La soledad de Javier Vásconez
«Ajeno a escuelas o tendencias, el narrador ecuatoriano ha continuado en la obstinada construcción de una admirable saga literaria»
El narrador ecuatoriano Javier Vásconez (Quito, 1946) suma décadas de poner proa contra corrientes y pleamares de diversa índole. Ajeno a escuelas o tendencias, ha continuado en la obstinada construcción de una admirable saga literaria.
Vásconez llegó tarde al llamado boom latinoamericano –su primera colección de cuentos, Ciudad lejana, apareció recién en 1982- aunque su ficción bebe profusamente de las fuentes de Juan Carlos Onetti, principalmente. A menudo los ambientes de Vásconez exudan la corrosión, la pesadumbre y la lírica del uruguayo, con el recaudo de la distancia y el cuidado de las diferencias. En las páginas del ecuatoriano siempre llueve, por ejemplo. Los vientos ululan entre las estribaciones del Pichincha, el omnipresente y activo volcán que, a un tiempo, corona y amenaza a la ciudad.
De otro lado, la construcción del Quito vasconiano, aislado desde tiempos inmemoriales, todavía apenas una cabecera cantonal apartada del mundo, es la crónica de una ciudad que añora una salida al mar, sin perjuicio de estar perdida entre montañas. En Un extraño en el puerto, uno de los cuentos que mejor resume el ethos literario de Javier Vásconez, se puede leer: «Desde el estudio podía dominar la llegada del barco con bandera italiana, ingresando muy lento en la noche andina. Cada vez que me servía otro whisky, cosa que sucedía a menudo, imaginaba el rompeolas y el faro que completaban junto con las gaviotas el bosquejo ambicioso del puerto… el barco que provenía de Nueva York había echado anclas, sin estrépito, silencioso como un elefante que se dispone a dormir. Una corriente de aire húmedo y salino me provocó remotas resonancias».
Con este artificio –la embarcación que surca los Andes para soltar amarras en buen puerto andino- Vásconez busca cumplir dos objetivos, concurrentes entre sí. De un lado, denunciar la tradicional invisibilidad de la literatura ecuatoriana, casi siempre ajena a momentos, tendencias y corrientes mundiales o regionales. Delatar también la tradicional reclusión de Quito, siempre apartada de las rutas de comercio, del paso de los movimientos artísticos y refractaria de cualquier viento fresco. Por otro, enancarse en la tradición portuaria de Josef Conrad, encaramarse en el árbol genealógico de Herman Melville o lucrar de la imaginación portuaria de Álvaro Mutis. En lo tocante a la construcción de un territorio propio, melancólico y sin remedio, Vásconez se siente heredero de las cartografías de William Faulkner o de las proyecciones y cálculos de Juan Benet, con su gobierno magistral del español – el del ingeniero- con limos y légamos de sonoridad árabe.
Vásconez ha puesto a caminar a una pléyade de personajes memorables, que se debaten entre la desesperanza y la desolación, a veces caracterizados por su inercia, por su abandono rayano en la amargura
En ese mapa de desconsuelo y añoranza, Vásconez ha puesto a caminar a una pléyade de personajes memorables, que se debaten entre la desesperanza y la desolación, a veces caracterizados por su inercia, por su abandono rayano en la amargura. Honran esta galería, me parece, el espectral doctor Josef Kronz, axial en la literatura del autor ecuatoriano, en cuanto encarnación de muchos de los valores de la proposición de Vásconez: el desarraigo, la identidad endeble o el desasosiego. El coronel Castañeda, embajador de linajes en declive, de añejas maneras y modos coloniales. O el asesino Roldán, preceptor del miedo, portador de angustias y albacea del olor de la sangre. Entre los personajes femeninos, Denise, de múltiples dimensiones y complejidades, disconforme y disonante mujer del conde Aldo de Velasteguí (dos de los protagonistas de El coleccionista de sombras¸ novela en la que abundaré más abajo) o la sensual Sofía de La sombra del apostador que «…llevaba una vida complementaria, cuyos secretos yo desconocía por completo, aunque su capacidad de reaccionar parecía estar siempre localizada en la orfandad de su boca, porque ella quería que sus besos duraran más que las palabras».
