THE OBJECTIVE
Manuel Alberca

Luis Paret en libertad

«Aunque a juicio de los expertos sería el mejor pintor dieciochesco después de Goya, quedaría oscurecido por su coetáneo y relegado a un papel de segundón»

Zibaldone
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Luis Paret en libertad

Museo del Prado | Europa Press

Hace unos años, en 2013, el Museo del Prado organizó una exposición temporal bajo el título de La belleza encerrada. De Fra Angélico a Fortuny. Pudimos contemplar entonces esos cuadros que normalmente no alcanzan el reconocimiento de la exposición permanente o no gozan de la merecida atención de los visitantes. Entre aquellas «bellezas encerradas», me llamaría la atención especialmente una decena de obras de un pintor, desconocido para mí, Luis Paret y Alcázar. Si lo traigo a colación, es porque ahora se puede visitar, en el Museo del Prado hasta el 21 de agosto, bajo el título de Paret, una magnífica y completa exposición con más de ochenta de sus obras, entre dibujos, aguadas y óleos, la primera y más importante que de este tamaño se le dedica al pintor. Por tanto, su obra, encerrada hasta hace poco, está ahora libre.

Había nacido Paret en Madrid en 1746, el mismo año que Goya, y tuvo un derrotero vital cercano al del artista aragonés, compartiendo época y experiencias pictóricas. Podría haber sido su competidor natural como pintor en la corte de final del siglo XVIII, si no se hubiera visto involucrado en una desgraciada historia palaciega. En términos taurinos, los españoles gozamos con la rivalidad entre dos «espadas» que se disputan el cetro de la fiesta y con sus consiguientes «mano a mano». Los de Goya y Paret prometían, pero no llegarían a celebrarse.

Aunque a juicio de los expertos sería el mejor pintor dieciochesco después del aragonés, Paret quedaría oscurecido por su coetáneo y relegado a un papel de segundón. La carrera de ambos, sin embargo, fue bastante similar y en cierto modo paralela en sus comienzos: los dos, estudiantes en la Academia de San Fernando, hicieron un similar meritoriaje para hacerse un hueco como pintor de la realeza y la nobleza madrileña. Y disfrutaron de becas en Italia en su etapa de formación, si bien, en el caso de Paret, por razones particulares (su padre era de origen francés), pesaría también la influencia de la pintura francesa de la época. Por esta razón, se le ha intentado encasillar como el más genuino representante español del rococó galo, incluso se le ha considerado, de manera simplificadora, el Watteau hispano.

Pintura de Luis Paret.

En realidad su obra abarca multitud de géneros y de técnicas, que le otorgan una personalidad e importancia únicas. A esta formación, Paret unía una notable curiosidad intelectual, viajes y experiencias personales, que le llevarían a superar los dictados académicos. Nos dejó obras de muy variado registro de las que hay completa representación en la muestra actual. Los que asistan se quedarán sorprendidos por la perfección de sus dibujos, el colorido de sus aguadas de animales y flores y por la composición de sus cuadros de gran formato, como Las parejas reales, Carlos III comiendo ante su corte o Baile de máscaras, en las que combina con extraordinario acierto la vista general panorámica de escenas cotidianas, en las que se mezclan lo popular y lo aristocrático, con la precisión y minuciosidad de la miniatura.

En la época, llegar a ser pintor de corte y cámara exigía hacer una carrera tremendamente competitiva. Paret estaba llamado a triunfar, pero no tendría suerte al estar en el momento inoportuno en el lugar inadecuado. En torno a 1770 había ingresado, como pintor de cámara, al servicio del infante don Luis de Borbón, hermano pequeño del rey Carlos III, personaje de vida licenciosa y primero en la línea sucesoria a la corona, lo que le hacía concitar recelos en su hermano. En 1775 Paret fue acusado de hacer funciones de alcahuete para el infante y de proporcionarle jovencitas. Por este motivo Carlos III condenó a Paret a un presidio de diez años en la isla de Puerto Rico.

Retrato de Luis Paret.

En realidad solo estaría tres años, hasta 1778, en que, a petición de su mujer y con la ayuda de personas cercanas al rey, pudo regresar a España con la condición de fijar residencia a una distancia de 40 leguas de la corte y de los sitios reales. Por este motivo viviría en Bilbao desde 1778 hasta regresar a Madrid en 1789, poco después de la muerte de Carlos III. Aunque en estos años bilbaínos, y en su regreso posterior a la capital, nunca le faltarían encargos, no recuperaría su estatus de pintor de cámara. Por lo tanto el hecho crucial de la vida de Paret, y el más decisivo para su carrera como pintor de corte, lo constituye el castigo portorriqueño. 

En la exposición actual del Prado hay cuatro autorretratos, que en cierto modo son hitos que dan cuenta de este episodio de manera autobiográfica, resumida y elíptica. Están expuestos en la misma sala, formando una misma secuencia narrativa y semántica. El autorretrato pictórico suele tener un componente de teatro y de puesta en escena del autor que se retrata. El pintor se mira en el espejo, posa para sí mismo y elige la pose más favorecedora y adecuada al momento para representar el mejor de sus posibles perfiles.

