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Los últimos serán los primeros, por Fernando Cocho

Los últimos serán los primeros, por Fernando Cocho

El Emboscado

Último articulo del 2020. Última oportunidad de expresar los pensamientos del año que desde la Emboscadura y la Espesura se ven en el horizonte que entrará en una semana. Al regreso ya será un año nuevo, en el que cartas, pensamientos, deseos y discursos se verán cumplidos, o no. No olvidemos que ya hablamos de la necesidad continua de 21 días para fijar un hábito; de las tareas colectivas como formas de crear entornos fértiles, de días de marmota en los que esperamos que otros nos saquen de la molicie que nuestra propia ineptitud nos ha generado.

Creo que debo congratularme con que algunas de las cosas que desde mi escondite veo, coincidan con las intenciones y palabras éticamente formales de las más altas instancias del Estado. Me hacen la falsa ilusión de sentirme menos solo.

Da igual las diferencias, que presumen de ser irreconciliables, que entre los diferentes sentimientos parlamentarios existan; a veces pienso o más bien deseo que esas diferencias, avergonzado en la escucha activa de los Aforados Diputados, no sean trasunto de las propias formas de vivir de mis conciudadanos. Todos se supone que somos, o deseamos, lo mismo: paz, progreso, libertad, igualdad de oportunidades y derechos… De ser así, de ser identificados los comportamientos de nuestros próceres con el reflejo de la sociedad en que vivimos, como lo dictaría la regla lógica de la Identidad (A= A), creo que sería la hora de tocar las trompetas que desde la infancia nos inculcaron y empezar a buscarme algún islote perdido para cultivar cocos y demás variedades hortofrutícolas del terruño pertinente. Algo que sé que no es posible ante la omnipresencia del Google Maps y demás artilugios geolocalizados.

El final de una era cual cuento medieval ya es presente: la pandemia ha sacado lo mejor de nosotros, lo peor, y lo que estaba caduco sin darnos cuenta. Ni es lugar, ni momento, en resaca de familia y comidas pantagruélicas, de hablar de cambios institucionales o de modelos de regencia social para el siglo XXI. Son demasiados los entrenadores de fútbol desde sillones que jamás pisaron un campo de juego, como son demasiados los populistas con o sin cargo que dan soluciones sencillas, propias de “cuñados”, ante problemas gordianos y con decenios de herrumbre en sus articulaciones. Otro tiempo será ese; otro momento tendremos para desgranar de nuevo los actos que aparezcan por delante de mi “puesto emboscado”. Concretamente 52 oportunidades, y creo que me ni tocaré una ínfima parte. Reconozco mi parcialidad en mi propia mirada. Al menos de eso sí soy culpable confeso, no de tropelías de las que me acusan y que quien las dice no tiene la caridad de alumbrar mi memoria sobre el particular. Mondo Cane, que decían en los sesenta.

Realmente creo que tenemos una oportunidad de cambiar. No confío en que nos demos cuenta, mejor dicho, nos dejen darnos cuenta y como dice un amigo mío “pensar por nosotros mismos, y no dejar que piensen por nosotros”. Cierto que el tiempo que tenemos libre de preocupaciones, si lo tenemos, ya nos lo llenan de ocio para “descansar”. Nos hemos acostumbrado durante demasiado tiempo a que las cosas se hagan inercialmente y que lo que “antes se hacía, era lo normal; el orden tenía su razón de ser y las cosas funcionaban”.

Tuvieron que venir los moralistas de seminarios de autoayuda de fin de semana, periodistas “sin tacha en su pasado” y contertulios omnisapientes, para sacar de los armarios lo que ellos mismos ayudaron a crear, difundir y consolidar como “la normalidad” del devenir de las cosas.

Cuando una sociedad está montada de una forma determinada, no podemos abstraer que las instancias más altas sean impunes a la propia permeabilidad social, la capilaridad hace que ni “del Rey Abajo, ninguno” se vea libre de su influencia. En la empresa, en el marketing y la distribución comercial, se le llama capilaridad: llegar hasta los últimos recovecos de la sociedad y hasta el último cliente/votante/ciudadano posible.

Pensar que las flores de Lis en escusón de Azur y con Gules se vean fuera de esa capilaridad, es algo ilusorio. No es justificación, es explicación.

