Budapest y los banqueros de la ira
Un fantasma recorre Europa, el fantasma de Viktor Orbán
La historia de los húngaros del siglo XX ha sido un carrusel. Tras la Gran Guerra, con el desmembramiento del imperio de los Habsburgo, Hungría pierde más del 70% de su territorio. Se monta entonces una República Popular. Dura un año y tiene cinco jefes de estado y cinco de gobierno. Un desastre. Le sigue la República Soviética Húngara, dirigida por el comunista Béla Kun con el apoyo de los socialdemócratas, que aceptaron la abolición de la propiedad privada y la proclamación de la dictadura del proletariado porque la cabra tira al monte. Otro desastre. Dura cuatro meses. Tras el breve terror rojo se restaura la monarquía con el severo militar conservador Miklós Horthy de Regente, y empieza el Terror Blanco, que dura veinticuatro años oprobiosos, hasta 1944. Luego vinieron los cuarenta años de comunismo pro soviético: el terror blanco centuplicado y ahora rojo. Desmoronada al fin la pesadilla estalinista, la aburrida democracia del lechero que llama a las puertas de madrugada llega por fin a Hungría. Pero en ciertos lugares no se puede vivir mucho tiempo sin emociones fuertes y en 1998 Viktor Orbán gana las elecciones. Salió del gobierno unos años y volvió a él en 2010 con una sólida mayoría absoluta. Hasta hoy.
En cosas de Hungría soy un diletante devoto. Devoto del Danubio exazul; de Sándor Márai; de Ferenc Puskas, alias Cañoncito Pum; de la condesa-vampiresa Elisabeth Báthory; del arrollador ajedrecista Réti, que con la apertura que lleva su nombre derrotó a Capablanca; de Ilona Staller, Cicciolina, actriz sicalíptica húngara y diputada del Partido Radical italiano, y de Budapest, siempre de Budapest, donde recalo con cualquier pretexto. Las cadenas de su Puente de las cadenas son mis cadenas.
Camino de Transilvania para verse con Drácula, el enamorado Jonathan Harker anota en su diario al llegar a Budapest: «La impresión que tuve fue que estábamos saliendo del oeste y entrando al este». Esto del este y el oeste da mucho de sí, sobre todo porque los rusos siempre andan de por medio y juegan a no saber dónde están. En realidad creo que no lo saben y que se han inventado lo del alma eslava como coartada para sus titubeos anímicos. Yo pensaba que eran europeos, pero después empecé a viajar por Rusia.
En Budapest dan ganas de volver al tabaquismo para llevarse el pitillo a los labios, entornar los ojos mirando al gran río desde la terraza de uno de los grandes hoteles que lo orillan, exhalar lánguidamente el humo
En Budapest dan ganas de volver al tabaquismo para llevarse el pitillo a los labios, entornar los ojos mirando al gran río desde la terraza de uno de los grandes hoteles que lo orillan, exhalar lánguidamente el humo, tomar un sorbito del Tokay 5 puttonyos (ni uno más ni uno menos), susurrar «esta ciudad tiene un je ne sais quoi…» y luego quedarse ensimismado. ¿Jep Gambardella? Un aficionado.
En las memorias del cuentista Medardo Fraile hay una referencia a un libro que estuvo de moda hace décadas, Europa, análisis espectral de un continente, del conde Hermann Von Keyserling. Von Keyserling era un aristócrata alemán del Báltico y se dedicó a la sociología, cuando esta disciplina aún era literatura. Después pretendió ser ciencia, pero creo que no lo ha logrado del todo. Tezanos, por ejemplo, es sociólogo. El libro es maravillosamente inútil. Cada capítulo está dedicado a un país y empieza, a la antigua, con un resumen de sus contenidos: «A los ingleses no se les toma a mal su perfidia», «El francés es esencialmente un jardinero», «La cabeza a lo garçon es un acomodo a la homosexualidad. Deficiencia erótica del hombre nórdico», «España, tierra ética» (¡cáspita!) o «el español es esencialmente no progresivo». Pero en cuanto vi que Hungría tenía su capítulo, me tiré a por él antes que a por ningún otro. Resulta que para el conde Keyserling los húngaros son el pueblo más aristocrático de Europa, o sea que no son sólo nadadoras de impresionantes deltoides o campesinos con enormes mostachos.
Pero dejemos ahora la literatura fraudulenta y vayamos a la de verdad.