En sus autorretratos, Paret supo elegir el papel y la escena teatral que mejor le había de servir a sus intereses de cada momento. En Autorretrato (h. 1770-1775), el primero de los cuatro de los que tenemos conocimiento, un rostro joven, en giro de tres cuartos, nos mira, sonriente, con gesto seductor. La espectadora privilegiada de esta mirada sería su futura esposa, María de las Nieves Micaela Fourdinier. Se trata de una prodigiosa miniatura sobre marfil de 7×5, engastada en un medallón para llevar en la faltriquera y recordar en su ausencia al enamorado. Fue con toda probabilidad un regalo para Micaela con motivo del matrimonio, secreto y precipitado, que tuvieron que celebrar por la urgencia de un embarazo y la salida forzosa a Puerto Rico. 

Cuando no llevaba ni dos meses en el destierro de la isla, en enero de 1776, pintó Autorretrato como jíbaro, en el que Paret se representa como un campesino portorriqueño o jíbaro, con la vestimenta propia de este: camisa y calzones blancos, tocado de sombrero de paja con adorno azul, que deja ver un pañuelo también blanco para enjugar el sudor. En su modestia, denota cierta elegancia. Sin embargo, en la mano izquierda porta un largo machete  y con la derecha sujeta un palo del que cuelga a su espalda un ramo de bananas recién cortado. Paret nos mira casi de frente y esboza una sonrisa insegura, tímida. Pero no hay tristeza ni abatimiento en su actitud. No, Paret no fue castigado a trabajos forzados en el presidio, al contrario, por los dos autorretratos pintados en el presidio, podemos deducir que tuvo un trato privilegiado.

Aunque no sabemos si pintó mucho, solo conocemos estos dos autorretratos y algún otro trabajo de esta época, pudo desarrollar al parecer labores de formación entre los pintores portorriqueños de la época, como José Campeche. ¿Por qué se pintó de esta guisa exótica? Todo en el retrato trasmite tranquilidad y comedimiento, distinción y clase, no hay crítica social ni expresión de penuria. Sencillamente Paret ha adoptado el modelo de autorretrato in figura, que le permite al artista, por experimento o diversión, «ocupar» una personalidad histórica o legendaria o desempeñar un rol social que no es el suyo. Es una suerte de máscara, que tanto entretenía en la época, pero que le sirve para trasmitir que el exilio no es tan duro, que no lo lleva mal, que todavía incluso le quedan ganas de jugar.

Al año siguiente, en 1777, pintó Autorretrato en el estudio, en el que el decorado ha cambiado y, de manera más significativa, la actitud de Paret. Ahora le vemos elegantemente vestido, a la moda «maja», propia del Madrid de la época, pero con refinamiento, sentado en un sillón en medio de su taller de artista, rodeado de sus útiles de pintar y de otros objetos como bustos, carpetas, documentos, libros y mapas… Pero no pinta, ni siquiera sostiene los pinceles, está en actitud pensativa, con la mano izquierda en la mejilla: melancólico, ausente o desengañado. Recuerda algo a la postura de Jovellanos en el famoso retrato de Goya. Permanece meditabundo, con la mirada un poco perdida, su expresión es de tristeza y abatimiento.

Todo en su figura denota la añoranza del desterrado, la pena del que quiere regresar a su país y no puede. Dos objetos refrendan el castigo del exilio: detrás de él una marina ovalada muestra el naufragio de un barco, imagen que desde la antigüedad simboliza la zozobra vital del desterrado, y sobre el brazo izquierdo del sillón y sujeto por el codo de Paret un mapa de España, soporte de sus ensoñaciones nostálgicas… Hoy sabemos que este cuadro lo pintó a petición de su esposa para regalarlo a Luis Gabriel, un amigo, al que está dedicado, con la esperanza de que mediase en torno al rey para que le levantase el castigo. Por eso tal vez ha acentuado la expresión apenada, pues pretende conmover a este y eventualmente al rey. Si esta fue la finalidad, parece que funcionó, pues el cuarto de los autorretratos que llaman mi atención lo pintaría, en 1780, ya en España. 

La comisaria de la exposición, Gudrun Maurer, ha colocado, creo que con buen criterio, Autorretrato vestido de azul cerrando esta serie, a pesar de que los expertos discuten todavía si este es un retrato o un autorretrato. Fuera la que fuese la génesis del cuadro, hoy está claro que se trata de un autorretrato pintado por Paret en 1780 ya instalado en Bilbao. A diferencia del anterior aquí posa a orillas del Cantábrico, nos mira de frente, muestra una espléndida sonrisa, con una expresión relajada en el rostro y las mejillas sonrosadas. Lujosamente vestido y con zapatos de tacón rojo, que indican que ya era académico de mérito y gozaba de los mismos derechos que los hijosdalgo de sangre. Sentado sobre un seguro banco de piedra, en la orilla de un mar agitado pero sin peligro, la mano izquierda señala el paquebote que, se supone, le ha traído del destierro americano. Con un gesto de ironía en la cara, parece decirnos “adiós a todo eso”: fui más fuerte, resistí y ahora estoy de vuelta. 

Efectivamente, más de doscientos años después de su muerte en Madrid en 1799, Paret está de vuelta. En libertad. Mereció el tiempo de espera y merece que lo visitemos en el Prado.

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