Quitar la maldad al frío
«La opinión, tan errónea como extendida, de que en España no hace frío ha ocasionado que nuestras casas hayan estado, en tiempos pasados, poco caldeadas y mal preparadas frente al invierno»
Ángel Ganivet describió con admiración, en sus Cartas finlandesas, las estufas de cerámica utilizadas por los escandinavos que, con unos pocos leños, calentaban las estancias durante todo el día, así como la bendita utilidad de sus cristales dobles en las ventanas, selladas con papel engomado, algodón y mucha diligencia. Llegó a afirmar que había pasado menos frío durante su estancia consular en Finlandia que en España. También Pla escribió sobre el frío y los helados pasos de aire de las casas de su infancia y juventud. Los suelos embaldosados, aseguró, «hacen el efecto de tener una barra de hielo en la suela de los zapatos». La opinión, tan errónea como extendida, de que en España no hace frío ha ocasionado, además de tormentos para generaciones de arrecidos y frioleros, que nuestras casas hayan estado, en tiempos pasados, poco caldeadas y mal preparadas frente al invierno. Este frío doméstico puede ser también el origen, al menos en parte, de nuestra afición por la calle, a salir en busca de conversación y también de solanas, lonjas de iglesias, casinos, cafés y demás lugares soleados o de temperatura más clemente.
Hay razones para afirmar que en las casas españolas de antes hacía frío. Una de las causas era la falta de combustible y la escasez de cristales, sustituidos por lienzos encerados en las ventanas hasta bien entrado el siglo XIX. Esta costumbre provocaba una extrañeza en los extranjeros que por aquí pasaban. Otra carencia era la falta de leña. No es cierto que la España antigua estuviese cubierta por inmensos bosques. La protección de montes y dehesas era muy estricta y estaba fiscalizada por las ordenanzas de los concejos que, con razón, restringían las cortas de leña y la elaboración de carbón vegetal. Por contraste, a partir de las desamortizaciones, se produjeron talas abusivas y roturaciones de dehesas, bosques y monte bajo con la consiguiente falta de leña y de carbón vegetal derivada de la pérdida de masa forestal. La difusión de otras fuentes de calor, como el carbón mineral, el gas, el petróleo o la electricidad tendrá que esperar a la segunda mitad del siglo XIX y al siglo XX.
«Calentarse en uno de estos braseros otorgaba, por fuerza, un aire de consejero de Castilla o de maestro de Sagradas Ceremonias»
La percepción del frío era distinta. Fernando García Mercadal, arquitecto de prestigio, calificaba, en 1930, de «verdadero horno» el interior de las pallozas de El Cebrero y de Los Ancares ya que su diseño mantenía una temperatura media de catorce grados. El frío, por lo general, se combatía con mucha ropa encima, braseros y, en menor medida, con glorias y chimeneas. El francés Jean Muret, que viajó por España en la segunda mitad del XVII, dijo con cierta exageración: «Aquí no saben lo que es calentarse en una chimenea, ni aun en las grandes casas». A mediados del siglo XIX se puso de moda, entre la clase media alta y alta, la chimenea francesa. Miguel de los Santos Álvarez afirmó en esos años: «La chimenea francesa da muchísimo carácter a una habitación; una habitación con chimenea francesa, casi, y sin casi, puede tener usía entre las demás habitaciones aquí en nuestra España». Respecto a los braseros, había distintos tipos según su función y elaboración. El más sencillo era la copa, confeccionada con barro. De estos modelos, tan arcaicos, descendían los braseros de cerámica vidriada de Granada que se vendían, en el siglo XVII, a real y medio, siete cuartos y cuatro cuartos según el tamaño. Los anafes o anafres, como el de la velazqueña ‘Vieja friendo huevos’, estaban emparentados con estos braseros de cerámica y servían para calentar alimentos o preparar comidas sencillas. Los braseros más populares eran los de hierro y latón, provistos de una rejilla de alambre para evitar incendios y accidentes. Don Rafael Ortega y Sagrista, que sabía mucho sobre braseros, sostenía que los más señoriales eran los de cobre rojizo y que también eran de categoría los de azófar, con tapaderas muy historiadas y provistos de sólidas argollas y asas para su transporte. Estos grandes braseros eran sostenidos por unas sólidas patas o se encajaban en tarimas de nogal o de metal de Lucena y se colocaban en el centro y esquinas de las salas de respeto y estrados. Creo yo que calentarse en uno de estos braseros otorgaba, por fuerza, un aire de consejero de Castilla o de maestro de Sagradas Ceremonias de obispado grande. Dos reales braseros, del otoño medieval, fueron los que aportó en su ajuar Doña Margarita de Austria cuando casó con el Príncipe Don Juan, hijo de los Reyes Católicos. Eran de plata y pesaban más de veinte marcos. También llevó Doña Margarita un calentador de plata de once marcos, muy aconsejable para evitar tiritonas al meterse uno a la cama. En los tiempos de Lope de Vega había braserillos de plata para las manos que se cebaban con huesos de aceituna triturados, utilizados por señoras, señoritas y monjas, y también los maridillos, de barro que se colocaban bajo las faldas y junto a los tobillos. Entre estos ingenios y apaños, recordaré también unos braseretes de rejuela para los pies, muy difundidos entre las vendedoras de los mercados y que les permitían despachar el género sin estar dando diente con diente. En los hospicios y asilos había grandes braseros defendidos por barandillas de metal o de madera para evitar travesuras y desgracias.
