Lo que esconden las aguas
«Hay constancia de fuentes que conducían a los infiernos y de lagos que cuando se lanzaba una sonda con plomos, para medir su profundidad, no se llegaba al fondo»
Las aguas esconden enigmas. Esto lo han sabido siempre los antiguos, los artistas y los poetas. Federico García Lorca dijo que bajo el agua residía un «limo de voces perdidas» y, consciente de su misterio, imploraba: «¡Señor, arrancarme del suelo! Dame oídos / que entiendan las aguas./ Dame una voz que por amor arranque / su secreto a las ondas». Un estanque sin importancia, el sonido de una rana al zambullirse, la sombra de un pez y los mil matices del verde de las ovas ejercen una atracción poderosa y comparable a la del mar, el fuego y el cielo. No es casualidad que los grandes melancólicos, gentes que viven en sus mundos particulares, sean capaces de pasar las horas ensimismados ante el fluir de los ríos.
Gastón Bachelard reflexionó mucho sobre el significado de las aguas, ya fuesen primaverales, corrientes, estancadas, muertas, dulces, saladas, purificadoras, profundas o tempestuosas. En tiempos pasados también había aguas de colores. Pausanias aseguró, en su descripción de Grecia, haberlas visto y que podían ser negras, azules o rojas. De este color, lejos de allí, eran las del Blood Spring, en Glastonbury, donde dicen que enterraron al Rey Arturo y a la Reina Ginebra. Hay constancia de fuentes que conducían a los infiernos y de lagos que cuando se lanzaba una sonda con plomos, para medir su profundidad, nunca se llegaba al fondo. Tengo también noticia de la existencia de remansos en cuyas orillas crecían los juncos y las espadañas y que, bajo su aparente calma, ocultaban una voracidad infinita, capaz de engullir a los infelices nadadores. Una de estas lagunas malvadas fue la llamada Alcionia, en tierra de griegos. Allí se oficiaban cada año unos ritos en honor a Dionisos cuya naturaleza nadie podía desvelar. Es notorio asimismo que hubo aguas que alojaban castillos, palacios y ciudades cuyos rumores estremecían a los caminantes. Álvaro Cunqueiro recordaba la ciudad de Yss, en el Reino de Cornualles, que fue sumergida por sus pecados. También sabía, gracias al bretón Yves Le Bronder, que en tales ciudades había reyes que pasaban las horas frente a un reloj de sol, a la espera del día de su redención, cuando las aguas se retirarían y todos -vecindario, calles y casas- retornarían a la alegría de la luz y al aire. Había, junto a los casos enumerados, profundidades que albergaban tumbas y ondas venenosas que arropaban a la muerte. Edgar Allan Poe las conocía bien y dijo que eran aguas solitarias, muertas, inmóviles, tristes y heladas. También se tiene noticia de lagos que servían de sepultura a los traidores, donde se escuchaban voces procedentes de sus abismos y sobre los que se levantaban vientos. Esto ocurría en el Lago Solfareo «do nunca ouo pes nin cosa biua del mundo», según se declara en el Libro del Caballero Zifar. En las historias que relatan estas hazañas suelen aparecer fuentes junto a las que descansaban, en un duermevela con la espada y los arreos militares a mano, los caballeros andantes. Y qué decir de los vados peligrosos, lugares siempre propicios a la aventura, umbral de paisajes misteriosos y paso obligado hacia los altos misterios. Podían estar flanqueados por sauces de gran fragilidad como aquel en que se encaramó la pobre Ofelia -loca, desgraciada y triste ahogada- antes de caer al agua con sus guirnaldas de ortigas y esas flores que las doncellas de su tiempo llamaban dead men´s fingers.
