90 años después: la República no era eso
«La España del 78 se entrega hoy a los radicales igual que, salvando las enormes distancias, sucedió en la etapa republicana de forma vertiginosa».
El 15 de noviembre de 1930 don José Ortega y Gasset publicó su celebérrimo artículo El error Berenguer. Por entonces, según el filósofo, se había despertado ya «la razón indignada» de España, precipitada en los últimos meses de Primo de Rivera y de la «dictablanda» del general Berenguer. Esta razón indignada mostraba un profundo hartazgo a los modos políticos característicos de la Restauración: las elecciones manipuladas, el caciquismo, el turnismo, los diputados cuneros… El Estado mediocre.
Ortega afirmaba que España no existía como Estado, por lo que no quedaba otra cosa que construirlo, o reconstruirlo, entre todos los ciudadanos. Concluyó este conocido texto, que hoy se estudia en los colegios, con la sentencia monarquicida «delenda est Monarchia», haciendo ver que no había otra forma de sanear el país que la de cambiar de régimen.
Con esta intención, acompañado por intelectuales de enorme prestigio como Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, creó en marzo de ese mismo año la Agrupación al Servicio de la República, que llegó de forma efímera a obtener representación en las Cortes.
Hoy, noventa años después, se habla de la II República sin atender a que la España de la época dista enormemente de la del siglo XXI, obviando que ese gran sueño que Ortega, y tantos otros, alumbraron como una herramienta de futuro, no resultó tal y como esperaban ya desde momentos muy tempranos. A la enorme pasión con la que el pensador acogió los nuevos cambios sucedió una devastadora decepción.
La mente preclara del filósofo madrileño percibió la deriva suicida de la España del momento. Lo denunció desde su escaño en el Congreso, en la prensa, así como en la multitudinaria conferencia del 6 de diciembre de 1931, que ha pasado a la historia bajo el título unívoco de Rectificación de la República. En este acto el pensador analizó la carta magna republicana y señaló los males que, a su juicio, la Historia demostraría que no andaba muy desencaminado, conllevaría el nuevo sistema político, secuestrado por las banderías y lejano a cualquier espíritu de consenso. La culpa, sin duda, la tenía el radicalismo de muchos de los redactores del texto. Así salió tempranamente del Gobierno Miguel Maura, por ejemplo, echando a lo que pudo ser una derecha moderada republicana del sistema.
Pero más que analizar las circunstancias del régimen republicano del 31, que como hemos dicho son muy diferentes a las actuales, resulta más interesante fijarse en las soluciones que presentaba entonces Ortega, pues nuestros vicios son prácticamente los mismos.
Ortega echaba en falta un «Estado integral», que estuviese por encima de los partidos, con formaciones políticas que fomentasen una «revolución» sin caer en el regionalismo, el anticlericalismo o los intereses de clase. Un anhelo que era lógico entonces, frente a una República partidaria en muchos aspectos, y que también lo es en la actualidad frente a los que quieren imponer las ideologías destruyendo el consenso de nuestro pasado reciente.
El temor del pensador, que entonces podía parecer infundado, ha vuelto a materializarse en esta triste era del COVID, donde todo proyecto nacional ha naufragado frente al egoísmo, la lucha política y el sálvese quién pueda de las autonomías, que han demostrado que, más que nunca, se hace necesario centralizar y nacionalizar ciertas políticas que deben ser comunes a todos los ciudadanos en pos de una igualdad real.
Buena parte de los españoles que lucharon por el advenimiento de la Democracia tras la muerte de Franco, como el pensador con la República, alzan la voz ahora y exclaman un «¡No es esto, no es esto!», ante un Estado que se muestra de forma constante ante los ojos de la ciudadanía como corrupto e inoperante.
El proyecto político orteguiano desapareció engullido por los extremos, igual que en los últimos años han ido naufragando todas las iniciativas electorales nacidas para ocupar el espacio del centro y la moderación. La España del 78 se entrega hoy a los radicales igual que, salvando las enormes distancias, sucedió en la etapa republicana de forma vertiginosa.
La solución, igual que en aquellos tiempos, no es cambiar un régimen por cambiarlo, como si por arte de birlibirloque se solucionasen nuestros vicios políticos, sino trabajar juntos desde una perspectiva nacional, rectificando nuestro sistema, siempre desde el diálogo y la concordia, sin dejarnos llevar por los extremos. Pues como el propio Ortega dejó escrito, viendo venir lo que se avecinaba, «la República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo». Sólo con ese ímpetu, cercano al espíritu de la Transición, podremos rectificar nuestro Estado sin caer de nuevo en los mismo errores.