THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Del Kursk a nosotros

«He comprobado que lo anómalo de la situación había formado dos grupos distintos: en uno se escribía sin parar; en otro, no»

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Del Kursk a nosotros

¿Se pueden escribir novelas cuando se está protagonizando una, por mala que sea? No tengo ni idea, pero planteemos una situación experimental. Es decir, otra más: nadie nos ha pedido permiso para ser cobayas, pero lo somos. Nadie nos ha pedido permiso para meternos como secundarios en una novela de ciencia, que ya no de ficción y lo somos. Vayamos, pues, por partes: ¿se pueden escribir novelas cuando…? Estas semanas claustrales hemos hablado entre escritores y editores para interesarnos por cómo estábamos y vivíamos el confinamiento. Y he comprobado que lo anómalo de la situación había formado dos grupos distintos: en uno se escribía sin parar; en otro, no. Quiero decir que el primero lo formaban escritores que continuaban, retomaban o habían inaugurado novela a partir del decreto de alarma y en el segundo estaban aquellos otros que habían aparcado la suya a la espera de que las condiciones que vengan se parezcan a las que perdimos, cosa difícil.

El asunto es sorprendente –lo digo por el segundo grupo– porque los escritores somos personas acostumbradas a estar confinadas. Nos sometemos voluntariamente al Hortus conclusus y lo hacemos, además, con mucho gusto. Decía Walter Benjamin que la casa es nuestra segunda piel; en el caso de los escritores lo es tanto que se funde con la del cuerpo. Entonces: ¿por qué unos escriben novelas y otros no? Poco azar hay en esto. Uno de los rasgos comunes de los que forman el grupo que no para de escribir es que la mayoría había cambiado de territorio, de escenario. O bien el confinamiento les había pillado en el campo o en la costa, o bien habían podido escapar en el desconcierto de los primeros días de encierro y refugiarse lejos. Aquí, en Francia, en Italia y en Inglaterra: la literatura no tiene patrias. De esta forma no estaban en su casa pero sí estaban en su casa; muchas veces en aquella donde más han escrito a lo largo de su vida: el campo, Powell o Waugh, ya saben, o el mar, Durrell o Hemingway, elijan. Y con ellos, la libertad del paisaje.

Por el contrario, todos los escritores que habían aparcado su novela esperando a que amainara la presión se encontraban en su apartamento urbano, asediados por el contagio, las sirenas de las ambulancias, las rígidas normas, la sombra de las morgues y otras furibundas amenazas legales. Tampoco aquí había azar, sino determinismo. Esta presión –como en toda peste– está siendo mayor en la ciudad que en el campo, como el número de muertos. Y uno de los pesos sumados para la agrafia del escritor ha sido la imposibilidad de caminar y aquí podríamos volver a Benjamin y sus Pasajes. El escritor es peripatético; el escritor es un flâneur. Lo recordaba Houellebecq hace unos días: se escribe –mentalmente: la mayor parte de la escritura es eso– bajo el ritmo de la marcha. Sin marcha la escritura se atenúa. Y esgrimía entrevistas donde todos los ahora inmersos en la creación literaria, hablaban de su casa en la campiña o de su casa marítima. Todos. Y se reía: así cualquiera.

O sea que a una gran parte de escritores las medidas ante la peste les ha cortado una de sus herramientas principales, que no son los ordenadores portátiles, los lápices o las moleskine, tan de moda tontaina after Chatwin. No: son sus piernas y el horizonte: urbano o no. La libertad del horizonte: ahí reside la literatura que perseguimos. Por lo demás, el resto es idéntico a todos. La peste ha dejado a los enfermos morir sin la compañía de sus familias y amigos, ha dejado a los cadáveres sin velatorio ni funeral –¿recuerdan a las madres del Kursk reclamando los cuerpos de sus hijos, como personajes de tragedia griega?–, las iglesias han cerrado y sus ministros, salvo excepciones, no se han acercado a los contagiados, los logros democráticos –es decir, humanistas– de la sociedad occidental se han confundido con los de la China comunista y todo ello se ha aceptado en nombre del miedo a la muerte. Una muerte que la sociedad había arrinconado, como si no existiera, y cuya consecuencia ha sido la falta de humanidad ante la misma cuando se ha presentado sin avisar y a lo bestia, porque antes estaba la salvación de la vida que la vida misma. Ha sido Giorgio Agamben quien ha hablado de abdicación en todos los frentes. Esta abdicación será, me temo, uno de los sinónimos del Covid19. Que se quede en eso y no sea su prolongación en el tiempo dependerá de nosotros. Como las novelas que nos quedan por escribir y vivir.

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