Había aguas oraculares que anunciaban lo que tenía que llegar y que mostraban en sus reflejos todo lo que se quería saber. Y otras que pronosticaban el destino de los dolientes como la fuente del Santuario de Deméter en Acaya donde, en espejos flotantes, los enfermos podían ver su curación o su próxima muerte. «El agua es así de verídica», sentenciaba con sequedad Pausanias. En Galicia, en el río de San Lufo, todavía en el siglo XVIII y seguro que después también, bañaban tres veces a los niños que padecían algún mal y después lanzaban sus ropas al río. Si flotaban era buen presagio y señal de muerte si se hundían. Y junto a ríos, lagos, lagunas y vados, es obligado recordar la existencia de pozos sagrados. Manuel Alberro, en un documentado artículo, menciona algunos ubicados en Irlanda, Escocia y Gales. Los devotos acudían a estos lugares a impetrar el favor de lo que allí residía, fuese lo que fuese, para obtener la curación de enfermedades y penas. De estos pozos se llevaban agua para bendecir sus casas y proteger sus reses y rebaños de enfermedades y aojamientos. No faltaban individuos que, con peores intenciones, acudían a los pozos sagrados para propiciar la desgracia de sus enemigos o por lo menos, sin que la cosa llegase a más, cierto fastidio. El respeto que inspiraban estos pozos queda probado por la costumbre de los pescadores de Donegal que, cuando pasaban ante el situado en las proximidades de Teelyn Bay, bajaban las velas de sus embarcaciones como homenaje y reconocimiento. El pozo forma parte de la simbología mariana y aparece en muchos milagros, como los realizados por Nuestra Señora de Atocha, Nuestra Señora del Camino y Nuestra Señora de la Almudena que, según la tradición, salvó al hijo de san Isidro como queda bien claro en una pintura de Alonso Cano conservada en el Museo del Prado. Siempre ha causado cierto sobrecogimiento asomarse a la oscuridad de los pozos sólo alegrada por el color de los culantrillos cuyas hojas escurren el agua sin mojarse. Los malvados, además, solían ser muy dados a utilizar los pozos para ocultar los cadáveres de sus víctimas. Así, en un pliego de cordel de la segunda mitad del XVIII, se cuenta que un tal «Don Fadrique dio muerte a su hermano, y lo echó en un pozo y le entregó el alma al diablo, por gozar de doña Constanza y cómo casó con doña Teodosia».
En estas aguas sagradas vivían divinidades y genios. Hay también muchos santuarios marianos ubicados sobre nacimientos y manantiales donde se celebran romerías desde sabe Dios cuándo. Los romanos, siempre religiosos y temerosos ante lo invisible, rendían culto a estos númenes en ninfeos y sabían que convenía honrarlos con ofrendas, sacrificios, libaciones, sahumerios y demás rituales. Las armas antiguas aparecidas en ríos y lagos de tantos lugares de Europa son un testimonio de la antigüedad de estas creencias, muy anteriores a la fundación de Roma. Florentino L. Cuevillas escribió en los años cincuenta sobre unas armas de bronce ofrendadas al río Sil que relacionó con hallazgos semejantes en otros ríos y manantiales: armas de silex, carros votivos, cisnes, espadas, puñales y cascos con cuernos como el que encontraron cerca del Puente de Waterloo, en el Támesis. En su estudio se menciona la espada hallada en la construcción del puente de Alconétar, en Cáceres, y otra localizada en un lugar conocido por el que esto escribe, el Vado de Mengíbar, en el Guadalquivir. Visto todo esto, se entiende mejor que el Rey Arturo, derrotado en la llanos de Salisbury, mandase arrojar a un lago a Excalibur. El caballero al que se le encomendó hacerlo, tras darle muchas vueltas a la orden, lanzó la espada lo más lejos que pudo y vio que de las aguas emergió un brazo, hasta el codo, que la tomó por el puño y después de agitarla tres o cuatro veces la ocultó y así hasta hoy. De todo esto se da cuenta en la Vulgata, lo refiere sir Thomas Malory y siempre se tuvo por suceso cierto.
De vuelta a las ninfas y demás genios del agua, José María Blázquez en su imprescindible Diccionario de las Religiones Prerromanas en España menciona a Conuentina o Couentina que vivía en una fuente sagrada y cercana al Vallum Hadriani, en Britania. Tenía facultades proféticas y es probable que su culto se difundiese, por tierras de León y Galicia, gracias a un legionario devoto y agradecido que sirvió en Britania en la muy famosa Legio VII Gemina Antoniniana Pia Felix. Otras ninfas que recibieron los correspondientes honores en las tierras del noroeste hispánico fueron Ameucni y Degantae o Degantia. Según Antonio Tovar esta terminación en antia era muy frecuente en los nombres de corrientes y ríos. Frovida fue otro numen acuático, quizás de nombre céltico, que consta en un ara procedente de Braga, en Portugal. En Baños de Montemayor, Cáceres, aparecieron tres aras más dedicadas a las Caparenses o Caparensibus Nymphae de las que hay constancia en un ninfeo erigido sobre unas aguas termales en Capara, no muy lejos de Roma. Otras aguas curativas fueron la de Boñar, en León donde dejaba transcurrir los siglos un Genio fontis Aginees. Los ingleses contaban con los muy conocidos baños de Bath donde tenía mando en plaza la diosa Sulis que, seguramente, presenciaba en silencio los días de ocio de los personajes del tiempo y de las novelas de Jane Austen, tranquilos y decorosos, preocupados por Napoleón y también, claro está, por sus rentas, sus tierras y sus matrimonios de razonable conveniencia.