Devociones, promesas y exvotos para malos tiempos
«Si bien los exvotos ya no son del gusto de estos tiempos y no van con las teologías actuales, siempre son dignos de respeto pues testimonian tanto el sufrimiento como la gratitud»
En tiempos antiguos los remedios sanitarios eran pocos y de escasa eficacia. Había médicos, cirujanos, algebristas y barberos sangradores -aprobados o no por el Real Protomedicato- abnegados y heroicos, pero sus sangrías, sanguijuelas, parches, eméticos y refrigerantes poco podían hacer ante contagios que acababan con pueblos enteros. En tales circunstancias, o ante la eventualidad de llegar a éstas, era obligado volver la vista hacia los altares y recurrir a los remedios espirituales. Había santos especializados en neutralizar ciertos males. En la España del siglo XVII, asolada por epidemias de peste, se recurrió, con tanta frecuencia como desesperación, a san Sebastián, san Roque y san Nicasio. También, como protección contra tal enfermedad, tuvo cierta difusión la devoción a santa Rosalía. Contra los males de garganta se rezaba a san Blas y, para evitar o curar las afecciones oculares, se impetraba el favor de santa Lucía. San Antonio Abad, por su parte, era un probado protector contra el fuego sagrado y, de paso, protegía contra rayos, centellas y demás exhalaciones. Cristo y la Virgen, así como santa Ana, aunque ésta en un plano más discreto, tenían la facultad de proteger a sus devotos contra todo tipo de males. Después, como es sabido, cada lugar contaba con sus patrones que, de alguna forma, casi de forma contractual, estaban obligados a velar por la salud de los vecinos. De estas creencias dan fe las numerosas ermitas que, bajo distintas advocaciones, todavía se conservan en nuestra geografía sagrada, así como las romerías y fiestas que honran y rememoran viejos favores recibidos.
Cuando era notoria la amenaza o la presencia de epidemias se mandaban hacer rogativas y penitencias. Dada la maldad de los tiempos, se tenía por seguro que tales flagelos no llegaban por casualidad sino que eran una respuesta divina a la desvergüenza y a los pecados públicos. Las rogativas no se podían realizar por las buenas y a iniciativa de los concejos o, menos todavía, de los vecinos sino que debían contar con la autorización eclesiástica. Consistían en misas, penitencias, procesiones y demás oficios realizados dentro o fuera de los templos. Una práctica muy extendida era la de ofrecer votos a las devociones elegidas, de manera individual o colectiva, ya fuese para salir del aprieto o, en su caso, para agradecer y recordar los favores recibidos. De esta forma, a cambio del cese de los distintos males, los pueblos y ciudades se comprometían a entregar limosnas y celebrar fiestas religiosas en un día señalado y a perpetuidad. También los particulares podían contraer obligaciones de similar naturaleza. En ocasiones, una persona, con la mejor intención, podía realizar el voto en nombre de otra que, una vez fuera de peligro, quedaba obligada a cumplir lo prometido. Aunque el beneficiario no hubiese participado en tales acuerdos con lo sagrado. Álvaro Cunqueiro, por ejemplo, estuvo a punto de verse obligado a salir, nada menos que metido en un ataúd, en la procesión de los resucitados que se celebra el 29 de julio en Ribarteme, en tierras de Pontevedra. Al parecer fue dispensado de este compromiso mediante el pago de un donativo. Y es que los votos no se podían tomar a broma ni a la ligera pues, de no cumplirlos, los santos tomaban nota y hacían pagar, tarde o temprano, la informalidad.