Más allá de su carácter poliédrico, el elenco de personajes vasconianos acompaña al autor en el objetivo de erigir narraciones complejas, basadas en cambiantes imágenes de espejos (en varios pasajes de la obra de Javier Vásconez un tal J. Vásconez alterna como cronista y personaje), en la voluntad de estilo y en las variaciones del tiempo. En este sentido, la obra de Vásconez constituye una saga, como quedó dicho, protagonizada por la caracterización de Quito como un territorio de aislamiento y desolación, por el exilio interior de sus personajes y por el afán de construir un universo literario apoyando fundamentalmente por la belleza del lenguaje.
El catálogo narrativo de Javier Vásconez es a un tiempo rico y prolífico. Hay quien pondera al cuentista por sobre el novelista. En este caso hay que destacar las primeras punzadas, Ciudad lejana, una colección cuentística y radiografía del declive de los usos y costumbres de unas familias decadentes y enmohecidas, descendientes de encomenderos e hidalgos a fuero. Clanes endogámicos, todavía arrinconados en viejas mansiones coloniales o republicanas pobladas de fantasmas y condicionadas por la beatitud. Dos colecciones recientes han compilado con celo y cuidado la narrativa breve del quiteño: Casi de noche, editada por Pre-Textos y antologada por Juan Marqués y los Cuentos reunidos, en una prolija edición de USFQ Press (de la Universidad San Francisco de Quito).
El tracto novelístico de Vásconez está signado por la impronta de la corrosión, por los vestigios del declive y por la chamusquina de la ruina
En la distancia larga, me parece, destacan cuatro novelas: El Viajero de Praga, Hoteles del silencio y El Coleccionista de sombras (en todos estos casos, igualmente, en delicadas ediciones de la valenciana Pre-Textos) además de La Sombra del apostador (publicada en 2020 por la prenombrada USFQ Press). Como quedó apuntado, el tracto novelístico de Vásconez está signado por la impronta de la corrosión, por los vestigios del declive y por la chamusquina de la ruina. Sin apartarse de esa traza, El Coleccionista de sombras –aparecida en España el pasado septiembre- puede ser un abrebocas ideal para los nuevos lectores europeos de Javier Vásconez. Por esta ocasión, aquél ha dejado atrás su escritura más profusa, en procura de un estilo más directo y cordial; sin dejar, pues, de lado una prosa cuidadosa y pulcra.
Si bien en la anterior obra de Vásconez, tras velos y cortinajes, traslucían sus personales espantajos –la fatalidad de una clase social, el temor o la enfermedad- en El Coleccionista encontramos su trabajo más personal y cristalino. Es, además, una novela de reflexión acerca del papel de la lectura y la escritura: «Era tal el silencio que casi se podía oír el recorrido de la pluma rasgando el papel, como si las palabras se hubieran arrastrado con trazos desiguales por la página en blanco hasta ser reemplazadas por el ligero sonido de la lluvia».
Hay también en El Coleccionista un ejercicio de ilusiones, consistente en que el narrador (J. Vásconez) funge de historiador y protagonista, en una suerte de mascarada a la veneciana que abona el terreno de una novela reflexiva, en cierto sentido íntima, que también ensaya con el uso y el paso de los tiempos. Está también, cómo no, la particular historia vasconiana de la ciudad, de sus lloviznadas calles y plazas, de opacos palacetes que escenifican complós políticos y excentricidades aristocráticas. Está así mismo el tradicional y solitario Vásconez, que garabatea y borra palabras, que husmea en sus estantes para oxigenar la mente, antes de apurar un whisky. El curtido cronista de la ruina, historiador de la soledad.