Sobre el resentimiento
«Antes imagino a alguien diciendo de sí mismo que es bobo o incapaz para sacar algo, para despertar lástima, pero resentido nunca, un resentido nunca nos pone sobre aviso»
El resentimiento sufre de muy mala prensa, malísima. Tanto es así que a nadie le gusta estar a buenas con este sentimiento, nadie admite de buen grado pertenecer a sus filas. Qué pocos admiten que el resentimiento está entre sus motivaciones y todavía menos se presentan como si fuese el motor de sus acciones, uno puede reconocer que es celoso, goloso, lujurioso o vago, pero qué raro que de buenas a primeras (o alentado por la hora incierta de la confesión) nos diga: «Buenas tardes, me llamo Carlos (o Luisa o Manuel), y soy un resentido».
Comprendo que llegados a este punto todavía incipiente del artículo el lector esté pensando: «Pues, claro, cómo iba a ser de otra manera, ¿no es el resentimiento una energía debilitadora, una pasión triste, el reconocimiento expreso de una inferioridad, de querer estar en el sitio de alguien, de hacerle daño para estar, de dolerse mientras tanto? ¿Quién iba a presentarse como resentido? Antes imagino a alguien diciendo de sí mismo que es bobo o incapaz para sacar algo, para despertar lástima, pero resentido nunca, un resentido nunca nos pone sobre aviso».
Pues sí, todo esto es muy ajustado y razonable, pero no contempla toda la extensión del resentimiento, un estado emocional (o una grieta de la subjetividad) que también disfruta, no diré de sus ventajas, sino de su fuerza efectiva. Para aquel que ha nacido en un espacio desfavorecido, que se ha quedado en menos teniendo cualidades para aspirar a más, a quién han dejado de lado o se conjuraron en su contra, quien ha padecido una injusticia derivada de la estructura social o del mal carácter de quien está en posición de abusar… En todos estos casos el resentimiento puede ser la marca de que la impotencia no ha consumido el ánimo ni el pundonor ni el deseo de luchar del herido; en casos así el resentimiento se acumula como una fuerza motriz, se confunde con la esperanza de que el mundo puede mejorarse para cerrarle el paso a nuevas injusticias, una negativa conformarse y a dejarse asimilar por el abuso.
Entendido así el resentimiento recuerda a una palanca suspendida a la espera de impulsar algo, una fuerza a la espera de proyectos nobles que permitan reformas (leves si que quiere) en el mundo o vehicular una venganza. Se me objetará todo esto parece bastante inconducente, pero como dique de contención contra la derrota o la postración absoluta (la de la víctima que asiente ante la injusticia como algo inevitable para dejar de sacudirse) tiene su valía, siempre que encuentre una pequeña espita por la que transformarse en algo y no se enquiste.
Ese algo puede ser político o artístico, colectivo o individual. Como la política no es para mí un interés vocacional, aunque las circunstancias me fuercen, me circunscribo a los resentimientos privados, que parecen capaces de alentar algunas de obras de arte mayores. El resentimiento es una fuerza estéril, de acuerdo, pero incluso el viento más arenoso puede arrastrar semillas colmadas de sustancia potencial. Digamos que por sí solo el resentimiento no logra nada, pero sin dejar de ser algo tan poco sutil como un puntapié puede lanzar muy lejos la pelota del talento. Puede envolver emociones muy oscuras, pringadas de pasiones débiles, con los sutiles ropajes de la imaginación: personajes, situaciones, intrigas… puede animar el arranque de descripciones muy logradas y articuladas de una sociedad. Un ejemplo que vale por cuarenta: La comedia humana de Balzac. El ciclo es un prodigio artístico disparado en cientos de direcciones, pero podemos rastrear el primer latido: un estremecedor ajuste de cuentas contra la burguesía francesa, y, por extensión, contra esa sociedad que le reconoció el talento y lo cosió a deudas.
Uno podría decir que al transformarse en un impulso artístico organizado y logrado el resentimiento deja de ser resentimiento. Y es cierto, pero eso no le quita su valor de impulso. ¿No le debemos al huevo la tortilla aunque durante el proceso destrocemos su forma? Aceptemos pues la existencia de un resentimiento que se transfiere sus negras energías a una obra de arte, implacable, corrosiva, lucidísima, viva en el extremo opuesto a la complacencia y a la sumisión acrítica ante el poder. Un resentimiento no sé si bueno, pero al menos sí inspirado y productivo.
Pero existe otra clase de resentimiento que se reconoce justo por lo contrario. Es un resentimiento sin obra, pasivo, incapaz de generar nada. Un resentimiento que no es tanto un punto de partida como de llegada, que no deriva de una injusticia estructural ni de un abuso personal, sino que va segregándose despacio de la inactividad, de la irresolución, de la incapacidad de producir o aportar algo en el espacio común de la escritura creativa o crítica (algo muy corriente entre los hombres y las mujeres de libros, el oficio más democrático, al que cualquiera con papel y bolígrafo y algo de paciencia puede exhibir su talento y su capacidad en una porción de mundo donde ser apreciado; de no ser así le ocurre algo parecido al ajedrecista: juegos donde es muy difícil darle la culpa al árbitro o a la mala suerte, ninguna puede prolongarse tanto; y no es de extrañar que esta clase de resentido elijan el disfraz del ágrafo, del superexigente, del hipercrítico, del culmen de la moralidad, del talibán de una pureza inexpresada). Un resentimiento que no ni siquiera puede justificarse con la esperanza difusa de llevar un día algo a cabo, porque su condición de posibilidad es precisamente la de ser un artista sin obra o con una obra que es apenas nada. Y esta clase de resentimiento, impotente y vacante, sí es horrible, y uno solo puede compadecer (y apartarse) de quien sospeche que lo padezca.