Mucho mejor retratados que los de Keyserling están los húngaros que János Székely saca en Tentación (gran traducción de Mária Szijj) que desciende por línea directa de nuestra novela picaresca y de las novelas de Dickens con niños. Si su moralina obrerista no fuera tan simplona, seguiría sin ser un Himalaya literario, pero sí un Aneto. Con el lastre de la moralina se queda en un discreto Moncayo. Los húngaros de Székely no son los de Keyserling, sino los de una fantástica galería de personajes que urden la trama de una novela «social»: hay patrones y obreros, conserjes de hotel, camaradas abnegados, ricos abominables, cortesanas lúdicas y lúbricas, esbirros de la policía y mucho rencor social. No es descartable que Sloterdijk hubiera leído esta novela antes de escribir en Ira y tiempo que los comunistas son los «banqueros de la ira».
Muchos de esos húngaros de la novela son los abuelos de los que hoy votan a Viktor Orbán, ese coco. No me refiero sólo a los millonarios abominables, sentinas de todos los vicios, sino a muchísimos comerciantes, profesionales, artesanos y proletarios cabales, que así se los llama en la novela, que lo han puesto al mando del país.
Una de las premisas del fundamentalismo democrático (enfermedad infantil ―o senil― de la democracia) es la de que el pueblo es sabio. El culpable candor de quienes se lo creen no está tanto en lo de sabio, como en lo de pueblo, en cuya existencia apodíctica creen, sin que nadie haya dibujado sus límites. ¿Por encima de qué nivel de ingresos no se es pueblo? ¿Soy yo pueblo? ¿Lo es usted? ¿Es menester tener las manos encallecidas? ¿Es pueblo Roures? ¿Es lícito sospechar que para muchos tribunos son pueblo quienes los votan y no-pueblo, o sea, nosferatus políticos, quienes los combaten? Ah, el Pueblo, la Voluntad General… ya nos lo advirtió Joyce por boca de Stephen Dedalus: temamos las grandes palabras, porque nos pueden hacer muy desdichados.
La novela de Székely denuncia el Terror Blanco. La vida y la obra de Márai, el rojo que lo sustituyó.
Sándor Márai, apellidado en realidad Grosschmid de Mára (¡qué apellido formidable!), es coetáneo de János Székely. Su técnica novelística y su pulso narrador son de similar fuste, pero Márai es más profundo, más moderno y mejor escritor. Estoy seguro de que Sándor Márai saldría a matacaballo de la Hungría de Orbán ―ese bogeyman―, que consideraría insoportable, pero no deja de ser una suposición mía. Lo que es un hecho es que huyó de la Hungría comunista, aunque antes se había exiliado en Eslovaquia unos años, para no soportar las infamias del monárquico Horthy. Regresó en 1928, escribió numerosos alegatos contra el nazismo y el fascismo y cuando llegó el régimen comunista, Márai pasó a ser un burgués decadente y acto seguido un contrarrevolucionario. A fin de cuentas era de «extracción burguesa» y los tribunos del proletariado nunca han sobresalido por la originalidad de sus insultos ni la finura de sus análisis: ignoran el bisturí, prefieren el machete. En 1948 abandonó Hungría para siempre y desde el exilio miró los muros de la patria suya, contempló su derrumbamiento político, económico y, sobre todo, moral y en 1989 se pegó un tiro. Hay un límite para la amargura. Poco después vimos los escombros del muro de Berlín amontonados por las calles, pero el carrusel de la historia sigue girando enloquecido ―no sólo en Hungría― y hoy están volviendo los herederos políticos de quienes lo levantaron. Algunos están ya en los gobiernos.
En la literatura de Székely y en la de Márai se despliega ante nosotros la Hungría del siglo XX, y quien sabe si hay esbozos de la Europa del XXI
En la literatura de Székely y en la de Márai se despliega ante nosotros la Hungría del siglo XX, y quien sabe si hay esbozos de la Europa del XXI. Y es que las novelas siguen siendo una de las grandes puertas de acceso de conocimiento; Budapest sigue siendo mi Budapest mirífica; el edificio del Parlamento junto al Danubio sigue siendo una pamplina neogótica para turistas desavisados y los húngaros, pese a todo, sobrevivirán a los malos momentos, demostrando que tal vez estaba en lo cierto el poderoso businessman austriaco que, en un salón del Hotel Gellért, me dijo: «Herr Sanz Irles, un húngaro es alguien capaz de entrar detrás de usted en una puerta giratoria y salir delante».