Aunque los braseros se han asociado con frecuencia a los hogares modestos es conveniente precisar que se utilizaban también en palacios, casas hidalgas y burguesas, casinos, iglesias, covachuelas, cuarteles y sacristías. También en los ministerios. Valle-Inclán describió a González Bravo, aquel ministro de la Gobernación de Isabel II que acabó carlista, de madrugada, con los pies sobre la tarima del brasero y un gorro turco sobre la oreja. Hasta en los Reales Sitios había braseros aunque sabemos que a Doña Victoria Eugenia, que los descubrió en los Reales Alcázares de Sevilla, no le gustaban demasiado. El uso del brasero obligaba a ciertas precauciones para evitar atufamientos, quemaduras e incendios. Algunos higienistas los consideraban poco saludables. En un artículo sobre gimnasia, de mediados del XIX, se desaconsejaban y se recomendaba a la juventud que, en caso de tener frío, se dedicase a pasear, correr y dar brincos por ahí. Un consejo a considerar para la mocedad pero inapropiado para personas de empaque, edad y achaques. Era de primordial importancia saber encenderlo, lo que podía ser muy laborioso y, una vez dispuesto, manejar con precisión y destreza la paleta o badila para asegurar la combustión y temperatura adecuadas. Es lo que se llamaba «echar una firma». Una gamberrada un poco bárbara, como solían ser las de aquellos viejos e inocentes tiempos, consistía en calentar un poco la paleta entre las ascuas y acercarla, con sigilo, a las espinillas de la víctima elegida, a ser posible si estaba medio traspuesta o dando una cabezada, con el consiguiente efecto y general regocijo de los no perjudicados. Estas leves villanías amenizaban cualquier tertulia cuando la conversación decaía.
Respecto al combustible usado en los braseros, mencionaré el erraj, elaborado con hueso de aceituna carbonizado y triturado, muy propio de Andalucía. También se utilizaba el picón, que es carbón menudo de jara o de ramón de olivo, y el cisco, obtenido del polvo y los restos del carbón de encina, considerado peligroso por los gases que provocaba. En Madrid había acreditados almacenes, como el de don Francisco Cuervo, a finales del XIX, en la calle de San Miguel 21, que suministraba leña de encina, astillas de pino y carbón de encina, además de carbón de piedra y cok para caloríferos, estufas y cocinas. Los braseros se podían perfumar con hierbas aromáticas, alhucema y piel de naranja picada. También con cornicabra cuyo aroma es el del monte en otoño. Había tipos refinados que practicaban un cierto decadentismo de brasero y mezclaban los rescoldos con incienso o sales de Persia. El complemento obligado del brasero es la mesa camilla que merece capítulo aparte. Las había de distinta forma y tamaño: alargadas, cuadradas u ovaladas, propias de familias numerosas, fondas, peñas y casinos, con tarimas que admitían hasta dos o tres braseros encajados. Estas grandes mesas camillas podían congregar a una docena de contertulios o más. Yo presencié, hace ya muchos años, una tertulia de curas, ya muy mayores, congregados alrededor de una mesa camilla en las galerías altas de una catedral. Estaban junto a una ventana vieja de siglos, en una tarde inverniza, alborotada por las grajillas que buscaban acomodo entre las piedras barrocas. Lo recuerdo como una estampa venerable y perdida en el tiempo. Apostados y fortificados en las mesas camillas, los españoles hemos estudiado los exámenes de febrero, traducido latín, pelado trancazos, resuelto expedientes, iniciado noviazgos, rumiado calabazas -académicas y sentimentales- soportado derrotas en el parchís y aparatosas ruinas en el monopoly, escuchado diluvios, padecido cesantías, cumplimentado quinielas, rezado letanías, diseccionado reputaciones y conspirado contra todos los partidos y obediencias. Algunas de estas cosas, sin remedio ni voluntad de enmienda, las seguimos haciendo pero con otro mobiliario y ya no es lo mismo. Es posible que los braseros no fueran muy eficaces pero, recordaba el ya citado Ortega y Sagrista, «es como me decía un viejo albañil retirado: un chorreón de vino le quita la maldad al agua. El brasero le quita la maldad al frío de la habitación, a la sala de estar».