«Si bien los exvotos ya no son del gusto de estos tiempos y no van con las teologías actuales, siempre son dignos de respeto pues testimonian tanto el sufrimiento como la gratitud»
Los exvotos constituían un medio para dar fe de los favores recibidos. Su origen es antiquísimo y precristiano. Sin irnos a tiempos tan remotos, en los muros de los santuarios se exponían cuadros, declaraciones escritas y las más variadas prendas u objetos que acreditaban el buen desenlace de los más variados y comprometidos sucesos. Así, en estos templos y junto a las imágenes se colgaban muletas, cabelleras, reproducciones en cera o plata de las partes del cuerpo sanadas, mortajas de niños y adultos, hierros y prisiones de cautivos, escopetas con los cañones reventados y demás recordatorios de aquellos trances peligrosos de los que fueron bien librados los devotos. Si bien los exvotos ya no son del gusto de estos tiempos y no van con las teologías actuales, siempre son dignos de respeto pues testimonian tanto el sufrimiento como la gratitud. También era habitual que los sanados, o sus familiares, mandasen pintar cuadros, por lo general de modesta factura y dimensión, en los que se representaban a los dolientes, en ocasiones postrados en camas de aspecto antiguo y amplio embozo, y se describían por escrito las circunstancias de su caso, todo con emocionante ingenuidad. Manuel López Pérez, recogió los textos de los exvotos conservados en la Ermita del Calvario, extramuros de Jaén y cerca del viejo cementerio de San Eufrasio. En una de esta pinturas se hacía constar que un señor llamado Justo Figueroa, hacia 1834, padeció una «combustión de nervios a peligro de muerte [y] se encomendó al Santísimo Cristo del Calvario por cuyo medio consiguió completa salud»; en otro se narraba como «Hallándose Ysidora de Guardia tocada del sentido de una bocanada de aire que le dio en el mes de Agosto de 1.847 se encomendó al Santísimo Cristo del Calvario por cuyo medio recobró la salud perdida». Otra colección de exvotos es la del santuario de Nuestra Señora de Serosas, en Montealegre de Campos; ha sido estudiada por Arturo Martín Criado. Aparecen en los lienzos muchachas y niños antiguos de finales de los siglos XVIII y del XIX vestidos a la usanza de su tiempo, unos llevan un abanico, otros un pájaro o un racimo de uvas, otro la cabeza cubierta con una chichonera y todos con la historia de sus padecimientos y su salvación. Los exvotos no siempre estaban relacionados con enfermedades, sino también con los más variados peligros de los que habían salido bien parados los devotos: caídas en pozos y barrancos, accidentes con carros, rayos, estocadas, naufragios, embestidas de toros, rotundas coces de caballerías y demás sucesos a vida o muerte. Aunque no es exactamente un exvoto, mencionaremos el curioso caso de una sanguijuela que se aferró a la garganta de un criado del condestable de Castilla. Estuvo el pobre a la muerte y se libró por poco y a fuerza de oraciones. Una vez extraída, metieron la sanguijuela en una redoma con agua y estuvo expuesta cuatro meses en el Santuario de Nuestra Señora de Illescas «causando admiración su estrema gordura».
En caso de necesidad o promesa, era obligado acudir en persona a los santuarios famosos por sus milagros, a veces desde lugares lejanos, con grandes trabajos, entre penalidades, noches toledanas, malos pasos y con la vida puesta en almoneda. De no ser posible este peregrinaje, siempre se podía sostener la devoción mediante medallas, estampas o cintas bendecidas que solían tener la medida de la imagen milagrosa y se podían anudar en el cuello o atarlas a la muñeca. El padre Villafañe, jesuita que vivió en el siglo XVIII, describe lo acaecido a un carmelita descalzo, llamado fray Ceferino, que sobrevivió al incendio del buque en el que iba a Nueva España gracias a una cinta, con la medida de Nuestra Señora de Illescas y que llevaba atada a la muñeca. Se recurría también a telas o lienzos bendecidos y con propiedades milagrosas como los del santuario de Nuestra Señora de Codés, en el arciprestazgo de Berberiego, arzobispado de Calahorra, o a granos de trigo, con virtudes curativas, dispensados en el ya citado santuario de Illescas, muy útiles contra tercianas, cuartanas e hidropesías. También se recurría al agua bendita que, según el presbítero don Antonio Lobera y Abio, ahuyentaba la langosta, los ratones y demás animales dañosos, además de los «ayres pestíferos». Este clérigo, también del XVIII, consideraba aconsejable recurrir a los cilicios, cordones y hábitos de los santos cuyos efectos se muestran «cobrando vista los ciegos, habla los mudos, mancos y corbos sus perfecciones». Había también anillos con anagramas, cuentas y cruces a las que se atribuían poderes protectores, apotropaicos o milagrosos. Junto a lo indicado, circulaban oraciones y estampas que llamaban la atención del Santo Oficio pues con frecuencia presentaban figuras o elementos extravagantes o atribuían a ciertas monjas y beatas, con la mejor fe, milagros de dudosa confirmación cuando no expresaban ideas de discutible o sospechosa ortodoxia. Así, en el Índice del inquisidor Rubín de Ceballos, de 1790, constan como prohibidas unas estampas de Nuestra Señora de la Fuensanta y de la Virgen del Pilar, editadas en Valencia hacia 1773, que decían «Palabras santísimas contra hechizos, tempestades de rayos, bruxerías, por ser palabras de Dios mismo» o la impresa en Mallorca, en 1722, en la que aparecía la Virgen que le decía a san Antonio de Padua «estas son mis armas que yo he llevado en mi corazón…y quien tuviese su casa adornada con ellas será libre de incendio, de peste y de encantamiento». Junto a lo anterior, los milagros más célebres eran cantados por las plazas y después vendidos en pliegos de cordel. No entramos en lo relativo a saludadores, taumaturgos y ensalmadores, por ser asunto ajeno a las devociones que nos ocupan. Quizás en otra ocasión habrá lugar. Un mundo entero se abre al curioso y al interesado en estas cuestiones de la España antigua.