En este tiempo de recogimiento obligatorio por los toques de queda, los miedos a las multas y por la “responsabilidad social”, las trompetas no anuncian calamidades asociadas a la naturaleza como dice el Apocalipsis; las trompetas anuncian los ciclos de una nueva era: el desastre de la globalización, por injusta, irregular y por la obstinación de llevarla a cabo a cualquier precio sin un entorno preparado ni económica, ni moralmente (en breve este párrafo podrá llevarme a multa, insumisión y cárcel); anuncian el giro que la Madre Tierra sufre por sus ingratos hijos, ensuciando su aire, envenenando sus aguas y pudriendo sus antaños manjares por nuestras propias manos.

Ahora todos nos volvemos ecologistas a la fuerza y no por convicción, amamos la naturaleza desde nuestros SUV y con nuestra Tablet bien cargada de batería y cobertura 5G.

Lo que antes era normal en el comportamiento social y ético, máxima moral “haz lo que vieres o te quedas fuera del negocio”, ahora en el “renacimiento social” tienes tres opciones, marcadas igualmente por sonidos de fanfarrias y trompetas: ya te vuelves un renacido que en catarsis pública te declaras “pecador social” y pides con llantos y rechinar de dientes los perdones de la audiencia (sabemos ya de qué gente hablamos), tras lo cual se te permite ser el nuevo sacerdote que señala; ya tomas como opción lavar tu imagen con avalancha de tuits, declaraciones públicas, afiliaciones a “entidades salvíficas”, borras las letras de canciones machistas que cantaste, los chistes sobre discapacidades que hiciste y reíste, pero sobre todo te aseguras de ser lo más vanguardista ya sea en progresía o en recuperación de valores perdidos (igualmente la lista de estos nos brota sin esfuerzo); la tercera opción es leerte cuatro libros, consultar al “oráculo” cada mañana por radio, televisión o internet, y ser seguidor del hombre/mujer de moda cuyo nombre tras una afirmación vale lo que aquel dicho: “Lo han dicho en el informativo o lo he leído en prensa y será verdad”, algo que ahora es sinónimo de pozo de fakes y rumores.

Juzgamos a todos, por que todos tenemos un pasado. Valoramos los cambios por que cada vez los realizamos más velozmente en la mutación de nuestras convicciones. Queremos y vivimos como niños que desconocen “la política real”, desprecian las “estructuras por arcaicas”, solicitan “atención inmediata a sus derechos”, pero luego ni quieren saber cómo se hacen las cosas, ni las implicaciones que tienen, como tampoco les interesa por ejemplo los equilibrios entre ley, infraestructura y superestructura

Me apresuro rápidamente a declararme no marxista, (aun habiendo leído profusamente a Marx, puesto no se puede criticar lo que no se lee atentamente y contextualizado), no sea que mañana amanezca referenciado mi nombre en el poderoso Google como marxista furibundo, como aquel, mi amigo desde que recuerdo y de reputación intachable, que dijo que «deberíamos llegar a entendimiento geopolítico con Rusia por vivir en el mismo continente como vecino fuerte que es de la UE» y a la postre arrastra un sanbenito de prorruso y con Dacha en los Urales.

Nadie dice que de “del Rey abajo” todos fuéramos consciente o inconscientemente cómplices de muchas cosas que veíamos como normales y de lo que no se hablaba por ser “cuestiones de hecho”, que ahora vemos con estupor ante nuestra evolución moral.

Aviso a navegantes: todos tenemos cuerpos en armarios, nadie vive exento de un pasado, todo pasado condiciona el presente, pero como la sombra que nos sigue, si la miramos demasiado tropezamos a cada paso.

En este día tras la Festividad de la Natividad, convertida en profana por conveniencia de la economía para mover los modos de producción de bienes materiales, observo cómo se cumplen las reglas de la economía de mercado que ya antes del binomio extravagante (léanse sus biografías) Engels/Marx, fue alumbrado por no menos de una docena de filósofos de oriente, occidente y hasta de culturas ahora vistas como “salvadoras del hombre” por más cercanas a la Naturaleza, que derrochaban un materialismo y pragmatismo directo sobre cuestiones morales, políticas, legales y hasta de relaciones maritales. Cuidado, pues cualquiera se puede pillar los dedos y su conciencia.

La critica sin contexto es un sin sentido, y si el tiempo te apremia para dar un razonamiento, quizá deberíamos primero guardar silencio, ser empáticos y asertivos (que está muy de moda) y no juzgar nada, ni a nadie, por una frase sin contexto o un razonamiento de un cuarto de hora.

Las trompetas sonarán igualmente, pero quizá no sean las del fin del mundo, si no las de unos charlatanes que llenos de vapores gritan por las ondas y calles digitales de nuestros medios de comunicación. Comunicación sí, pero de masas, no lo olvidemos.

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