azúcar, el limón real, los tallos de lechuga confitados y los dulces de manzana, membrillo, ciruela y durazno. En Granada se vendía confitada la calabaza del Carmen y también la de Santa Paula. Los productos de la huerta, confitados o encurtidos, se guardaban en porcelanas grandes para conservas, tal y como se mencionan en los inventarios.
El alejamiento del campo ha supuesto el olvido de trabajos, útiles, aperos, medidas y variedades de hortalizas y frutos. A nadie produce desvelo alguno no poder distinguir una cuerda de una fanega, un azumbre de un cuartillo. O, por ejemplo, identificar como es debido una pera cermeña y comparar sus excelencias con los peros blancos o arrebolados. Ahora nos preocupan, de manera inevitable, otras cosas pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que dos personas cultas podían mantener una conversación, con conocimiento de causa, sobre las virtudes de las ciruelas de fraile, fáciles de pelar y buenas para el almíbar, o de si eran preferibles las ciruelas de cascabel a las amacenas, algo más grandes que las endrinas y muy ácidas. Nada más dieciochesco. El Diccionario de Autoridades, dentro de este espíritu, recoge que los albérchigos son “de color amarillo mui subido, especialmente la que mas se acerca al huesso, que suele tocar en roxo; pero la corteza es de color mas baxo, si no es por la parte que le cogió el Oriente”. Por su parte, el deán Martínez de Mazas, tan ilustrado y estirado, dedicó en uno de sus libros una parrafada muy meditada a las diferencias existentes entre la alcachofa de campiña y la de huerta. La primera, decía, es mucho más espinosa, de hojas más anchas “y menos abultada la cabeza”. También ponderó la naturaleza de los alcaciles o alcauciles, parecidos a las alcachofas, buenos para guisos y ensaladas, que se podían guardar secos o encurtidos, “más pequeños, apretados, y la punta de cada hoja es una espina muy punzante”. No era tampoco indiferente a la valoración de los cardos, enviados desde Córdoba a la Roma antigua y pagana, ni eludía defender las excelencias de los espárragos de campo respecto a los cultivados “que solo se chupan”. Conversaciones de otros tiempos, de años de peluca y casaca.