Sobre la venganza
«La venganza, ¿se sirve mejor en caliente o en frío? ¿Se trata de una deliberación moral o un ejercicio de voluntad? ¿Obedece a la justicia o se manifiesta infringiéndola?»
Pese a que parece una actividad corriente (aunque no trivial), muchas son las dudas que penden sobre la venganza, ¿se sirve mejor en caliente o en frío? ¿se trata de una deliberación moral o un ejercicio de voluntad? ¿obedece a la justicia o se manifiesta infringiéndola? Parecen muchos dilemas para solucionarlos en un espacio tan breve, pero por probar que no quede.
Las distancias entre moral y voluntad (por no hablar de las que median entre frío y calor) son tan extremas que parece como si estuviéramos hablando de dos actividades distintas que hemos englobado bajo el mismo nombre, «venganza», porque parecen perseguir el mismo objetivo: devolver el daño a quién nos hizo daño. Pero examinadas de cerca se parecen tanto como el sexo recreativo y los rituales fisiológicos de los procesos de inseminación artificial. Al fin y al cabo pocas cosas pueden parecerse menos que el ataque brutal que propicia un cerebro encendido por la rabia y los pasos sigilosos que conducen a una destrucción meditada durante años.
Incluso la ley repara en la «premeditación» cuando juzga la acción que da muerte a otra persona. Con premeditación y sin premeditación el mismo gesto de la misma mano se convierte en dos crímenes distintos. ¡Y es que son acciones distintas! En la venganza en caliente la voluntad atraviese como un hipopótamo el jardín de flores de la moral sin apoyarse en la deliberación; por convencido que esté en el momento de atestar el golpe retributivo, es posible que con los años (cuando suba la marea moral, la resaca del examen) llegue el arrepentimiento: «¿por qué le herí? ¿Por qué tuve que hacerle eso? ¿Por qué no me contuve?»; y puede que el espejo devuelva una imagen desoladora de nosotros mismos en el momento de la venganza. Por el contrario, el vengador frío ha tenido todo el tiempo del mundo para deliberar, su venganza se segregó de una premeditación pura, su voluntad está fundida con el gesto, no deja espacio para arrepentimientos.
También conviene pensar con cuidado en qué consistiría una buena venganza, una venganza lograda. Al fin y al cabo siendo como es una agresión, no se trata solo de herir, sino también de devolver el daño, de manera que es lícito preguntar por la cantidad de daño que es apropiado devolver. ¿Deben ser las heridas proporcionales a la agresión o el hecho de haber sido atacado sin que mediase la provocación justifica una respuesta mucho más dañina? Sea cuál sea la respuesta al pensar así subordinamos los actos de venganza a la justicia, damos por hecho que conviene evaluar el alcance de lo que la voluntad y la moral ya están decididas a hacer. Pero la justicia se dice de muchas maneras, y en ocasiones el código que rige la justicia no coincide con el perímetro de lo legal. Se recurre al «ojo por ojo, diente por diente» décadas después de que fuese desterrado de la Ley, porque se considera justo y conveniente. Pues la venganza obedece a códigos secretos y subterráneos, instintivos, como el resorte que despierta el miedo al ver sangrar el cielo del ocaso.
Sobre los riesgos de la venganza sí que han meditado los hombres sabios del pasado (del lejano y del cercano). Elías Canetti aseguraba que era preferible emplear las energías revueltas del deseo de vengarse para impulsar acciones creativas, sujetas a intereses personales; cuando no revertirla en el cultivo de la ternura y el cariño. Aunque bien es cierto que en otro de sus aforismos (Canetti era de los pensadores que temen menos exponer las contradicciones que ocultarlas, su carácter le acercaba más al temperamento del novelista que al del filósofo) reconocía que la carne del espíritu no descansa hasta que nos las arreglamos para devolver el dardo con el que nos han herido. En cierto sentido Canetti parecía defender la venganza en caliente (dentro de unos límites, con el control de daños activado) pero que al enfriarse el ánimo desestimaba los prolongados esfuerzos de una venganza en vilo. ¡Menuda pereza!
Parece como si Canetti temiese los peligros y fatigas de la venganza de los que escribieron, y mucho, los maestros estoicos. Epicteto, Marco Aurelio y Séneca, tan distintos de temperamento, y escribiendo desde posiciones y circunstancias considerablemente alejadas dentro del entramado y la jerarquía social coincidían en que el peligro de la venganza, al menos para el vengador, era la infección. En primer lugar, uno tenía que pasar mucho tiempo pensando en la herida que le habían inflingido, recordándola, y avivando la sensación de agravio que impulsa la venganza. Y en segundo lugar, al menos en el momento de atestar el golpe, tenía que volver a mezclarse con la odiosa personalidad del agresor, entrelazar sus suertes. El consejo estoico era pasar página, olvidarse de la afrenta, y no tanto desde el perdón (o cualquier otra clase de paliativo o componenda moral), como desde el desprecio: diluir el impulso de devolver el golpe en un océano de indiferencia. Y quién sabe si no será esta una tercera clase de venganza, ni fría ni caliente, y su forma superior, la que se desprende de su exigencia, justo como si nunca hubiera existido.